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#CrónicasIlegales: El puto eclipse total del amor…

Cada vez que veo la luz al final del túnel, me caga un murciélago y de nuevo al hoyo, como en el eterno retorno de Nietzsche, quien me recuerda a los boleros de la Sonora Matancera, desde que mi tía vio su foto en un meme y me preguntó si era Bienvenido Granda.

Con mis papeles truchos por vencer, conseguí un trabajo eventual de mozo para convenciones en el Continental Hotel de Bayside; y, como no sabía nada del tema, me asignaron como instructora a Selene, una joven African-American negra (también hay African-American blancos) de quien —me dijeron— no debía separarme, hasta aprender.

Selene era dos pulgadas más alta que yo y bastante más joven; su figura de guitarra estaba en el límite entre la voluptuosidad y el sobrepeso. Vestía un uniforme impecable que desentonaba con el “African look” de su cabello, pero sus finos modales y la forma musical en la que entonaba el inglés, la hacían muy requerida en los eventos, cosa que me aseguraba más horas de trabajo y una mejor paga.

Selene poseía unos labios “Angelina Jolie” que resaltaban en cada uno de sus coquetos mohínes y se estiraban al límite, dejando entrever su perfecta dentadura norteamericana, al reír. Me daba indicaciones con amabilidad y cuando yo terminaba las tareas, me guiñaba un ojo, me daba unas palmadas en el hombro y me decía “¡good boy!”, como le dicen los amaestradores a sus perros; sé que no lo hacía con esa intención, pero así lo sentía yo y se lo dije: me abrazó disculpándose en medio de una carcajada.

No solo era eficiente, sino además muy inteligente y hasta maquiavélica. En pocos días me enseñó los trucos básicos de la atención en las convenciones, que, a diferencia de mi barrio de infancia, donde las pobres madres callaban la insistencia de sus hijos con la frase “Cuando no hay ¡no hay!”, en los salones del hotel, a los clientes siempre se les daba lo que pedían:

“Si se acabó el café descafeinado le echas un poco de agua hirviendo al café normal y les dices que es ‘decaf’; si te piden jugo de naranja natural, le sirves el ‘lots of pulp’ de botella o le exprimes media naranja sobre su jugo de caja, dejando caer un poco de pulpa; si demora el agua filtrada, dales del grifo con hielo; si no hay cabernet sauvignon, échale una gota de amargo de angostura a la copa de merlot; échale un poco de cranberry al espumante y lo sirves como champán rosé… etc”.

No voy a negar que me divertía haciendo estas maldades, sobre todo con los clientes pesados, como la vieja maleducada que antes de retirarse me preguntó, con la mano temblorosa sobre el corazón: “¿Estás seguro de que el café que me serviste, era descafeinado?”

La pasaba guay con la carismática Selene y, de paso, practicaba el inglés afro-americano. Me confesó que se divertía mucho conmigo y que le encantaban mis observaciones patafísicas y los chistes que le contaba (a veces me costaba trabajo traducírselos del español).

En los minutos de descanso, en el comedor de empleados, Selene se sentaba a mi lado y ponía su cabeza en mi hombro, cerraba los ojos y dormitaba. Un día hicimos doble turno y las dos horas libres entre los dos eventos, la pasamos descansando en los asientos reclinados de su camioneta Kia, en un oscuro rincón de la cochera del hotel. Cuando me animé a abrazarla —sin mayores pretensiones—, Selene se me abalanzó y me sorprendió con un tremendo beso en la boca, que me mojó media cara; en ese momento sonaron las alarmas de nuestros teléfonos y tuvimos que dejar el romance y partir a la carrera hacia el salón dorado, en donde se celebraba una boda de millonarios portorriqueños.

El salón se inundó de música latina y los portorriqueños no desperdiciaban una sola nota al bailar. Selene me miraba con ojitos de coneja cada vez que pasaba por mi lado y yo empezaba a preocuparme porque no me imaginaba emparejado con una muchacha que aparentaba la mitad de mi edad y tenía un color tan llamativo como sus curvas.

