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Adelanto de «Los lugares verdaderos», la última novela de Gastón García Marinozzi.

Mañana

1.

     Al cabo de un tiempo, un matrimonio es una sucesión de listas. De los buenos momentos, de las cosas malas, de los viajes y de las fotografías, de canciones, de comidas,  de dietas, de números de teléfonos, de los tuyos y los míos, de casas para alquilar, de hipotecas, de coches para comprar,  de invitados a la fiesta, de bancos donde ahorrar un poco de dinero, de gastos divididos (de manera detallada: uno paga la luz, el gas, la señora de la limpieza; el otro internet, el agua, el seguro del auto). Una lista de nombres para los hijos, la lista del supermercado. Una lista de libros y de discos, los tuyos y los míos. Una lista para las vacaciones. Otra para el futuro. Una lista de las veces que quisimos decirnos adiós y otra lista de las veces que decidimos disimular y volvernos a decir que esto iba a ser para siempre. Una lista de los lugares del mundo donde podríamos pasar la vejez de la mano, una lista de canciones para el funeral. Una lista de los muebles, cuál se queda cada uno, una lista  de empresas de mudanza. Una lista de abogados. Una lista de las listas tuyas y otra lista de las mías. Una lista que una todas las demás.

      Son las cuatro de la mañana y un sucedáneo de listas despierta a Pedro que, con una oreja aún hundida en la almohada y entre las sombras de la noche, observa el pelo revuelto de Ana que duerme a su lado. De los quince años que llevan juntos, Pedro Ruiz puede buscar y encontrar, entre las trampas de la memoria, el cansancio y el olvido, otra lista con las escenas de amor, pasión y compasión, que son, piensa, de las mejores cosas que tiene en común con Ana. Algunas no han sobrevivido al tiempo, pero otras siguen impolutas al paso de los años. La lista del amor que nunca se acaba. La lista de la resistencia de la vida: alguna canción en el piano, las veces que duermen abrazados guarecidos de la lluvia del verano, los juegos en el sillón, las noches en las que se extrañan. Las veces que se excita, piensa Pedro, las veces que el mundo depende de su ausencia fugaz. O cuando se despierta de madrugada, como ahora, y vaga por la casa. De alguna manera, lo sabe Pedro, esa es la mejor parte de lo que es ahora este matrimonio, lo que sucede cada vez que Ana existe solo en su mente, cuando ella se va por un rato de la casa, tal vez por un café, acaso a comprar algo, o tiene función, y puede masturbarse tranquilo. Cada día Pedro Ruiz se despierta a las cuatro de la madrugada. Su jornada empieza un poco más tarde: la primera clase la tiene a las siete, así que le bastaría con levantarse un hora antes para llegar a buen horario al club. Pero a las cuatro de la madrugada, cada día, sea martes, miércoles o domingo, Pedro salta de la cama. Siempre. Deambula un rato, piensa en cualquier tipo de cuestiones. Últimamente todo tiene que ver con Ana. Con Ana y con él. Pasea unos minutos por la amplia casa, va al baño, y se vuelve  a dormir.

     Hay un reloj, piensa Pedro, que salta en medio de los sueños como si quisiera recordarle que nada tiene mucho sentido, y que la realidad es esta, que le dice que no se deje llevar por los engaños de las sirenas del mar de la noche. Que la parte más ridícula de contar una historia es el comienzo, como en una película, un libro, como el día. Empezar el día de madrugada, temeroso, pero también con el alivio de liberar la vejiga.

      Pedro despierta súbito, como si sonara una alarma que marca el fin de algo que acaba de caducar, o de morir. Observa a Ana, el pelo, su cabeza volteada y el suave ronquido de un incipiente resfrío. Sale de la cama. Algo de nosotros muere cada noche, se dice. Lo sabe. Solo que no lo percibimos, se dice a sí mismo, y seguimos viviendo con estos restos de nosotros, como dos ballenas muertas flotando en el océano, como el muerto en el cajón, en nuestro propio cuerpo. Como los muertos malolientes de nuestras relaciones, piensa. Que cargamos, los llevamos al cine, al teatro, convivimos con ellos e incluso los sentamos a la mesa de nuestros últimos aniversarios.

