1. He tratado a dos asesinos en serie, en realidad a un asesino en serie y a un chico encantador que cuando no se medicaba cometía errores sangrientos por los que otros morían …
Ya acabado el artículo me han corregido. Mi primer asesino no fue un asesino en serie sino un spree killer, a pesar de todas las personas que mató. Mi segundo asesino por el contrario no mató las suficientes. Aparentemente la definición técnica de un asesino en serie exige por lo menos tres muertos, causados en un plazo de tiempo.
El primero de ellos es Manny P. Hablé con él quince minutos, o menos, en una reunión de derechistas cubanos, y después quizás otras tres o cuatro veces, una vez cenamos con otros amigos. En contra de lo que la gente cree no todos los cubanos de Miami son de extrema derecha, de hecho en su inmensa mayoría son simplemente anticomunistas que en su país de origen solían votar por el Partido Auténtico o por el Partido Ortodoxo, que en raros casos siguieron a Batista, y que han sido colocados en la extrema derecha menos por sus ideas, no tan alejadas del mainstream norteamericano—que reconozcamoslo está un poco a la derecha del mainstream europeo— que por la antipatía política que inspiran a la clase supuestamente ilustrada y progresista de Europa y Norteamérica los fugitivos del paraíso castrado. Pero aún así en Miami, como en cualquier otra parte hay ultras … aquellos eran de la variedad del Nacionalista Cubano, del grupo que rodeaba a los hermanos Novo Sampol y a Felipe Rivero and company. Una vez fui a una reunión del semiclandestino Movimiento Nacionalista Cubano, con mi amigo Salas Cañizares—no se llamaba así pero era igualito al coronel batistiano de ese nombre—y un amigo común, al que llamabamos Mal, que era la abreviatura de Malvado, veterano del Nam. Sin Mal no hubiéramos cruzado palabra con aquel chico tímido, de bigote chorreado y mal corte de pelo, con una insignia de veterano en la solapa de su demasiado holgada chaqueta. Él también era veterano de los Marines. Lo primero que nos advirtió cuando empezamos a hablar de política era que no dijéramos nada peligroso ni propusiéramos nada ilegal, porque era policía de la ciudad de Sweetwater, uno de los municipios del condado de Miami-Dade. Ese era el tipo de advertencia que escuché de un par de policías activos en política en Estados Unidos y la mejor prueba de que iban de buena fe.
Hablamos de lo que se habla en estos casos, de todo y de nada, comprobamos que sentía un gran desprecio hacia los vendedores de droga—eran los primeros años del crack y numerosos consumidores de piedra no sólo quedaban cazados de por vida la primera vez que lo tomaban, sino que no era raro que murieran de sobredosis en su primera o segunda experiencia. Aquella droga aún era nueva y no se sabía muy bien cómo cocinarla … Le dije que era librero, vino varias veces por la librería, donde le apliqué el descuento de policía. Parecían irle bien las cosas. Lo primero que hace un policía del condado Miami Dade, cuando accede a cualquiera de sus cuerpos, es ganar peso: gimnasio, complejos vitamínicos… desapareció el bigote y el pelo se estiró hacia atrás, desapareciendo el ridículo flequillito con que lo habíamos conocido.
Mató nueve. Nueve que sepamos. Nueve que confesó.
O quizás más. En aquella época perdió el control sobre su vida. Hasta entonces había sido una vida calmada. Había tenido una infancia feliz, había sido boy scout y ganado todas las medallas posibles, había sido Marine, sin problema alguno. Todos sus problemas comenzaron al salir de la Academia de policía… primero puso multas a quien no debía, después le ordenaron quitarlas y, como no estaba acostumbrado a hacer trampas las hizo tan mal que lo pillaron. Después fue acusado de brutalidad, pero en aquella época de drogas en todas las esquinas el policía que no tuviera por lo menos una acusación de brutalidad es que no estaba haciendo bien su trabajo. Pronto pasó a dormir poco, a beber algo más de lo necesario.
En aquella época también montó su altar negro en el que incluyó a Gandhi, Buda y Hitler y tatuó una esvástica en el interior de la pierna de su dobermann.