A la salida, quise explicarle que nunca fue mi intención ligar con ella, pero por miedo a que se ofendiera y por lo bien que empecé sentirme entre sus brazos, preferí callar y disfrutar el empuje de sus pechos sobre mi tórax, mientras suspiraba de alivio al comprobar que el ascensor no tenía cámaras y volvía a inspirar, entrecortado, al sentir el movimiento de sus muslos halterófilos entre mis piernas…

A pesar del cansancio de los dos turnos —y de los bruscos movimientos de Selene—, estuvimos despidiéndonos más de una hora dentro de su camioneta. Nunca me habían deleitado unos labios tan carnosos, ni había sentido la feliz incomodidad de maniobrar un cuerpo más masivo que el mío; todo era tan delicioso que solo la llegada de entrometidos securities hizo que nos soltáramos y cada uno se vaya en su propio auto, aunque manejando uno detrás del otro, mientras nos decíamos cursilerías por teléfono, ella muy romántica y yo tratando de llevarlas a la broma, para no comprometerme.

Recién nos separamos en Kendall, desviándose ella hacia el norte y yo hacia el Southwest. Estaba atrapado. Sabía que no podría evitar dar el siguiente paso y rogaba que a Selene se le pasara la calentura o que todo no pase de ser un experimento de esos que suelen hacer las jóvenes para “experimentar la experiencia” de un hombre maduro.

Al día siguiente, Selene dejó su auto en el taller, para mantenimiento, y llegó al hotel en un taxi; a la salida me pidió que la llevara a su casa. Nos montamos en mi viejo Volvo y partimos hacia el Northwest.

Selene vivía en un apartamento en el segundo piso de un clásico condominio, cerca de Doral City. Me invitó a subir y al entrar nos cruzamos con su mamá —una atractiva mulata divorciada que parecía más joven que yo— y su pareja, un negro de edad indefinida y talla de basquetbolista. La señora, muy atenta, me dijo que tenía muy buenas referencias de mi persona y que me sintiera como en mi casa, que ellos se iban al cine y tardarían algunas horas en volver —parecía contenta— y que la nevera quedaba a nuestra disposición.

Me sentía extraño, por la benevolencia de la madre y porque la casa tenía tantos adornos raros que parecía estar en una sesión de vudú o en esas tiendas “todo por un dólar”, pero sobre todo por el transcurrir de los hechos, con una pareja de lo más disímil, quien —sin preguntarme nada— me había presentado como su boyfriend, haciéndome ruborizar.

Selene me cogió de la mano y me llevó a una recámara que terminó siendo el dormitorio de su madre, donde nos esperaba una cama grande, barroca, grandes espejos y una lámpara estilo Tiffany mal copiado, que botaba luces de colores, como un semáforo malogrado. Me vino un pequeño escalofrío cuando vi la cama destendida y, al echarnos, la sentí como tibiecita… por un momento traté de no moverme por miedo a encontrar alguna cosa pegajosa o algún rastro de humedad. “Espera —dijo Selene, yendo hacia el clóset— siempre quise hacerlo sobre sábanas rojas”. El alma me volvió al cuerpo cuando ayudé a Selene a quitar la ropa de cama y poner unas sábanas rojo Ferrari, que emitían un reflejo fluorescente al recibir las luces de la Tiffany guanabí, dejando la cama con la apariencia de un horno abierto fundiendo vidrio en Venecia.

Selene sacó una cajita de Trojans de la mesa de noche de su mamá y luego de maniobrar un poco me colocó —riendo— uno amarillo fosforescente; prendió su laptop y puso un CD de música romántica que comenzó con Barry White; empezó a desnudarse en un sensual strip tease, que terminó, sin previo aviso, cuando se aventó sobre mi cuerpo, sacando todo el aire de mis pulmones. Me costó unos segundos recuperarme, justo para quedar fascinado con ese par de balones de rugby que acababa de liberar su brasier. Con cierta precaución, acaricié sus cabellos, que, a pesar de tener la apariencia de esas esponjas de alambre para rascar ollas, resultaron tersos, muy suaves. Poco a poco pude desvestirme y a la vez controlar los torpes movimientos de Selene, como si la estuviera amansando, pero con masajes shiatsu en su espalda y suaves caricias en su trasero kingsize, para que se relajara un poco y dejara de aplicarme esos dolorosos besos de ventosa que me estaban dejando el pecho en la miseria, moteado, como un perro dálmata.

La piel de Selene era tan oscura como suave, salvo en el interior, entre la parte rasurada —aún más suave, muy lubricado—, donde se confundía con el Ferrari chillón de las sábanas. Nuestros cuerpos pegados reflejaban en los espejos algo así como un eclipse total del yin y el yang; no es que me crea un astro —y menos en la cama, a estas alturas— pero, además de sentir la música de “Total eclipse of your heart”, de la Tyler, que sonaba desde la Mac, las imágenes eran como siderales, artísticas, y por supuesto eróticas, al punto de elevar nuestra libido a mil (aunque los envidiosos podrían decir que más parecíamos una galleta Oreo destapada, con patas).