     Todo amanecer conlleva un corazón que late. Cualquier historia de amor tiene, como el alba, un núcleo que encuentra su palpitar en una pregunta que le da sentido. Responder esa pregunta da razón y vida a ese amor.

      El último día, sin embargo, en ese centro un órgano late lento, carrasposo, con un pulso de campanas herrumbradas, de motor silente. El amor muere a la manera de las ballenas, en silencio, poco a poco, aplastado por su propio peso, encallado en una playa lejana, irreconocible, en una noche triste de invierno.

      Así como la escasa luz confunde noche y día, hay un momento del amor en el que no se diferencia de una enorme montaña de carne y huesos y dientes tirada al borde del mar. O dos montañas, una para cada quien. Yace en el próximo olvido, imposibilitado de regresar al agua. Las ballenas extraviadas arrastradas al estuario del final, sangrando por las heridas, dispuestas a explotar y expulsar toda la basura convulsionada de su interior.

     ¿Qué preguntas pueden responder dos ballenas a punto morir? ¿Qué respuestas tienen los amantes, a la hora de las despedidas?

     Ahora, levantado en medio de la oscuridad de la noche y del frío del invierno, recuerda una obra de teatro que vieron hace un par de años, un monólogo de una mujer en la madrugada. Ana tiene unos cuadernillos donde enlista las películas que ven, las obras de teatro a las que van, las exposiciones que visitan. Pega los folletos de los museos, anota el título, la fecha, datos cualesquiera, quién la dirige, quién actúa. No suele calificarlas a no ser que les encante. Y el comentario suele ser así de simple y cómplice y en plural:  nos encantó. En plural y en pasado, en pasado y en plural, como hablan todas las parejas a punto de la implosión.

     Hay suficientes pinturas, cine y teatro anotados en  varias libretitas acumuladas en quince años. Aquella obra se llamaba 4.48 Psicosis, recuerda Pedro más o menos a la misma hora, minutos más, minutos menos, y el título refiere a la hora pico de llamadas telefónicas a los centros de atención al suicida en Inglaterra.

     Esa hora, esta hora de la madrugada es, según las estadísticas, el momento cúlmine de la desesperación, el de los gritos de ayuda de quienes pueden gritarlo, o el suspiro de despedida para quien no puede agarrar el teléfono.

     Explican los especialistas, que a partir de las cuatro de la mañana, dejan de hacer efecto las benzodiazepinas que se engulle la gente para dormir. La mente salta como una alarma atormentada y de pronto se topa, en la oscuridad  de la noche, quién sabe si sin nada, pero al menos sin nada que le haga sentido. En la libreta de películas y obras de teatro de Ana calificó a 4.48 con un Nos encantó. Cuando leyeron la reseña en el periódico, se enteraron que la autora de ese monólogo se había suicidado, y que esa obra quería ser un último grito de auxilio.

      Piensa Pedro todo esto ahora que son las cuatro y pico de la madrugada, cuatro y cuarto, o cuatro y cuarenta y ocho, no lo sabe bien porque no necesita consultar el reloj. Cuando se despierta, como lo hace cada día, no lo hace abrumado. Él no toma benzodiazepinas ni nada similar. Despierta así cada día. No es algo que le preocupe, no hay gritos ni desesperación, piensa Pedro, pero hoy, justo hoy, tiene el recuerdo de esa obra de teatro, pero sabe que no es más que una evocación de un recuerdo bastante grato, hermoso, diría Pedro.

      Esas salidas con Ana, ese tiempo juntos, y en especial, recuerda ahora, la puesta en escena y la actuación de la actriz, les parecieron sobresalientes. Les encantó, como dijo Ana, en plural, a los dos, en pasado, Nos encantó.

