La familia de Astor cena en una calle de Manhattan. Están todos: el matrimonio y los dos hijos. Suena el teléfono. Atiende Dedée, la esposa. Le hace una seña con la cabeza. Astor separa un bocado y no lo traga. Tiene la boca abierta. Pide disculpas. Dedée y los hijos se miran. Astor corre la silla. Tiene la cabeza baja. Camina a la pieza, solo. Los otros lo siguen con la mirada. El silencio es lo único que se escucha.
Astor se encierra y lanza el primer sollozo. Agarra el bandoneón. Los sonidos inundan la pieza. Los cuerpos anonadados de la esposa y de los hijos siguen en el living. Astor toca solo. La música es una exhalación, una queja furiosa y recorre la casa como un fantasma diurno, como un viento suave y triste que envuelve cada rincón. Dedée y los hijos siguen en el living y escuchan que el viejo bandoneón de Astor repite esa melodía. Estupefactos, se quedan ahí. Astor llora, como un chico. Afuera, el vértigo de las calles es una rueda de Sísifo. La música infinita se mezcla con la fatigada existencia exterior. La ciudad espera. La melodía de Astor sigue. El cuerpo muerto de Nonino, el padre, se pudre en una calle de Buenos Aires. Y la música ciega y bella rueda por Manhattan y nadie la oye. Y a la vez todos la oyen. “Adiós Nonino” suena en la cabeza de Piazzolla, como hoy suena en las veredas y en los barrios, en cada rincón.