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Autorretrato 1

Nací en un hogar humilde al oeste de la provincia de Buenos Aires. Tuve una educación laica aunque manchada por ramalazos de catolicismo. En la adolescencia tuve una afición temprana y corta por la militancia partidaria. Como todo joven, estaba equivocado en mis elecciones políticas y me incliné por el peronismo. En ese entonces, tenía una devoción por el jefe. Leía a Heidegger y todo lo que viniera de Alemania. Mis dioses eran Hegel, Leibniz y Fichte. Combinaba esos jeroglíficos teutones con los aforismos en prosa intrincada de Carlos Astrada, quien se ocupaba de unir el fascismo de Perón con el mito gaucho y la metafísica de Heidegger. Por ese entonces, también, era defensor del criollismo, quizás contaminado por la lógica nacionalista y fervorosa de los arrabales provincianos y porteños. Si bien siempre acompañé la defensa de ciertas mujeres –en contra del machismo peronista–, Evita ocupaba un sitio de honor. Como le pasaba a muchos jóvenes de esos años, Perón y Evita eran mis maestros de la acción. Una vez pusimos una bomba en un colegio de ricos y tuvimos la fantasía de atacar el colegio Nacional. Pero antes de esto, felizmente, el estudio de los filósofos materialistas griegos y después Lucrecio me despertaron del sueño dogmático. Hubo meses en los que dejé de salir a la calle. Solo leía y revisaba mis notas en un cuaderno Victoria tapado de dibujos de mujeres desnudas y algunos recortes de revistas que sacaba de la casa de mi viejo. Mis padres se habían separado y yo visitaba mucho a mi viejo, en un departamentito que tenía en Belgrano. Mi viejo ya se había volcado al socialismo y me proveía de material para estudiar el materialismo histórico. El viejo se reía cuando me veía, se acordaba de mi temprana militancia peronista y me decía que había sido un iluso, un romántico que no había escapado a la enfermedad de la juventud argentina. Compartíamos largas charlas de café sobre Marx, los utopistas y la literatura. Mi viejo no estaba formado en filosofía y quizás para hacerle un poco la contra es que empecé a leer a los socialistas utópicos, Bakunin y los fundadores del anarquismo. Desde esa plataforma libertaria, estaba a un paso de los filósofos cínicos y de los escépticos. Como ya era ateo, me pasaba horas discutiendo en los bares con las viejas que habían entrado tarde a estudiar en la universidad, esas viejas católicas fanáticas, defensoras del golpe de Uriburu y que se ponían cachondas cuando se burlaban de los indios y elogiaban a Roca.

 

 

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