Las primeras casas en caer fueron las del lado norte del pueblo. Se desmoronaron en un estrépito de terrones húmedos en medio de la mañana sin más consecuencias que el poco de polvo y las risas de unos niños que no dejaron de jugar.
Los habitantes de las casas derrumbadas seguían en sus labores como si nada hubiera sucedido. Por un milagro que no comprendía, no habían sido heridos, ni siquiera rozados por algún pedazo de techo: y las mujeres seguían cocinando sobre las chimeneas deshechas, y los maridos fumaban tranquilos sin hacer caso de las llamas ni los escombros.
Se asustó. No por el inminente cataclismo, si no por la indiferencia demencial que demostraban sus vecinos. Algo se estaba gestando; caminó hacia un hombre familiar que leía tranquilamente el diario, arrellanado en la butaca de la sala expuesta de la casa más cercana, para zarandearlo, para preguntarle, cuando sintió un estruendo lejano, medio siniestro, y se dirigió al otro lado del pueblo a paso rápido para observar la marcha de los acontecimientos.
A medida que avanzaba, una oleada de derrumbes acompañaba su camino. A ambos lados de la calle principal solo quedaban dos edificios y se inquietó mucho más cuando comprendió que si seguía caminando los derrumbes lo perseguirían. Creyó darse cuenta cuando paró de improvisto y la mitad de la casita blanca del carpintero quedó intacta, mientras el resto yacía en un círculo de ruinas tétricas. Algunos pedazos habían quedado suspendidos ridículamente en el espacio como si una mano invisible los aguantara.
Para comprobar su teoría, tomó por una callejuela adyacente a toda velocidad, tapándose los ojos y el eco del estruendo lo siguió hasta cesar justo a ambos lados de su cabeza. No supo qué hacer y miró hacia arriba.
Una bandada de pájaros burlones pasaba entre chillidos, recortados sobre un cielazo azul sin nubes despampanante. Observó su vuelo y deseó ser uno de ellos, irse, desaparecer, abandonar, emigrar en cualquier dirección. Lejos, donde no pudiera destruir nada. «Aquí no me queda nada», se dijo, abrió con sorpresa un par de magníficas alas oscuras que le habían brotado en la espalda y se lanzó a volar hacia el infinito.
Entonces, en medio del ascenso, sintió un peso, un lastre que lo hizo mirar hacia abajo: el pueblo entero giraba, arrancado del suelo, levantado hasta convertirse en un tornado de calles, gentes y casas que lo seguía, obediente, como la cola de un cometa pegada a sus talones.