Después comenzó su reinado del terror. Durante noventa y dos días mató, que sepamos, porque confesó esas muertes, a nueve personas.
Cada vez que mataba a un vendedor de crack le sacaba una foto, escribía una entrada en su diario, y después, quemaba la foto en un cenicero de mármol negro, delante de sus ídolos porque después de muerto el cuerpo quería asegurarse de que también mataba su alma. El altar estaba en la misma habitación en que estaba su colección de objetos más o menos nazis, más o menos antiguos.
Como matar narcos es una afición cara comenzó a robarlos y por eso lo pillaron.
Fue a juicio e insistió en declarar en contra del consejo de su abogado de oficio … explicó en el estrado el odio que sentía hacia los vendedores de crack, cómo en algunas ocasiones acabada la munición de su automática la había recargado y había vaciado un segundo cargador contra sus cuerpos, cómo había quemado sus almas para asegurarse de que se pudrieran en el infierno, como los vendedores de piedra eran para él tan despreciables como, por ejemplo, los banqueros y abogados judíos. Su abogado trató de alegar que Manny estaba claramente enajenado… “Miren lo que acaba de decir y yo mismo soy un abogado judío…”. M. trató de despedirlo pero el juez no se lo permitió para impedir que pudiera declararse juicio nulo, lo que por lo demás era una precaución innecesaria porque Pardo acabó su alegato pidiendo una gloriosa pena de muerte. No deseaba compartir la cárcel con la escoria de la humanidad. Él era un soldado y tenía derecho a morir como un soldado… Le condenaron a muerte el 20 de abril de 1988—el cumpleaños de Hitler—, lo que no deja de ser una broma pesada para alguien que se quiere nazi, y lo ejecutaron en noviembre de 2012, después de 24 años de espera.
4. Después del juicio nos dejó saber que no quería que contactásemos con él porque no quería causarnos problemas. Al cabo de algunos años comenzamos a escribirle, lo que era relativamente seguro porque los asesinos en serie tienen siempre clubs de fans… El de Manny era manifiestamente femenino y aparte de escribirle le llenaban la libreta de ahorros a que tienen derecho todos los presos, lo que le permitía toda clase de pequeños lujos dentro de la cárcel. A los diez años de estar encerrado no rodaba porque la celda era demasiado pequeña, después hizo dieta y comenzó a hacer flexiones hasta perder tanto peso que realmente daba miedo.
Mientras los otros condenados a muerte preparaban sus alegatos él leía…
5. Finalmente le dieron la aguja. Él hubiera preferido algo más viril, la horca, el pelotón de fusilamiento, la silla, la cámara de gas… pero le inyectaron porque la Silla eléctrica del estado de Miami, la buena y querida Old Sparky—la Vieja chispita para los que queráis una traducción—había fallado un par de veces y quemado a sus condenados en vez de electrocutarlos…
6. Después resucitó en la cultura popular. Algunos dijeron que había inspirado a Dexter Morgan, de la serie Dexter, que también es un personaje aparentemente agradable pero con secretos, que coje recuerdos de sus víctimas. Ese último detalle no quiere decir nada porque son muchos los asesinos en serie que guardan trofeos. En la tercera o cuarta temporada sí apareció un personaje más parecido a él: Miguel Prado (Manny P./Miguel Prado… ¿por qué no?) relacionado con la administración de justicia del condado que es un asesino en serie y cómplice de Dexter. Parecidos sin duda razonables, pero no lo suficiente como para justificar una demanda.
Muerto ya el Manny P. original, apareció un juego de computadora—Hotline Miami 2, Wrong Number—en que uno de los personajes que puedes interpretar se llama Manny Pardo, también conocido como el Poli o el Detective. Los creadores del juego reconocen que un personaje que se llama Manny Pardo y es un policía asesino en serie puede estar, tal vez, inspirado en un policía real que se llamó Manuel P. y fue condenado por nueve asesinatos…
7. Mi segundo asesino era Bill C. Y era un buen tío, pero sobre todo cuando se medicaba.
Yo era librero, él era bibliotecario en uno de esos grandes sistemas de bibliotecas públicas que tienen los condados norteamericanos. Plurilingüe, buen francés, ligeramente acentuado castellano, inglés de clase alta—tan alejado de los acentos y coloquialismos de los paletos del Sur—y me han dicho que un alemán más que aceptable, estaba a cargo de la división de lenguas extranjeras de su sistema de bibliotecas, era activo en su comunidad, había ayudado a organizar jornadas de conferencias con autores sudamericanos y del Caribe, y, una vez al mes, venía por Miami a visitarnos.
