Un monstruo mentiroso

   Publicar información sobre un sospechoso en los medios cuando aún no se ha practicado su detención es un protocolo que nunca sigue la policía. Pero el 6 de octubre de 2004, los Mossos d’Esquadra se vieron en el compromiso de difundir una foto junto al nombre de un fugitivo. Se trataba de Pedro Jiménez García. Se le relacionaba con un escenario infernal: un piso incendiado, en la Rambla Marina de Bellvitge, en L’Hospitalet de Llobregat, en la mañana del 5 de octubre. Al llegar los bomberos, tras apagar el fuego, descubrieron lo erróneo de la condición humana. Hubo testigos que compararon lo que habían visto con una película de Tarantino. Los cuerpos sin vida de dos mujeres, semidesnudas, atadas y amordazadas, aparecieron entre las ruinas del siniestro. Silvia Nogaledo, de veintiocho años, había recibido diversas puñaladas en el tórax hasta un total de diez, la mayoría en el pecho izquierdo, que habían alcanzado al pulmón y al corazón. Los forenses certificaron la compulsión con que se habían ejecutado. Localizaron su cuerpo en el suelo, sujetado a la pata de una cama, amarrado con un cinturón de color blanco. El otro cadáver, el de Aurora Rodríguez, que ese día celebraba los veintitrés años, estaba sobre la cama, desnudo. Había recibido hasta cuatro puñaladas extrañamente equidistantes en la columna vertebral. El asesino se preocupó de que, entre cada incisión hubiera el mismo espacio: quince centímetros. La autopsia determinó una muerte instantánea. Pero antes, la habían violado. Y su agresor había utilizado un sistema de cuerdas para aumentar su sufrimiento estrangulándola. Según varios testigos, la escena mostraba el paisaje exacto del mal absoluto. Pero muchos comentaristas se preocuparon más por la equidistancia entre las puñaladas sobre la segunda víctima que en el calvario que debió sufrir la primera, testimonio de la violación y muerte de su compañera. Las dos eran originarias de la provincia de León. Ambas estaban en prácticas.

     La identificación de Jiménez como autor de los hechos fue sencilla. Dejó pistas en el piso. La factura de un móvil, una tarjeta SIM, todo con su nombre. Y encontraron sus huellas, concretamente, en el cinturón que inmovilizaba a la primera víctima. Como se trataba de un recluso que gozaba de un permiso penitenciario, la policía autonómica lo localizó bastante rápido gracias a su base de datos, de la misma forma que encontrarían sus bambas, con restos de sangre, en el bar La Oca, en Francesc Macià, adonde había ido para un encuentro, una entrevista de trabajo, después del doble crimen.

     Aquel depredador era un tipo inofensivo cuando estaba en la cárcel. Pero sembraba el pánico cuando pisaba la calle, pese a sus 158 centímetros de altura. En un permiso anterior, en 1992, había cometido hasta tres robos y había llevado a cabo una agresión sexual. En el transcurso de su persecución, se descubriría que, en 2003, en otro permiso, había violado a otra víctima y había pretendido abusar de una segunda. Pero dentro del piso de Bellvitge la crueldad de sus actos se había incrementado de forma significativa. Jiménez acababa de cruzar una frontera de la que no había retorno. Ni el padre alcohólico, ni los años a cargo de bienestar social, ni la ausencia de un sustrato familiar, nada lo podía justificar ya. Ni a él, ni al reguero de violencia que había dejado en los escasos diecinueve días que había pasado en libertad desde los dieciséis años. A diferencia de los quinquis de la Transición, a diferencia de las bandas de atracadores, que también pisaron instituciones de menores con frecuencia, Jiménez no pertenecía a ningún tejido social, estaba solo. Tenía muy poco trato con sus familiares, y no se le conocía ninguna amistad, ni relaciones sentimentales con mujeres.

     Pero el asesino logró escapar hasta dos veces. Se escurrió de la policía gracias a las filtraciones que la prensa no dejó de publicar. Los Mossos d’Esquadra reconstruirían su rastro a posteriori con la ayuda de cámaras de seguridad. Le vieron salir del metro en Bellvitge a las 6:05, y huir del lugar del crimen con la ropa cambiada al pasar delante de un videoclub a las 10:01. Le vieron tratar de extraer dinero en un cajero, con varias tarjetas de las víctimas, sin éxito. Pero eso sería después. En la sobremesa del 6 de octubre, le habían perdido el rastro. Por eso y por:

     —El peligro que comportaba tener a una persona de estas características en la calle—según dijo Xavier Sellart, mayor de los Mossos, en Crims, el programa de Carles Porta en su versión podcast, se publicaron su nombre y su fotografía.

     Tras varias llamadas y chivatazos, retomaron su pista. Se escondía en Vila-Roja, un barrio de Girona, dentro de la barraca de un traficante turco con quien había compartido celda. La Guardia Civil se personaría enseguida. Pero el carácter escurridizo de Jiménez les obligaría a ponerse a prueba en una persecución.

     Esa persecución continuaría, de otra forma, en el juicio. Como afirmó el forense Miquel Orós, en el artículo “Retrato de un violador”, escrito por Pere Ríos, para El País, después de que apresaran a Jiménez: “Si algo tienen todos los psicópatas es una gran habilidad para simular y engañar a prácticamente todo el mundo”. Y a ello se dedicó el agresor. Hilvanó un relato de exculpación, complejo, enrevesado. Declaró que sí había ido a la escena del crimen. Declaró que había mantenido relaciones con una de las víctimas, pero con consentimiento. Declaró que se había desplazado hasta allí para cerrar un negocio de drogas porque era toxicómano. Declaró que el asesino debía ser un tal Álex, un narcotraficante que, según él, llegó después. Curiosamente, aquel nombre coincidía con el de un detenido, otro preso, un tipo con el que había tenido problemas, disputas en la cárcel. Pero la sarta de mentiras que engarzó no convenció ni a la policía ni a los jueces.

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