La nueva novela de Rubén Varona, La hora del cheesecake, publicada por La pereza ediciones, es una obra acerca de los placeres y de su comercio, del precio que pagamos por él, generalmente exorbitante. El adulterio, el sexo mercenario, la neurosis del coleccionismo y por sobre todas las cosas, el placer de la venganza. Ese plato que casi todos solemos comer caliente y que solo unos pocos como Magdalena, la protagonista, suelen ingerir congelado, a muchos grados bajo cero.
La venganza de La hora del cheesecake es la de las víctimas. El arma que surge en la mano de lo angelical y de lo débil. De una mujer nacida en la ultra católica Polonia, con un arsenal de prótesis de silicona, que decide convertirse en dios y juzgar a los vivos y a los muertos. Pero también ella, la justiciera Medea o Clitemnestra, como las heroínas griegas, pagará su precio: la justicia de su causa -Magdalena se venga del robo de su hija recién nacida- no la salvaguarda de convertirse de nuevo en una víctima de un nuevo verdugo. Esta es la historia, la contada por Rubén y la de nuestros días en este civilizado mundo que le ha puesto una etiqueta de venta a todo.
Sin embargo y, paradójicamente, pese a lo escabroso de la trama que relata el tráfico de mujeres, de niños, la profanación de sepulcros, no hay tragedia. Esto es posible porque en la literatura de Rubén, como ya hemos podido apreciar en su producción anterior, la mirada del lector se enfrenta con un mundo narrativo donde la única norma es la negación de la trascendencia. Nada es demasiado serio. El horror y la belleza se suceden ante el guiño de un ojo que lo ha visto ya todo.
En La hora del cheesecake no hay Euménides que persiguen las conciencias, ni un coro que recuerde los deberes de los ciudadanos de bien. Ni siquiera hay bueno y malos. Las víctimas sufren de las mismas tentaciones que los verdugos, la única diferencia la marca el azar, es solo la casualidad la que define a quien le tocó la suerte de herir y quien tiene que sufrir.
En ese panorama, a la vez irónico y cruel, a través de bruscos y logrados retrocesos y avances temporales, nos empapamos en los detalles de la historia principal, el de una mujer abusada, despojada de su maternidad, que convierte la revancha en su razón de ser. A partir del pretexto de este drama individual, el lector se ve circundado por un magma humano que en mucho se parece al variopinto y miserable sub fondo de la Londres proto-industrial de Dickens.
Así, La hora del Cheesecake, la hora de la venganza y del engaño de Magdalena, tiene lugar en Londres pero no en la bella ciudad de las postales del Big Ben y el Támesis. Es un lugar hecho de plástico, de plástico desechable, igual que el resto de nuestras ciudades globales. Tal como la ciudad de plástico que describe en su canción Rubén Baldes, donde predomina la estética de lo kitch, donde la literatura se reduce a telenovela y la música, a Lady Gaga y al pop romántico. Allí, el alma fue extirpada hace mucho tiempo y no hay nadie que recuerde quien era antes de llegar. Por esto cualquiera puede convertirse en su monstruo preferido y hacerlo al descuido, sin darle demasiada importancia. El Londres de La hora del cheesecake es el nuevo corazón de las tinieblas. El nuevo núcleo del horror que ya no es jungla o trópico, sino el alma de los desarraigados, de los que no pertenecen a ninguna parte y que abandonaron la pureza en el camino, como un equipaje demasiado pesado.
Este es el desafío de la novela, describir esa banalidad del mal, como la definió Hannah Arendt. Rubén Varona hunde sus manos de escritor en aquello que simplemente destruye, pisotea, con un manotazo no intencional y logra sacarlas relucientes de literatura. En la corta extensión de la trama –ciento diecisiete páginas- narra el entresijo de las numerosas historias de una Babel moderna en la que los personajes hablan una lengua hecha de retazos y mezclas imposibles y en la que la única ley es el despilfarro del bien más barato y abundante: la vida humana.
Incluso el amor es una planta venenosa, pues el amor de Magdalena hacia su hija Antonia, es el amor de Medea, que marchita lo que ama con el aliento de su propia barbarie. Solo sirve para causar dolor. Mas el dolor también está en venta como todo lo demás. Igual que la tumba de Borges, profanada para extraer y comerciar con sus reliquias. Como la seducción de la belleza, que se compra a poco precio en un lugar del mundo llamado Cali, donde las mujeres son bellas como las flores, porque la silicona se instala por casi nada. Y hasta Cali viaja Magdalena para dotarse de las armas con las que piensa recuperar lo que es suyo y provocar el dolor que ella, como todos, tiene sagrado derecho a inferir.
En este nueva novela de Rubén Varona nos reencontramos con su notable capacidad de contar la complejidad en una apariencia simple, porque en su literatura las cosas suceden como en la vida, sin fanfarrias ni campañas de expectativa. Pasan y ya. A cualquiera, a uno mismo. Es así como en La hora del Cheesecake nos descubrimos prothttps://suburbano.net/wp-admin/edit-comments.phpagonizando nuestra propia felicidad y nuestra propia desgracia tal como suceden realmente: sin que tengamos un poeta a la mano para cantar nuestro heroísmo. La lectura de sus páginas nos atrapa en su aparente ligereza precisamente porque nos invita a echar una mirada a nuestro lugar en el mundo, ese espacio donde ni siquiera la muerte puede ser auténtica pues todo ya sucedió o está sucediéndole, del mismo descarnado modo, a alguien más. Tal como le pasa a Magdalena, quien acaba perdida en su venganza y tal como le sucede a Borges, cuyos huesos nadie, ni siquiera sus Ficciones, pudieron salvar de la seducción del mercado.