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All You Need is Love

Como a las cinco de la tarde del 22 de agosto de 1968 salí muy contento para El Vedado. Por abajo, llevaba un pantalón de mecánico que mi madre había virado al revés para que pareciera mezclilla, superestrechísimo, tanto, que era un desafío lo mismo ponérselo que quitárselo. Por arriba, mi camisa azul de mangas largas, cerrada hasta el botón del cuello, herencia de un tío que pesaba más de 350 libras y que había muerto de una angina de pecho. Era una inmensa y adorada sábana que me llegaba hasta las rodillas y donde cabían, sin conflictos, tres o cuatro como yo. A falta de las inconseguibles sandalias, que hubieran sido lo máximo, ostentaba en mis pies –sin medias–, unos tenis de lona blancos, que no iban del todo mal con el conjunto. La verdad que no estaba muy peludo, porque hacía apenas un par de meses que me habían licenciado del Servicio Militar Obligatorio, pero aspiraba a estarlo muy pronto. Bajo el brazo, la revista de la Universidad de La Habana y también, desde luego, mi último libro de poemas recién mecanografiado, titulado El estridente acorde. Menciono el título no por vanidad o alarde memorístico, sino porque sé que por sí solo bastará para tener una idea bastante precisa de la calidad del contendido. Así llegué a Coppelia, compré el Juventud Rebelde y me puse a hojearlo mientras caminaba hasta la librería en los bajos del Habana Libre. Allí me quedé un rato, haciendo tiempo, curioseando las escasas novedades. Poco después volví a Coppelia y cogí una guagua para acercarme a 12 y 23. Era temprano todavía y tenía hambre así que me metí en el Tencent a ver si cazaba en la cafetería uno de los bocaditos de huevo que por entonces eran una total exquisitez. Había quedado con mi amigo Javier en vernos a las ocho para cultivarnos con lo que estuvieran poniendo en la cinemateca y después, como siempre, sentarnos en el muro del malecón a bombardearnos mutuamente con andanadas de poemas de todo tipo. En aquella época competíamos a ver quién escribía más libros semanales.

Marqué detrás de la banqueta menos concurrida –sólo había dos estoicos– y me disponía a seguir hojeando la cartelera del periódico, cuando veo a mi madre que se me acerca sonriente arrastrando de una mano a mi hermana Acela, entonces de nueve años. Estaba contenta mi madre –el día anterior había sido su cumpleaños y venía de casa de mi abuela María, que vivía en 4 entre 23 y 21, con su regalito: un espectacular budín de pan–, y conversamos mientras esperábamos. Una hora más tarde salí, dejándolas ya sentadas. Recuerdo que me alejé sin volver el rostro. No la miré, recuerdo vivamente ese detalle. Simplemente me fui, brinqué la calle y me senté en los escalones de la cinemateca a esperar a mi amigo Javier. Después de todo, pensaba, a las doce a más tardar estaría de vuelta en casa y allí me la encontraría sentada en su sillón, aguardándome. No podía pasarme por la mente lo que ocurriría un par de horas después.

Casi enseguida llegó Javier. Venía matador con una camisa de mangas cortas del rojo más chillón que hubiera visto en mi vida. Era un camisón, enorme, desde luego, que llevaba por dentro, con todos los botones desabrochados como era de rigor, y que le hacía un globo alrededor de la cintura. Por momentos, asomaba el grueso cinturón de cuero de más de una cuarta de ancho con su hebilla plateada. Sus pitusas eran auténticos –con zípers en los bajos, sin los cuales hubiera sido absolutamente imposible empotrárselos–, como auténticos eran sus botines cañeros. El pelo lacio, dorado con agua oxigenada, peinado a lo Príncipe Valiente, encuadraba una sonrisa de oreja a oreja. Me señaló el amenazador cartapacio que portaba bajo el sobaco.

No recuerdo la película que vimos ese día, creo que fue un clásico norteamericano del cine negro. Cuando salimos había un gentío en la puerta; allí siempre uno encontraba amigos y conocidos, y se ponía a conversar.

Oye, me dijo Javier, la gente va para la embajada de Checoslovaquia a protestar por la invasión de los bolos.

Miré hacia todos lados y lo mismo junto a la pizzería, que en La Pelota, que por el MarInit de la esquina, se veían grupos de muchachos, más de lo normal, moviéndose hacia la calle 12. Brincamos 23 de lo más embullados cantando a dúo All you need is love, pero no habíamos caminado ni diez metros cuando un escaparate con patas me dio un empujón separándome de mi amigo. ¿Y qué mi socio?, me dijo el traste mientras me mantenía una de sus mandarrias sobre los hombros. Yo intenté zafarme violentamente. Tranquilo, que te conviene. Lo que tienes detrás es un mundo, me dijo sonriendo mientras me comprimía, inmovilizándome. Sentí en la nuca un escalofrío que me bajó por toda la columna vertebral, hasta ahí mismo. Traté de ver qué estaba pasando con Javier pero el yeti me lo impedía. A rastras me llevó por 12 hasta una especie de oscuro portal abandonado y me aplastó contra una pared, dos perros aparecieron de la nada y uno por cada lado me levantaron los brazos, fundiéndolos contra el áspero muro. El escaparate empezó a registrarme, metiéndome las pezuñas por todos lados. Si no hubiese sido porque temblaba de arriba abajo, seguro me hubiera dado cosquillas. Soy –o era– muy cosquilloso. No podía gritar ni quejarme porque no me salía voz. Enseguida un auto parqueó estrepitosamente frente a nosotros y a empujones me sentaron en el asiento de atrás entre los dos perros amaestrados. El escaparate, estilo imperio, se acomodó delante, junto al chofer.