     Pedro cree que esta manera de despertarse así, de repente, sin aviso, sobre todo de esta manera y lo que piensa esta noche, es la alarma de algo que está dejando de funcionar, una batería a punto de desfallecer. Vamos, se dice Pedro, mientras se toca la barba de pocos días, esta vez no puede ser como siempre. Estas cuatro de la mañana no son las mismas de todos estos años.

   Ahora mismo, Pedro siente una nostalgia también inmediata, pero que también inmediatamente se difuma. Así cada noche. La exactitud del reloj dentro suyo. Y cuando salta, porque él salta de la cama, se eyecta, y ve la oscuridad como un manto sobre todos ellos, estira la mano para tocar el cuerpo de Ana, con todo el esfuerzo del mundo por no despertarla, como si acariciara las trizas de un pájaro herido.

      La toca con las yemas de los dedos. Comienza por el muslo, sube por la cintura y recorre parte de la espalda hasta el hombro. Le da un beso suave y por fin se levanta. Así es su despertar a las cuatro de la mañana, cada día. Un susto, una nostalgia, el amor de Ana, el recuento de los muertos, la oscuridad de la casa, la respiración rasposa del perro a los pies de la cama. Se levanta, va al baño y regresa, se tapa con el edredón y duerme, no sé si feliz, porque a él y a la gente les gusta poco esa palabra, no sabe por qué, pero sí contento, o al menos puede decir que sosegado en la virtud de la calma.

      En esos momentos, cada vez Pedro recorre los veintisiete pasos que separan la habitación de su baño, que no es el de Ana, porque el de ella da a la habitación. Observa cómo lo mira el perro, fastidiado por haberlo despertado. No es hora de comer, le dice. Alcanza a ver por las ventanas del pasillo de arriba las luces encendidas en la planta baja. Una noche como esta, es una noche oscura y fría, pero la escalera se ilumina con el tintinear de las lucecitas de colores del árbol de Navidad. Pedro mea, sacude el pene y antes de guardarlo dentro del piyama, lo observa y lo sostiene y lo menea un rato, esperando que surja una erección. Pero no. Baja a la cocina por un vaso de agua. Escucha que el perro bosteza, se estira. Ana no se inmuta.

      En la sala mira el piano iluminándose en la intermiten-cia de las luces de las fiestas, que en un destello fugaz cubre de una verbena tímida pero falsa, no solo a este piano, y a toda la historia de ese piano en esta casa, sino también esos focos rojos que al encenderse y apagarse, junto a los verdes, los azules y por supuesto los blancos, hacen aparecer, y de pronto desaparecer, la escena de la casa y las cuatro paredes de la sala: las fotos de los viajes, los sillones hechos para el abrazo, el florero roto, y las pilas de cajas de discos, de libros, todo listo para la mudanza.

     Antes de volver a la cama, a su lado que ahora ocupa el perro, apaga las luces del árbol. Oye fuera un viento suave, pero que sabe helado. Como la respiración resfriada de Ana. Tendremos un día largo, piensa Pedro. Los 24 de diciembre siempre son largos, lo sabe. Esta noche es Noche-buena, y mañana cumple años. Cuarenta años. En un rato se irá a dar clases, luego al aeropuerto a buscar a una amiga.

      Al mediodía verá a su padre. Luego, Ana irá al super, prepararán algo para llevar a la cena, enfriarán las botellas recién compradas, manejarán dos horas hasta la casa del mar y todas esas cosas, y en algún momento, piensa Pedro, teme Pedro, se tendrán que mirar a los ojos, Ana y él. Ana y Pedro se mirarán a los ojos, harán un repaso de amor y despedida y tal vez se den la mano, un beso, un abrazo, para decirse adiós para siempre, en unas horas, en la última noche buena juntos.

      En unas horas Ana saldrá, y Pedro se masturbará como lo hace cada vez que ella no está. Imaginará que acaba en su vientre. Se jalará con fuerzas en el lavamanos del baño de abajo, escuchará cuando ella llegue, se estacione en el garaje, baje las compras, cierre la puerta con un golpe de cadera, y ponga la alarma, mientras hable por teléfono con no sabe quién. Él recogerá las gotas con papel higiénico y se limpiará con agua y jabón antes de salir, y la saludará, aunque ella no lo escuche porque llevará los auriculares del teléfono puestos.

