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Crónicas ilegales: Maldades de la Chini

«Me duele una mujer en todo el cuerpo…»

—Jorge Luis Borges
Cuando vi venir a la Chini hacia la entrada de la biblioteca, con sus vaqueros apretados y su blusa setentera, pensé que era otra bella estudiante medio hippie de la FIU —Florida International University— donde me encontraba, tratando de obtener algunas clases free de cualquier cosa que me mantuviera alejado de los vicios, ya que la Magdalena no estaba para tafetanes.
Había dejado de hojear mi Guía triste de París, de Bryce, para concentrarme en automático en las curvas teiboleras de la Chini. Estaba a punto de marearme con los dibujos psicodélicos de su bien despachada pechera, cuando la Chini tropezó y dejó caer sus libros —hasta ahora jura que no fue adrede— cerca de la banca donde estaba sentado, y —obvio— me paré de un salto para ayudarla.
Para mi sorpresa, se trataba de una mujer madura, euroasiática, de atractiva cabellera negra, muy guapa y con una sonrisa juvenil.
Resultó ser catedrática de economía; nos presentamos y me dio su nombre, algo así como Mileacniyeisi o algo más impronunciable aun. Felizmente me dijo que en la facultad le decían Chini —por sus ojitos rasgados— y me colgué de ahí.
Entramos juntos a la biblioteca y, al salir, la acompañé hasta la cochera. Podría decir que fue amor a primera vista, pero la verdad es que la miré muchas veces, descubriendo cada vez mejores ángulos.
Esa misma noche nos citamos en el Railroad Blues, donde conversamos largo y tendido entre  el rumor de la gente, el sonido de los blues y las teorías de Keynes y Hayek, que, con los estragos de Camparis y Jack Daniel’s, nos hicieron terminar la discusión muy cerca del mar, en la kingsize de su apartamento, donde me di cuenta de que no solo su conversación, sino TODO lo de la Chini me gustaba.
Ella estaba de vacaciones y yo desempleado, por lo que empezamos a vernos varias veces por semana y poco a poco la Chini me fue metiendo en la vorágine de su agenda loca: squash, yoga, natación, jogging, teatro, cine, conciertos…  A mí el físico ya no me daba y llegaba a la kingsize con más ganas de dormir que de nada, pero la Chini insistía y terminaba rematándome, en una petite mort de lo más feliz.
Hasta ahí soporté como un lacedemonio,  pero la Chini empezó entonces con esa extraña manía que le daba por aumentar mis sufrimientos: un día le dije que estaba pescando una gripe, pues la garganta me dolía horrible, y, a los pocos minutos, me llevó a la playa porque se le antojó ver «la enigmática Luna, sobre el erótico mar de Miami Beach». Hacía una ventisca helada de la pitri mitri y la Chini, vestida con esas horribles blusotas hindúes con corazones y garabatos de mil colores, miraba extasiada a la Luna recitando mantras y poemas holísticos, mientras yo, en polo de manga corta, me cagaba de frío y trataba de cubrir mi garganta con mis manos, temblorosas por la terciana.
Llegamos al departamento y me preparó un té de sabe Dios qué hierbas ecológicas y me trajo unas gotas para la garganta, que me hicieron recordar a unas amarguísimas Pilka, que me daba mi mamá de niño —creo que como castigo—, pero estas eran aun más amargas y ardían como el vitriolo, a tal punto que no pude soportarlas más y las escupí sobre su alfombra egipcia.
Le arrebaté el frasquito, para leer las indicaciones y pude darme cuenta de que —quiero creer que por error— la Chini me había echado gotas de una solución para disolver los callos… Nunca olvidaré esa noche en la que casi me convierto en asesino.
Al poco rato, luego de tomar un litro de leche y un vaso de aceite de oliva, que me mantuvieron preso en el baño por tres horas, tuve que esforzarme para no empezar a putearla, primero por que soy un caballero y segundo, porque se iba a cagar de risa con mi nueva voz de soprano tiple vernacular.
Luego de un par de días sin vernos, llegué a su apartamento y le conté el terrible día que había tenido haciendo una mudanza, muy bien pagada por cierto, pero estuve diez horas seguidas cargando muebles antiguos, de esos que pesan de verdad, en una casona de tres niveles, sin ascensor. Mala idea. Se le ocurrió ir al teatro, pero como ya no íbamos a alcanzar estacionamiento, me convenció de tomar un taxi. La recarga vehicular de su zona, viernes en hora punta, hizo imposible que algún taxi se dignara a recogernos, por lo cual tuvimos que caminar más de veinte cuadras, ella recitando poemas new age y yo puteando y reputeando para mis adentros, tratando de sostener una sonrisa de refugiado, en mi rostro de bestia —de carga— apaleada.
Y la cosa se desató: un día le dije que después de tanta medicina tenía un reguetón en el estómago y me llevó, de sorpresa, a La Vaca Loca a comer carnes y pastas, con vino del más tinto. Otro, le dije que me sentía muy mal porque el azúcar se me había subido hasta el cielo de los diabéticos y, de sorpresa, me preparó uno de mis postres preferidos: un budín con dulce de leche y miel. Si me dolía la cabeza, se le antojaba enseñarme, a todo volúmen, la última maqueta de la banda de rock de sus anacrónicos amigos metaleros. Si llegaba con los ojos cansados por haber trabajado todo el día de data entry worker, me pedía que la ayudara a corregir unas tesis de sus alumnos.
Y así me tuvo casi tres meses, entre el gozo máximo de disfrutarla entre mis brazos y el miedo de contarle si me dolía cualquier parte de mi cuerpo inmigrante —por miedo a que llueva sobre mojado—, hasta que uno de esos días sufrí un pequeño accidente, pintando un edificio, y quedé con la pierna derecha medio paralizada. Al llegar —en taxi— a su depa, le conté lo sucedido y me pidió de inmediato —con ojitos llorosos y como si no me hubiera escuchado— que la acompañara a visitar a una amiga recién abandonada, que tenía tendencias suicidas, y que por favor manejara yo porque ella estaba «depre».  Como solo lo hubiera hecho Meteoro, Mad Max o James Bond, manejé lesionado su Maserati negro —con cambios mecánicos y un embrague durísimo— hasta el edificio de su amiga, que contaba con un incomodísimo parking subterráneo, donde a la segunda vuelta en bajada, rebasado por la potencia del súper auto y limitado por la inmovilidad de mi pierna, le metí al Maserati —contra el refuerzo metálico de la pared— un arañon de proa a popa, como para que lo reconocieran fácilmente entre un lote de autos arañados.
Al día siguiente, la Chini, linda como siempre, me dijo que no me preocupara, que tenía un muy buen seguro y que yo solo tendría que pagarle la franquicia: cinco mil putos dólares; todo lo que me alumbraba, todos mis ahorros para la cuota inicial de un nuevo auto pre-owned. No quedó ni para un cortadito que me estabilizara los nervios… ni para nada.
Pasaron algunos días sin vernos. Ella regresó a sus clases y yo a buscarme la vida a doble turno para recuperar lo perdido. Me había quedado hasta sin teléfono, por falta de pago, y encima me dolía un riñón.
Regresé a la biblioteca para revisar mi email y encontré una nota suya donde me decía que me extrañaba y me preguntaba si yo aún la quería.
Con la mano en el riñón, recordé parte del texto de una de las cartas que Schopenhauer  recibió de su madre y me inspiré en ella para contestarle : «te quiero mucho Chini y te deseo que seas muy pero muy feliz, pero no deseo ser testigo de esa felicidad».
Ginonzski.

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