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Aceitunas negras

Voy solo desde el colegio al apartamento, por el camino largo de casas puntiagudas hiriendo el cielo. Una sangre azul de nubes baja de lo alto y se deposita en mi hombro mientras avanzo y me empapa la camisa. Unas gentes extrañas me saludan por mi nombre, me tiran sonrisitas bonachonas mientras me acerco al sótano, pero yo solo veo jetas borrosas y sus voces distorsionadas, como las que usan los asesinos de las películas cuando llaman por teléfono: roncas voces de robots amenazantes. Los árboles sin hojas, con ramas parecidas a garras curvadas para atraparme se mecen, no estás en la verja.

Cuando llego la puerta entornada me chirría que se han marchado hasta los fantasmas, no se sienten los espejos y la nota eterna del patrón de pruebas se ha ido a molestar a otra parte, solo percibo el soplito de mi llama en medio del pecho… los espectros le temen a los lugares sin personas vivas, dice la borracha del pasillo que es porque ellos también le temen a los aparecidos.

Llego y en el aparador ya no se refleja la lumbre de la vieja chimenea, alguien se la ha robado y en su lugar dejaron un televisor con un roto en el tubo de pantalla idéntico a las estrellas gordas conque dibujan las bombas de los cómics.

En el hueco pusieron periódicos, un poco de leña y una lata de aceitunas negras. Un oso enorme y tuerto descansa sobre una silla en una pose cómica, tiene una botella vacía incrustada en el ojo que le falta, y alguien, posiblemente el que se llevó la chimenea, pegó con Super Glue la pata delantera derecha del peluche al cuello de la botella, y el oso parece un vigía escrutando las distancias en dirección a la puerta.

En la sala hay montones de tarecos irreconocibles, utensilios de laboratorio y agujas hipodérmicas, unos muebles de piscina con ligas rotas y multicolores han sustituido los sofás de cuero marrón y una pila de patos Donald de goma de tamaño mediano se ven dentro de una canasta de mimbre, mezclados con alguna calderilla sin valor.

Zigzagueo hasta mi cuarto sin asomarme a la cocina, donde me pareció sentir la presencia de alguien o algo extraño. Abro la puerta decorada de calaveras y señales de ALTO y en él todo es perfecto, al menos está la cama y mi escaparate con la ropa, nadie se la roba, nadie la mancha, no se ven borrones de huellas en el piso, nadie entra aquí. Mi madre decía que hay recuerdos perfectos que atesoramos en la memoria, momentos intocables donde fuimos absolutamente felices, estuvimos completamente llenos o experimentamos un placer absoluto… y que vamos por la vida comparándolo todo a ellos y lamentándonos de que nada se les iguale.

En la pared sigue el retrato de mi tatarabuela, mi padre no la conoció, pero como perdió todas las fotos de mi madre sólo le queda este pedazo de antirecuerdo: dice que no se parece en nada a mi vieja… y esa es su forma de recordarla.

En una esquina hay unos documentos con el sello de la gente de «Asistencia social», en otra esquina hay un perro plástico descabezado de cuando éramos felices. Mi padre yace sobre la silla de mi escritorio, la cabeza y los pies rozando el suelo, arqueado, parece un puente flaco… me le acerco pisando flojito el entarimado y le empujo dos veces un hombro con los dedos. Su carne no es blanda, ni dura, más bien parece sonido que carne, es dulce y triste y ondulante, como melosa al tacto.

Entonces pongo mis labios junto a su oído y le susurro:

—¡Papi, ¿qué hubo?! —y juro por lo más grande que si me responde le regalaré las aceitunas.

 

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