      Dejará las bolsas del súper al lado de las cajas de la mudanza, las abandonará en el suelo junto a este territorio que no ocupan desde hace días, donde pusieron el árbol de Navidad, como cuando en la guerra se planta una bandera blanca en medio de un paisaje derruido, y que con su presencia, con sus lucecitas que se prenden y que se apagan, transmutó ese espacio de sus vidas. Ese espacio de la casa, la entrada, que en estos momentos se convierte en el pórtico de las despedidas.

      Nadie sabe qué hacer con la presencia del árbol en la noche del adiós. Es como tener una ballena entre los muebles. Nadie sabe qué hacer con el amor cuando se acaba. El amor cuando se acaba, piensa Pedro, es como una ballena en la sala: nadie sabe qué hacer con eso. 

      Ana dejará las llaves sobre el piano, y seguirá escaleras arriba hacia las habitaciones. No lo saludará, acaso porque no lo ve o porque estará demasiado concentrada en su conversación. Mirará las cajas, ella subirá corriendo sin siquiera mirarlo, y él que se apurará para verla de atrás, por esa falda apretada, corta, que se pone hoy, y esas medias gruesas de color verde, que le marcan las piernas, que aún le fascina, como la primera vez que la vio hace casi veinte años, tanta vida, entrando a una fiesta, y esa fascinación que sobrevivió a todo el fracaso de su matrimonio, que pervive día a día a lo largo de los años, sosteniéndose endeble como torres de cajas de cartón de libros olvidados. Ana pasará a su lado y la olerá y la sentirá y escuchará hasta las partículas del aire que rompe a su paso.

      Pedro observará que ella compró algo de verduras, dos botellas de champaña, y un postre de merengues para llevar esta noche a la casa del mar, donde convocaron al grupo de amigos para celebrar por última vez, juntos, la Nochebuena y su cumpleaños. Lo de celebrar el cumpleaños es algo relativo, porque nada se superpone a la cena de Navidad. A la hora de los presentes, nadie sacará un segundo regalo para desearle feliz cumple, será, como siempre ha sido des-de hace treinta y nueve años, una secuela imprevista, casi indeseada, de la otra gran fiesta.

     Su madre siempre contaba, cuando alguien aludía a que también es el cumpleaños de Pedro, lo hizo cada año de los últimos treinta y ocho años, que aquella noche en la que nació Pedro fue una noche horrible, que les arruinó una cena de Navidad muy especial.

      Durante algún momento de este 24 de diciembre, Pedro, recién masturbado, mientras Ana habla por teléfono en la parte de arriba, sacará el helado de la bolsa del súper y lo guardará en el freezer. De las demás bolsas sobresaldrán los picos de las botellas y el tronco de un apio que se inclinará sobre la caja de libros que forma una torre pequeña y descuadrada. Todas parecen tumbadas, descuidadas, y a su manera, de ahí la palabra que se le ocurre a Pedro, se parecen a las tumbas abandonadas de un cementerio cerrado.

      Ana seguirá al celular por un largo rato, celebrando lo que parece ser un chiste o al menos algo muy gracioso que le dicen del otro lado, porque su risa será estruendosa y hará ladrar al perro. Porque a veces ella se ríe así, y a pesar de todo era él, pensará Pedro, el que a veces la hacía reír de esa manera. 

