Moscú, año 2017. Realizo uno de los descubrimientos más fascinantes: el español está de moda. Centenares de jóvenes rusos dedican gran parte de su tiempo a aprender la lengua de Cervantes. Sus motivaciones son diversas: viajes, estudios, parejas o cantar las melodías del momento.
Aquel hallazgo me confirmó que la lengua española tiene una enorme influencia y penetración en culturas totalmente ajenas.
Pero todo era un espejismo.
Dos años después de mi estancia en Moscú, en uno de mis continuos viajes a Barcelona, descubrí en una librería de viejo la obra De la literatura considerada como una forma de urticaria, del escritor cubano Carlos Alberto Montaner. El título fue como amor a primera vista, pero el primer párrafo fue como una cachetada y la mejor forma de dejar de lado aquella idea peregrina. Una pregunta bastó para hacerlo: ¿A quién le importa lo que se escriba, piense o diga en nuestra benemérita lengua?, se cuestiona el autor.
Y es verdad: ¿a quién?
Es cierto que existen más de 400 millones de hispanohablantes, que la literatura en español es fundamental en la historia, que contamos con poco más de una decena de premios Nobel de Literatura y que miles de estudiantes alrededor del mundo intentan aprender nuestro idioma. Es cierto que todo esto es mucho, pero, en el contexto mundial, es más bien poco.
Como dice también Montaner en aquel primer párrafo: el español es eso mismo, unas anotaciones al margen de otras lenguas cardinales. Reconozcamos que todo el pensamiento occidental (al que innegablemente pertenece la cultura hispana) fue creado a partir del francés, del alemán y, sobre todo en los últimos tiempos, del inglés. ¿Algunos de ustedes recibió clases de filosofía donde se hable de pensadores hispanohablantes? Pero, sobre todo, ¿que su obra haya influido de manera vital en naciones donde se habla otra lengua?
Muchas veces olvidamos que la principal vía para crear pensamiento es la lengua y que esta determina el carácter y la forma de ver el mundo y a nosotros mismos. Así que toda esa filosofía que ha influido en la construcción de nuestra cultura, para bien y para mal, ha nacido en otra lengua, es decir, en otra manera de interpretar lo que nos rodea y lo que pasa dentro de nosotros. Al final los hispanohablantes no hemos tenido más remedio que adaptarlo a nuestras palabras.
¿Qué tanto esta situación nos ha afectado a lo largo de la historia? No conozco ningún estudio al respecto. (Si alguien lo sabe, le agradecería que utilizara el espacio de comentarios para dar la referencia).
Pero no vayamos tan lejos ni nos pongamos trascendentales hablando de filosofía. Tan sólo observemos esas nuevas drogas legales que inundan el mundo entero: las redes sociales. Quizá sea el espacio donde no sólo se maltrata a la lengua española (al mismo tiempo que se le defiende, lo que es paradójico), sino que además se le desprecia. ¿Cuántos comentarios triviales se hacen en inglés? Cada día es de lo más natural leer: mood, weekend, amazing, I love you, holidays, in the beach, darling…
Pero todo esto no se hace para demostrar menos ignorancia y más conocimiento. Aunque no dudo que algunos lo piensen, porque consideran la educación como un objeto de lujo. Pero por encima de esto, el utilizar la lengua de Shakespeare tiene otro sentido. A nivel consciente quizá se aspira a una estética ligada a la fonética que el inglés ha impuesto con el tiempo. Pero hay algo más profundo, algo que desvela un cierto complejo de inferioridad y que, al escribir en inglés se intenta sacudir. Como si al hacerlo se obtuviera otro estatus. Porque si por algo se distinguen las sociedades hispanohablantes es por su clasismo congénito.
Así que, si las lenguas se midieran en clases sociales, definitivamente estaríamos al borde la pobreza. Porque cada vez que el español se desprecia, este se deprecia.
Así que seamos ociosos, algo que no nos causa mucho esfuerzo, y pensemos, algo que nos suele costar un poco más:
El inglés ocuparía, por supuesto, el primer escalafón, los angloparlantes son algo así como los ricos en lengua (y también a nivel económico, pero ese es otro tema, o no, me queda la duda). Son un poco salvajes, pero logran vender sus palabras en todo el mundo y de todas las maneras posibles. Por supuesto, cuando aquellos que ocupan escalafones inferiores no se entienden, utilizan la lengua de los potentados.
El francés es un rico venido a menos. En algún tiempo fue el amo y señor. Pero sus victorias pírricas en el campo de batalla le dejaron ciertos complejos. Hace un gran esfuerzo para volver por sus fueros. Sin duda hace todo para lograrlo, pero el inglés le come el mandado. Aunque cuenta con muchos hablantes, estos suelen utilizarlo de manera combinada con sus lenguas o dialectos de origen o lo dejan de lado por motivos religiosos. Vive continuamente frustrado.
El chino ocupa esa clase media que sabe que mientras siga produciendo hablantes, será difícil caer en la pobreza. A diferencia de los hispanohablantes, no presume de número, porque está en su naturaleza. Pero al mismo tiempo sabe que su dificultad le da un aura de misterio y prefiere vivir así que intentar contagiar a otros. Esta imagen le permite ser respetado en el mundo entero y sólo algunos valientes, más por curiosidad que por necesidad, se han adentrado en ese bosque de complejidad.
El alemán es ese clasemediero sin pretensiones. Incluso se ríe mucho de sí mismo por esos sonidos estentóreos que produce o por sus palabras kilométricas. No se preocupa por su número de hablantes ni por atraer nuevos. Vive tranquilo, a sabiendas que casi todo el pensamiento occidental, entre filosofía, psicología y ciencia, nació de sus letras.
El italiano reconoce que la pobreza puede estar cerca, pero se sabe guapo, que conserva una reputación de siglos, a pesar de provenir de un padre que dejó varios hijos regados por el mundo. Tampoco le ha interesado erigirse como el hijo legítimo. Hubo un tiempo, hace mucho, que sus literatos y artistas lo colocaron en el olimpo, pero sus vecinos se lo comieron por una cierta pereza que lo caracteriza. No le importa, sabe que sus sonidos causan suspiros y que en la ópera nadie canta como él.
El español, lo dicho, es grande y parece que gana terreno en el gran imperio del norte, donde las personas son ricas de lengua (aunque les falta educación). Sin embargo, siempre ha sido visto por los demás con un cierto desprecio y quienes lo hablan desde siempre, acomplejados, sienten lo mismo por él, así que prefieren imitar a los ricos aun sabiendo que nunca lo serán. Presume de grandeza, mientras que carece de influencia más allá de ponerse de moda en algunos lugares. El reguetón se ha convertido en su mejor embajador: con eso todo está dicho.
Y así podríamos seguir con el resto de idiomas. Y aunque este es un artículo virtual, recordemos que la brevedad es el alma del ingenio (lo decía Shakespeare, pero lo escribo en mi lengua: demos gracias a los traductores).
Quizá defender una lengua, para muchos, sea una tontería. Sin embargo, vivo en una región de España que defiende la suya con ahínco. Y no se trata de política, es defender una forma de pensar, de sentir e incluso de vivir. Quizá no sea necesario expandirla o convertirla en lengua dominante (y tal vez pienso así porque pienso en español), pero sí estoy convencido de que querer nuestra lengua, nuestras palabras, nos hará querernos más como sociedad, esa gigantesca sociedad hispanohablante que tanto amor propio le falta. Por algún lado hay que empezar, ¿no?