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Comadre

                               

       Si Jimena hubiera podido, habría renunciado al caso de Julián. Los resultados de sus pesquisas habían sido nulos. Fue la segunda ocasión en que pensó declararse incompetente como detective y cerrar el negocio. Cuando su padre, Pascual Navarro, abrió la oficina de investigaciones privadas, casi toda la clientela se constituía de mujeres que sospechaban que el marido le era infiel y querían saber con quién. Los hombres que solicitaban los servicios de Navarro eran pocos, lo hacían para localizar a algún deudor fugitivo, o por la misma razón que las señoras: puesta de cuernos. Era otra época. Otros valores, y sin redes sociales.

        La poca clientela empujó a Jimena abandonar las oficinas que había heredado de su padre. Encontró un espacio de coworking en la Condesa: Comadre, se llamaba el sitio. Tenía un área de actividades vespertinas para niños de seis a doce años. Con maestras para ayudarlos a hacer las tareas. Raquel, la hija de Jimena, se sentía a gusto ahí. Nada barato ese servicio. Gracias al barrio en donde se localizaba Comadre, creyó Jimena, habría tráfico de clientes con buenos ingresos que podrían interesarse en sus oficios. No ocurrió así. Le fue imposible sufragar la renta, aunque era mucho más económica que el pago mensual por el despacho de su padre.

       Jimena instaló su oficina de investigaciones en el comedor de su departamento, seis sillas rojas y una mesa gris, rectangular y, sobre esta, una laptop y una impresora. En el otro extremo, Raquel tenía su aula virtual, cosas del confinamiento a causa de la pandemia. Otra deuda para Jimena la compra del iPad de su hija. Las ventanas daban hacia la calle, entraba ruido y luz.

       La detective no había podido investigar gran cosa sobre Julián, a pesar de que era el único caso que había recibido en los últimos meses. El muchacho no llegaba a los veinte años, era hijo de una agente de bienes raíces. La mujer, por el nivel de gastos de su hijo, sospechaba. Viajes. Largas estancias en playas del Caribe. Restoranes, de los más caros. Siempre lo invitaban, él le explicaba a su madre.

       —¿Qué estudia Julián? —necesitó saber Jimena.

       —Nada. Trabaja —respondió la madre, melena oscura, pesada, color uva en los labios delgados, mohín de preocupación, la zozobra de un mal presentimiento.

        —¿Dónde?, ¿qué hace?

       —Dice que en la Alcaldía Cuauhtémoc, jura que su trabajo no es el de estar en un asiento, que tiene que salir de la oficina.

       Julián manejaba un Audi. Prestado, le aseguró a su madre. El resto de los antecedentes del muchacho, la propia agente de bienes raíces se los había dado a la detective.

       —¿A qué le teme, señora? —Jimena hizo la pregunta con gesto profesional, pero le salió algo impostado. Eso fue cuando aún estaba en el espacio reducido pero sofisticado de Comadre: en el recibidor había orquídeas en macetas de barro, y tulipanes en floreros finlandeses y de cristal de pepita.

       —¡Ay, licenciada!, que esté metido en venta de drogas y me lo vayan a matar —la mujer se estrujó las manos.

       La madre de Julián le había anticipado a Jimena treinta y cinco mil pesos. Con ese dinero, la investigadora había estado viviendo con precariedad durante varias semanas.

      Ni en la página de Facebook ni en la cuenta de Instagram del muchacho, Jimena encontró algo que la madre no le hubiera advertido. Las búsquedas en Google nada distinto aportaron. Subcontrató a un ingeniero de sistemas. Se lo recomendaron por ser un jáquer eficaz y un buen rastreador de información en internet. Él pidió cuatro mil pesos. Dos mil quinientos de entrada. Entregaría resultados en dos días.

       —Julián tiene cuenta de Twitter, pero no la usa —informó el ingeniero.

       —¿Te tomó dos días averiguar eso? ¿Neta?

       —Dame otros dos y sin falta sabrás todo.

Al cumplirse el plazo, Jimena llamó al rastreador estelar.

—He tenido mucho trabajo, pero dame chance, Jime; en dos o tres días más, seguro te tengo información más amplia.

Puros corajes.

       A ver qué pretexto inventaba Jimena para justificar la falta de noticias a la madre de Julián, que había quedado de llamarla. Seguro no tardaría en hacerlo. Mientras cocinaba la merienda para el descanso de Raquel —quien ponía atención a ratos a las clases en línea— la detective repasó su agenda. Pedir otra prórroga para el pago de la colegiatura. Comprar plastilina granulada y el libro que pidió la maestra. Ver qué podía suprimir de la lista del súper. Las tarjetas a su límite. Lavar la ropa y casi no había detergente ni suavizante. Sonó el timbre del Whats. ¿Me llamas o te llamo?

       —¿Tienes algo nuevo y amplio? —Jimena llamó al jáquer.

       —Creo que te voy a cobrar cinco mil pesos más por la información que voy a darte. El rorro del Audi administra un sitio de pornografía infantil. Le entra un dineral. Usa PayPal y Vilmo. Ha de tener socios muy fuertes. Neta, no sé cómo le ha hecho para que alguien no lo haya denunciado. Mira, me depositas mi lana, te mando los archivos y ahí muere. Esto está muy cabrón, no quiero broncas.

       Al hilo de lo que decía el ingeniero, Jimena iba pergeñando. Le pediría a la mamá de Julián doscientos mil pesos más. Con eso resolvería un año de supervivencia y adiós a las deudas. Las razones: el caso de Julián era para la Procuraduría. Muchos delitos. Asociación delictuosa, entre otros. Cárcel segura.

       Ver destruido el futuro de un hijo, la entendía.

A callarse las dos.

Caso cerrado por doscientos mil. Jimena también era madre, debía pensar en Raquel, protegerla, garantizarle un porvenir digno, por lo menos el inmediato. Al fin y al cabo, la madre de Julián sí tenía a quién pedirle dinero.

 

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