      Por la tarde, observará Pedro las cajas, el árbol, la ballena, el amor, como observa ahora en la madrugada a su alrededor antes de volver a la cama. Son varias cajas que forman tres o cuatro torres débiles con la primera parte de la mitad de una biblioteca, la suya, que desde hace dos días va amputándose libro a libro, acomodados de uno en uno y en orden alfabético en cajas, que conforman una lista de lista de autores y títulos que llevan escrito en rojo sobre la tapa de cartón, según corresponda, las letras y los números 1/A 2/B1, 3/B2, 4/C, 3/D y así hasta llegar a las última torre. De la caja de la T, entreabierta, sobresale el catálogo de la exposición de Turner en el Prado, que ahora Pedro no se atreve a abrir, pero acaricia el lomo y observa las luces de la noche fagocitando un barco que se pierde en el mar. El cuadro se llama Peace, a pesar de las aguas bravas de cualquier madrugada. Pedro encuentra ahora otro libro, uno de los que leyeron juntos hace algunos años, pero ahora no se acuerda de qué se trata, porque él nunca recuerda los libros que lee, ni las películas, ni las obras de teatro que ven juntos. Esta la razón por la que Ana empezó a llenar cuadernillos con listas.

      Sin embargo, no olvida, eso sí que no olvida, los momentos con Ana en los que leían o veían la tele o hacían cualquier cosa, unos pegados al otro. Juntos, en presente y en plural. 

        Así, años. Así, cada día. Como casi cada día de estos últimos quince años.

    La lista de Ana de Pedro: cuando canta, claro; sus manos pequeñas con las que nos agarramos cuando salimos a correr, cuando entramos a la casa, cuando el mundo es demasiado grande para nosotros dos, su cuerpo, sus piernas. Esa sonrisa cuando está relajada; la manera en la que mane-ja; me gusta la manera en la que toma el manubrio con las dos manos y hace fuerza con los ojos; cómo se baja del co-che, cómo camina, cómo me calienta. Cómo se ríe a carca-jadas con mis chistes bobos. Las listas que hace de nosotros dos. Las listas del futuro. La lista de las comidas que no le gustan. Lo que vamos a hacer este año. Lo que vamos a hacer en cinco años. Lo que vamos a hacer de viejos. Y así.

      Pedro no recuerda ahora cuándo fue la última vez que hicieron una lista juntos. Hace tiempo que ya no hacen listas. Deben estar escritas por ahí, entre las páginas de los libros que ya no sabe de qué se tratan, o entre las libretas  de las salidas al cine y al teatro. En su lista de Ana están  sus listas. Ahora, como la niebla pesada de la ilusión, es una lista vacía o con un solo pendiente: sobrevivir. A los años, a la vida juntos, a la capacidad de soñar con ellos en una playa en el invierno, con la virtud, la posibilidad de ser, de alguna manera, felices.

       Pedro destaca de su lista de Ana la puesta en escena, cerrada e íntima y solo suya, que hace cada vez que va a ducharse, la media hora que demora en el baño de la habitación, que es solo suyo, el olor y el vapor que invaden la casa cuando acaba. Su lista de cremas y jabones que hay que comprar si viajan al extranjero. 

      Si hace silencio, ahora en la madrugada de la planta baja de su casa, Pedro oye respirar a Ana que duerme un piso más arriba, cubierta por el edredón de rayas que ya acordaron que se lo puede quedar ella. Él se va a quedar con los de IKEA.

      En un rato, cuando despierte, oirá cómo se encierra en el baño. Oirá una canción a lo lejos, tan lejos como puede estar la habitación donde fue esta vida de las dos vidas jun-tas, de tantos días y tantas noches y tantos años seguidos. La música sonará como la canción de las despedidas. Pero Ana estará encerrada en su momento dulce de la lluvia caliente del baño. Murmurará la canción, una canción que invadirá la casa. Pero él ya no reconocerá esa melodía.

      Desde hace un tiempo viven la etapa en la que cada uno sabe canciones que el otro no conoce. Ana, en este momento, canta una canción que en esta casa solo le pertenece a ella.

      Pedro está seguro, lo sabe, que ahora mismo ella desliza su cabeza hacia atrás, dejando que el agua empape todo su pelo largo. Hoy será un día largo, piensa Pedro. Hoy es Nochebuena, mañana cumple cuarenta años, y pondrán en marcha la mudanza.

 

 

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Muela

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