Pregunté qué pasaba y para dónde me llevaban. Los que estaban a mi lado por respuesta comenzaron a interrogarme, qué yo hacía, si estudiaba o trabajaba. Dije que me había acabado de desmovilizar del ejército y que estudiaba en el Pre de la Víbora. ¿Y tú conoces la historia de los mártires del Pre de la Víbora? me preguntó el cromañón. Se hizo un silencio largo. Después agregó: pues la vas a aprender en Villa Marista, que para allá vamos.

Entramos por uno de los portones. El movimiento de carros y muchachos era alucinante. Todo había que hacerlo corriendo, como si hubiera un fuego o una alarma general de combate. Así me sacaron del carro, halándome por el cuello de la camisa. Los rostros y los cuerpos pasaban en tropel a mi lado. Yo, cada vez más aterrorizado, no atinaba a nada. Apenas distinguía como golpes de sombras y luces sobre mi cara. De pronto me pararon frente a un mostrador, había muchachos sentados en unas sillas y esbirros uniformados y de civil que entraban y salían conduciendo más pepillos. Uno de los uniformados que estaba del otro lado del mostrador me ordenó que vaciara mis bolsillos y me quitara el cinto. Lo hice lo más rápido que pude. Después me mandaron a desnudar completamente y tuve que sentarme en el suelo para poder sacarme el pantalón. Dos perros a mi lado revisaron minuciosamente toda la ropa, incluidos el calzoncillo, y el interior de mis tenis de lona.  Me sentía ridículo, de pie, desnudo, la ropa a un lado, la gente pasando, mientras el perro uniformado llenaba unas tarjetas con mis datos. Yo miraba la carpeta con mis problemáticos –aunque horrendos– poemas debajo de la revista de la universidad y el periódico, junto al cinto, la cartera, algunas monedas sueltas, mis cigarros, los fósforos Chispa, un bolígrafo y la llave de la casa.  No me mandaron a vestir hasta que no terminaron con el papeleo. Todas mis pertenencias las metieron en un sobre manila.

Otro de los perros uniformados me condujo por un corredor, dándome gritos de que me apurara y que no mirara hacia los lados, hasta un salón lleno de extrañas miniceldas. No sé bien cómo describir aquello. Eran varios pasillos mínimos llenos de estrechos cubículos separados por planchas de concreto. No tenían puertas y entre plancha y plancha había una transversal que servía más o menos de asiento. Digo más o menos porque la plancha transversal era muy lisa y tenía una inclinación que obligaba a mantener las piernas firmes para no deslizarse hasta el suelo. Las planchas laterales y la del fondo estaban recubiertas de un corrugado de cemento al que era imposible recostarse porque hincaba como si tuviera clavos. En cada pasillo un esbirro se paseaba a lo largo golpeando las paredes y advirtiéndonos que no podíamos ni hablar ni cerrar los ojos. Me habían quitado el reloj y no sabía qué hora era.  Un muchacho empezó a llamar al guardia, quiero ir al baño, gritaba. Casi de inmediato, escuché un ruido espantoso en lo que creí sería la celda de al lado. Eran golpes secos, casi rítmicos. Enseguida vino el guardia. Date más duro que todavía no te has sacado sangre, dijo. Aprovechando que estaba cerca  grité que quería ir al baño. No me hizo caso y volví a gritar. Entonces vi las botas y levanté la cabeza. Camina rápido y con la vista al frente, berreó. Me levanté y fui pasando la hilera de casetas, todas estaban ocupadas por muchachos que me miraban nerviosos. Javier no estaba entre ellos. Al final del pasillo había un grifo. Orina ahí, gritó el perro. Sin pedir permiso, abrí la pila, tomé agua y después intenté orinar. El guardia observaba todos mis movimientos y constantemente me gritaba que no levantara la cabeza. Tuve que concentrarme para poder orinar.

