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Amín

     Amín había entrado en el instituto dos años más tarde que yo. Era hijo de marroquí y de catalana. Tenía una sonrisa tímida que ocultaba su picardía. Acabó en el equipo de fútbol-sala de mi banda. Daba gusto verlo jugar. Era tras los partidos cuando me quedaba a solas con él. Caminábamos hasta la plaza Garrigó. Allí su familia regentaba un quiosco. Por el camino me convidaba a cubalibres y otros combinados con el dinero que sacaba de la venta de hachís o de los radiocasetes que robaba en los parkings, en contraprestación por las veces que mendigaba de mi bocadillo del desayuno. Durante sus invitaciones, me preguntaba cuáles eran las copas más selectas, y yo le enseñaba a pedir Baileys con hielo, a beber Martini con Licor 43, a tomarse un Bloody Mary. Eso era si no aparecía su padre, porque entonces lo que se terciaba era correr. Y Amín salía huyendo de los golpes y de la cojera de un hombre moreno que siempre vestía muy elegante, que siempre era muy correcto cuando te lo encontrabas, pero que al parecer tenía la mano demasiado larga. Lo detendrían años más tarde, en el ferry que une la península con Marruecos. Esta vez era él quien huía del asesinato de su mujer, la catalana que le había dado su segundo apellido a Amín. Aquello lo cambió. Encontró pareja y me cuentan que ahora tiene hijos. Deseé que nada de su padre anidara en él. Y tal vez sea así, porque se cambió el orden de los apellidos. Me lo había encontrado años antes. Me contó que no había podido entrar en la Guardia Civil después de haberse alistado en La Legión. Ya no esnifaba pegamento. Ya no se carteaba con los chavales de la plaza Garrigó que habían acabado en la cárcel. Ya no tenía aquella novia tres años mayor que él que le cuidaba como a un hijo. Seguía manteniendo la sonrisa tímida y una ternura pícara en la mirada. La misma que puso en aquel partido, contra el Chafarinas, o quizá el Alhucemas. Nombres de calles de la Trinidad, vestigios del militarismo franquista en una pista que lindaba con Ciutat Meridiana. Aquel día, Amín recibió de cara un pase raso fuerte, al pie. Metió la puntera y la pelota voló por encima. Hasta aquí no parece gran mérito. Amin mide un metro sesenta y pocos. Messi le sacaría un palmo. Pero el defensa que tenía pegado a la espalda alcanzaba bastante más. Y el balón lo superó sin dificultad. Para entonces, Amín lo había doblado con un reverso y encaraba la portería que había ignorado hasta entonces mientras la pelota bajaba de los cielos. La cazó al vuelo. Entró como un torpedo por la escuadra. Hasta los rivales le felicitaron. Fue aquella la primera ocasión en que distinguí aquella timidez y aquella picardía en su sonrisa.

 

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