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     La música y los sentimientos se encuentran y entrelazan por sendas donde convergen el azar y el hado.

     Esta semana de albores invernales, por ejemplo, he estado escuchando las sinfonías de Beethoven, pues en ellas percibo una expresión musical de la intensidad y diversidad de sentimientos que me han acompañado en las últimas semanas.

     El verano pasado, poco antes de mudarse de Connecticut a Illinois, Ol’Moose y Monster me regalaron las Sinfonías Completas de Beethoven, interpretadas por la Staatskapelle Berlin bajo la dirección de Otmar Suitner, en formato de disco compacto.

     Aún conservo mi amado equipo de sonido Pioneer de hace treinta años, con su cd player, para escuchar música en los excelentes parlantes que me han acompañado de Arkansas a Pensilvania y luego a Nueva York. Por ello recibí el regalo musical de mis amigos –músico y fotógrafa, filósofo y escritora– como una bendición, intuyendo que en el momento justo escucharía las sinfonías con pathos romántico, en el espíritu del compositor alemán y los poetas ingleses Keats y Shelley.

     Así ha sido. El miércoles, por ejemplo, me desperté desanimado. Pero en los breves momentos de perecear en la cama antes de levantarme, me dije: «Vamos p’alante carajo, voy con todo a encarar el día». Me levanté. Mientras chorreaba el café recordé que en mi infancia mi papá tenía un pequeño busto de Beethoven en su oficina, en nuestra casa. Puse en el tocadiscos la novena sinfonía, la «Oda a la Alegría», desayuné y me preparé para la jornada.

     Funcionó. Disfruté la caminata a través de Prospect Park, con su follaje otoñal y el resplandor azul del lago bajo el sol matinal. Viajé en metro al campus de Brooklyn College y acometí las clases literarias, tutorías filosóficas y demás trabajo del día. En la tarde, nadé dos mil doscientos cincuenta metros en la piscina del campus con toda el alma.

     Este anochecer de viernes, en cambio, me sentía más melancólico. Busqué otro disco, con una grabación de la sonata «Claro de luna» de Beethoven, y lo puse a tocar. Recordé la última salida de la luna llena a orillas de Prospect Lake, el globo amarillo surgiendo por sobre las copas de la arboleda. Viví el momento de evocaciones.

     Pero el título de la sonata me recordó otro “Claro de luna”: la canción de los venezolanos Edward Ramírez y Rafa Pino, un poema y una maravilla melódica a la vez. Les recomiendo que la escuchen. Esta noche me cambió el ánimo. Me invadió una placidez amorosa que aún estoy disfrutando mientras escribo, con una sabrosa pilsener a mano. La letra de Pino inicia así:

Yo no te vi venir,
Tampoco te esperaba.
Me demoré en partir
Y apenas di la vuelta,
Ahí mismo estabas.

De súbita sorpresa,
Ingenua y distraída,
Tan solo al ver tus ojos
Caí en la cuenta,
Te conocía.

Me volví tu lucero
Y tú mi claro de luna.
Sin titubear,
Sin más, sin cuestionar.
Sin plan, sin razonar,
Sin un rumbo certero.

     Sin un rumbo certero, sin un hado aparente, pero con la certeza de que el camino es bueno, de que esa sorpresa no es puro azar. Es posibilidad y receptividad, casualidad y destino: como el encuentro del plenilunio en el firmamento con las aguas que reflejan su resplandor; como la convergencia de dos claros de luna, uno alemán y otro venezolano, en un tocadiscos en Brooklyn y en el oído-corazón de alguien que escucha.

 

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