Cuando me llamaron por primera vez, después de conducirme al trote por un laberinto de corredores, me dejaron solo en una oficina vacía. Me quedé de pie frente a un buró sin saber qué hacer. Sólo pensaba en mi madre, en por qué no volví el rostro cuando salía del Tencent y en que, seguramente, estaría preocupada ya por mi tardanza. De pronto se abrió una puerta que yo no había visto y entró un oficial. El uniforme era de un verde distinto, más brillante, y con muchos bolsillos con zípers. Estuvo un rato sin hablar revisando un folder lleno de papeles. Empezó preguntándome cómo se llamaba la banda a la que pertenecía, aclarándome que ya mi amigo había hablado y que era mejor que le dijera toda la verdad. Enumeró un montón de nombres comiquísimos, que en mi vida había oído. Creo que me sonreí con alguno, porque la bestia montó en cólera y se puso a dar trompadas sobre el buró hasta que entraron dos guardias que me sacaron a empellones y me regresaron a mi minicelda, por otro camino más intrincado aún que el anterior. Lo operación se repitió muchas veces, a un ritmo enloquecido.  Lo mismo pasaba un tiempo interminable entre uno y otro interrogatorio, que no habían acabado de depositarme en mi cubículo y ya me estaban recogiendo de nuevo. En el camino, si de pronto se escuchaba un silbato, me lanzaban contra la pared hasta que pasaba la troika con algún detenido. Al parecer, no querían que nos viéramos. No siempre era el mismo oficial, se turnaban para descansar, comer o para  dormir. Uno me dijo que yo era de los cabecillas de una “banda de hippies” llamada “Los chicos de la flor” y quería que detallara las actividades contrarrevolucionarias de la misma. Se me caía la lengua diciéndole que yo no pertenecía a ninguna banda, que vestía así porque era la moda. Eso lo ponía peor y enfurecido despotricaba contra la “música yanqui” –todo lo que sonora en inglés empezando por los Beatles que, desde luego, estaban en la clandestinidad–, que era “diversionismo ideológico y blandenguería burguesa”.

En una de las llamadas me hicieron llenar una hoja de arriba abajo con mi firma. Sólo al final me hablaron de la manifestación frente a la embajada de Checoslovaquia. Querían saberlo todo, pero yo no sabía nada, tenía los nervios destrozados y estaba que me caía de hambre y sueño. Prometí que en cuanto llegara a mi casa quemaría en el patio aquella ropa maldita.

Cuando estaba en la jaula pensaba en mi casa, en mi madre, tenía mucho miedo y no sabía qué iba a pasar. Repasaba mentalmente todos los poemas de mi libro incautado, inventando justificaciones para los más problemáticos, aunque en aquella época estaba en una onda entre sicodélica y experimental nada fácil. La mayoría de las veces ni siquiera el título orientaba sobre el contenido o significado del poema. En los mejores copiaba al Vallejo de Trilce o al Huidobro de Altazor sin el menor recato. No obstante, me preocupaba que tuvieran mi libro. Repartieron bandejas grasosas con una bola de espaguetis hervidos. Alguien protestó y lo desaparecieron. Constantemente nos amenazaban diciéndonos que no habíamos visto nada aún.

No sé a los cuántos días nos ordenaron que saliéramos de las celdas y nos acostáramos en el piso. En susurros nos preguntábamos unos a los otros sobre el lugar de la detención y otros detalles relacionados. Todo indicaba que la recogida esta vez había sido en grande. Circulaba una colilla de cigarro. La luz no se apagó nunca. Me quedé dormido sobre el cemento.

***

Al final nos fueron llamando en pequeños grupos para un salón. Allí un esbirro nos amenazó por última vez. Ya todos ustedes están fichados, la próxima van directo para una granja en Camagüey por cuatro años. Era ya “la peligrosidad” mucho antes de que la inventaran. Nos fueron montando en los carros y repartiendo por toda La Habana. Yo tuve suerte, pues me dejaron en la Avenida de Acosta, relativamente cerca de mi casa. Era de noche pero no sabía qué día de la semana ni cuántos llevaba desaparecido para mi familia. Después me enteré que mi madre había visitado las estaciones de policía, los hospitales, la morgue. Y que cuando salió en Juventud Rebelde la noticia de la enorme recogida que se había realizado en La Habana fue a buscarme a Villa Marista.  Le dijeron que yo no estaba allí. También me enteré del espeluznante discurso televisivo del 23 de agosto justificando la invasión.

A Javier no lo volví a ver. Ahora estaba en la calle, llevaba bajo el brazo mi libro de poemas, la revista de la Universidad de La Habana y el periódico del día que me secuestraron. Todavía sentía un sudor frío recordando los minutos finales, cuando el esbirro, del otro lado del mostrador, abrió el sobre manila y brevemente hojeó mi libro de poemas, antes de entregarme mis pertenencias. Los imbéciles nunca se dieron cuenta de lo que tuvieron en la mano. Ahora estaba libre, deseoso de llegar a mi casa. La noche era linda y abigarrada de luces; al menos, así se me antojó. Iba casi contento, casi saltando, pensando en lo difícil que sería conseguir un par de zípers para los bajos del pantalón y tarareando, entre dientes, All you need is love.

 

 

 

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