8. Era un hombre alto, cerca del metro noventa, en forma, vestido siempre de forma elegante, encantador en su comportamiento personal, el que una vez al mes se dejaba caer por la librería en que yo trabajaba. En su camino hacia la librería se detenía en el restaurante Versalles a comprar dos coladas de café que compartía con nosotros. Solía venir con su coche cargado de bibliotecarias que lo miraban encantadas mientras recordaban sus primeros años de profesión, cuando ellas eran más jóvenes y los bibliotecarios no tenían el físico de un quarterback de fútbol americano junto al vocabulario de un profesor de College de la Ivy League.
Durante varios años compartí con él lo que yo llamaba una amistad de librería. Ese tipo de amistades en que ignoras todo de la vida personal más común de la otra parte, pero conoces su biblioteca, aunque nunca hayas estado en su casa, porque la mitad se la has vendido tú. En que ignoras hasta su apellido pero conoces qué clase de libros le van a gustar.
9. Un mal día de 1997, la chica de la oficina, la hija del jefe, vino con cara horrorizada. La había llamado el FBI. Estaba en el marcador rápido de Bill, lo que es normal porque éramos sus mejores proveedores de libros en español, y los agentes habían comenzado a llamar a toda la gente que allí aparecía. Bill había asesinado a su ex-novia y después en vez de ir a trabajar, se había dado a la fuga. El agente del FBI advirtió a la encargada de la librería de los peligros de verse a solas con un asesino, antes de advertirla que tenía que avisar a la policía si lo veía o la llamaba. Al parecer Bill era un conquistador y todas las mujeres en su lista de marcado rápido se habían negado a creer que pudiera haber matado a nadie. La chica de la librería, no habiéndolo tratado personalmente más allá de un hola y adiós, no tuvo problema alguno en creer al FBI. Vivía en Miami y sabía que algunos de los mejores amigos de su padre habían sido coldwar warriors y estaba predispuesta a aceptar que gente amable puede hacer cosas que algunos juzgan horribles.
10. A medida que fueron pasando los días aparecieron nuevos detalles sobre el asesinato, que había sido ciertamente horrible y a martillazos. No era la primera vez que Bill mataba a una ex-novia. La primera vez había sido en Alemania, en 1978, siendo estudiante de intercambio. Allá había matado a otra estudiante norteamericana en medio de un episodio de locura. Los alemanes siguen sobrecompensando pasados excesos de su sistema judicial y penal y condenaron al enfermo mental que tan bien sabía contestar en un perfecto alemán lo que querían oir, a una condena en un psiquiátrico. Condena revisable de manera regular.
A los dos años estaba en libertad, de regreso en Estados Unidos y estudiando. Se mantuvo medicado, no tuvo ningún nuevo incidente, su madrastra y su hermana mantuvieron una justificada distancia con él, pero su padre intentó ayudarlo. La imagen que conocían las otras bibliotecarias, no era una falsa fachada. Él realmente era un hombre culto, educado, buen conversador, amable, mientras se mantenía medicado. Un revés, una ruptura, cuando no se medicaba, se traducía en una violencia que no podía controlar. El revés que disparó su violencia fue su ruptura con una novia de nacionalidad colombiana.
Se dió a la fuga y permaneció escapado durante cuatro años. Después lo detuvieron, en New York, lo juzgaron, lo condenaron y lo mandaron a la cárcel de Raiford, Florida, donde están instalados desde la década del treinta Old Sparky y el corredor de la muerte.