No sé si su fogosidad, o quizás su falta de experiencia, la hacían acelerar el trámite del evento, pero ya no solo me costaba contenerme a mí mismo, sino más bien contenerla a ella. A tanta insistencia la dejé subir y montarse sobre mi pelvis… y terminar su reguetón cuando quisiera. Entre sus gemidos infantiles y sus gritos de guerra zulú, sentí tronar tres de mis vértebras lumbares y temblar las cinco sacras —que felizmente están soldadas—, pero hubiera donado volentieri mi médula espinal, a cambio de la inmensa felicidad que me regaló Selene esa noche, a pesar de que casi me deja paralítico, la muy salvaje.

Pasamos a su cuarto, con sábanas y todo, pues notó mi temor a que llegara su mamá, —quise llevarla cargada, pero Selene pesaba lo suyo— mas me dijo que no me preocupara, que su madre era su mejor amiga y que no habría problema si me quedaba a dormir. Sacó una cajetilla de Marlboro light y un encendedor porno y me ofreció un pitillo encendido.

Mientras fumábamos desnudos y relajados, por decirle algo, le hice una pregunta que hacía días se la tenía guardada:

—Selene: aparte de ser atractiva, eficiente y muy buena chica, tú eres inteligente y tienes una gran personalidad, ¿por qué no ingresas a la universidad, sigues alguna carrera que te guste y te conviertes en una profesional de éxito, con un sueldo mucho mayor al actual?

—Es justo lo que pienso hacer, baby: voy a estudiar Administración hotelera, a partir del próximo año, cuando termine la High school.

—Pero… ¿todavía estás en la prepratoria? ¿Cuá-cuántos años tienes…?

—Voy a cumplir dieciocho dentro de dos meses, darling, ¡estás invitado!…

“Diecisiete añitos y un sencillo”, pensé, mientras se me cortaba la respiración y mi piel tomaba el color de la aspirina… Cerré los ojos y me vi capturado por la policía, mi foto con numeritos en el pecho en la portada del Miami Herald, golpeado y violado en la cárcel, preso por varios años y luego deportado, con mi nombre y mi foto en las listas de ofensores sexuales, junto con todos esos malditos enfermos, y eso, ¡si salgo vivo!

No era una broma: Selene me enseñó su driver license —que debí pedirle antes— y me dijo que no me preocupara, que ella me quería, pero no al punto de obligarme a nada; que además yo no había sido el primero… No podía creer que una muchacha tan ejecutiva, con tremendo físico y un comportamiento tan maduro, fuera todavía una menor de edad.

Los meses que siguieron fueron de los más largos de mi vida. No niego que era feliz con Selene en la intimidad, pero, a esas alturas, sus requerimientos románticos eran demasiado. Empecé a faltar al gimnasio y dejé de salir a correr en las madrugadas; el físico ya no me daba. No podía dormir por el remordimiento y sufría como novia de torero cada vez que Selene se enojaba conmigo, por miedo a que me denunciara. Tuve que “enfermarme” para no acompañarla a su fiesta de graduación (después del papelón en su cumpleaños) y hasta le sugerí que fuera con su primo más guapo, (a ver si al final todo quedaba en familia —en versión monocroma— y yo me liberaba).

Se me hacía imposible dejar a Selene. Seguía encaprichada con el romance, al extremo de hacerme escenas de celos en el trabajo y proponerme que vivamos juntos, cosa que acepté de inmediato, por miedo a contradecirla y porque me lo pidió en la cama, en medio de uno de los deliciosos infighting sorpresivos a los que me tenía acostumbrado.

Llegó un momento en que me empecé a sentir bien con la situación, tanto que no me explicaba si me estaba acostumbrando al cariño de esta muchachita o si empezaba a enamorarme de verdad, lo cual no tenía el menor sentido, ni futuro, y de hecho terminaría tristemente en una situación, por decir, distópica.

Al cuarto mes de esta aventura, estaba ya resignado y hasta feliz con mi novia exótica, novel, pero ya en edad legal para “delinquir”.

Luci, el de abajo, que no le gusta verme feliz (ni a él ni al de arriba), se aburrió del jueguito y nos envió su obsequio diabólico:

Una beca universitaria salvadora, integral, de la rama hotelera de los Estudios Disney (Disney Worldwide Services Scholarship), se llevó a Selene, con sus excelentes notas, a California, dejándome eclipsado para siempre…

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