11. Los años pasaron y estando yo ya en España, escribiendo un libro sobre Estados Unidos, investigando sobre la pena de muerte, encontré su nombre y dirección en una base de datos. Le escribí. Mis intenciones no eran todo lo honestas que hubieran debido ser. Quería tener información de primera mano de lo que suponía estar en el corredor de la muerte. Pero el hombre que me contestó no era el asesino de una pobre chica colombiana, sino que volvía a ser el encantador caballero que había conocido en la librería, destrozando malos libros, comentando buenos libros… Y es que en la cárcel la medicación era obligatoria.
En la cárcel estaba a la vez atento y cuerdo, era capaz de comprender sus actos, que nunca intentó justificar y por los que nunca intentó culpar a la víctima, como hacen tantos otros asesinos. Era un intelectual privado de libros, de información sobre un mundo que podía comprender mejor que cualquiera de sus compañeros de galería. Pronto mis cartas pasaron de ser cuatro páginas apresuradamente escritas a mano a una veintena de páginas impresas a diez puntos y en un sólo espacio, en las que incluía artículos de la Wikipedia, críticas de la edición en línea del New Yorker, resúmenes de libros recientemente leídos, cuentos cortos de Borges o Bioy Casares, noticias del mundo de la cultura. Es increíble lo que puede caber en veinte planas de letra apretada.
12. Mantuvimos correspondencia durante años, una carta o dos al mes. En sus últimas cartas me mencionaba que una escritora de true crime estaba escribiendo sobre él y me pedía que no hablase con ella. Me fue fácil seguir ese consejo porque la escritora nunca me escribió. En su última carta me comentaba que estaba pensando en organizar un club de lectores junto a Stephan Zweig, Ernest Hemingway y Yukio Mishima… le reproché medio en broma que no incluyese ninguna mujer en la mezcla, porque soy tan poco sutil que no me di cuenta de que todos los miembros del club se habían suicidado. No pudo desilusionarse con mi falta de sutileza porque la carta en que le reprochaba la ausencia de féminas me fue devuelta ya que también él se había unido al club, tres, quizás cuatro, días antes de la fecha de su ejecución. Muerto sí, pero cuando él lo decidió.
Estoy a favor de la pena de muerte y creo que la atención y la solidaridad de la sociedad debe ir hacia las víctimas. Pero Bill nunca renunció a su culpa, nunca la negó. Nunca se escondió detrás de las palabras para culpar a sus víctimas como hacen otros novios o esposos homicidas. Lo suyo era cuestión química, un desbalance que convertía a un hombre encantador en un asesino.
Para él estaba claro que nunca podrían dejarlo en libertad, que no era posible permitir que dejase de tomar sus pastillas por error o intencionalmente. En la cárcel, medicado, hubiera podido ser, de nuevo, un miembro útil de la sociedad, otro prisson lawyer escribiendo en la biblioteca los alegatos de otros condenados menos educados, un bibliotecario que repasase las preguntas del examen de equivalencia escolar a los presos que quisieran estudiar. Creo que le hubiera sido fácil vender esa idea al panel que revisa las penas de muerte, pero de la misma manera que sabía que nunca podría salir a la calle sin poner en peligro a otras personas inocentes, sabía también que no quería vivir en la cárcel el resto de sus días. Él no pidió una muerte gloriosa como Manny Pardo, él sencillamente se suicidó e hizo de su suicidio su último acto como hombre libre.
13. Aproximadamente un año antes de morir me dijo que su padre, su hermana y su madrastra iban a pasar por Barcelona y si podía llevarles por la ciudad. Les di el mismo paseo que a tantos antiguos clientes. Los C. eran una familia de la clase media alta ilustrada de Estados Unidos, increíblemente alejados de la imagen que solemos tener del turista norteamericano. Eran callados, educados, cultos, la madrastra y la hija se llevaban tan bien como hermanas y cuidaban del padre de Bill, algo mayor que su segunda esposa. Buena gente. No hablamos de la situación de su hijo, pasamos varias horas recorriendo el casco antiguo de la ciudad. Hicieron después un libro sobre su viaje a España y me mandaron un ejemplar. La madre, me resisto a emplear el término madrastra, tan maltratado por la literatura popular, tenía un gran ojo para la fotografía.