Tras veinte años de migración en Europa, me he dado cuenta de que padezco el síndrome Miranda. Así he decidido llamar a esta sensación, combinación de vacío y hastío, ante la incoherencia de los discursos y los hechos del anteriormente llamado Primer Mundo y que en la actualidad se le conoce como Occidente, con Estados Unidos y la Unión Europea a la cabeza, y con Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda como sus principales aliados.
¿Pero por qué lo he llamado síndrome Miranda? Para empezar, decir antes que nada me identifico como un ciudadano procedente de América Latina, es decir, una persona nacida y educada en un país que durante cuatro siglos fue una colonia de una metrópoli europea y donde el mestizaje fue la norma que conformó la sociedad actual. Y es este mestizaje el que nos permite tener una visión del mundo curiosa y abierta, pero al mismo tiempo acomplejada y servil, donde el defecto aparece como la mayor seña de identidad.
Para describir de una forma actual quién fue Francisco de Miranda (Caracas, 1750- San Fernando, España, 1816), podemos decir que era un hippie latinoamericano del Siglo XVIII. Se fue en busca de mundo y lo encontró, participando en las guerras de independencia de Estados Unidos y en la Revolución francesa. MIRANDA se lee bajo el Arco del Triunfo en París. E incluso llegó a Rusia, donde fue ascendido a coronel por la misma Catalina II la grande.
Pero en todo este periplo, Miranda tenía un objetivo claro prácticamente desde que abandonó su tierra natal: la independencia de los pueblos de América. Sus contactos y alianzas en Europa tenían como meta conseguir apoyos para que otras naciones del Viejo Continente enviaran ayuda a la región para emanciparse del Imperio español.
La respuesta siempre fue la misma: nada.
Francisco de Miranda descubrió que La Ilustración europea, en la práctica, era eso precisamente, una idea de y para Europa, no para el resto de los pueblos del orbe. Cuando se hablaba de Libertad, Igualdad y Fraternidad, se refería a la libertad, la igualdad y la fraternidad de los europeos. De los franceses, para ser más preciso. Tampoco en Inglaterra u otros reinos del Viejo Continente encontró el eco que esperaba. La América hispana estaba muy lejos de las metrópolis en todos los sentidos.
Aquella decepción es lo que yo llamo el síndrome Miranda. Ahora ya no se habla de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Incluso el mismo Occidente se ha encargado de convertir esas palabras en reliquias y las han cambiado por democracia, liberalismo y capitalismo. En definitiva, lo que ellos denominan: el mundo libre. Todo lo demás, incluida América Latina, queda fuera de esa órbita, aunque muchos latinoamericanos quieran incluirse en ella a pesar del rechazo de la metrópolis.
Pero más allá de las palabras están los hechos. Tan sólo hay que abrir un diario (cosa ahora poco común) para darnos cuenta de que el objetivo primordial de Occidente es mantener a flote el sistema capitalista, como sea y a costa de lo que sea. El dinero indica los objetivos, y los mercados, siempre tiritantes y temerosos, señalan el camino.
La crisis de 2008 marcó un antes y un después. Fue una oportunidad perdida para renovar el mundo, para buscar una mayor igualdad, encontrar mecanismos para controlar las ansias y las ambiciones de las grandes fortunas, encarnadas en multimillonarios o corporaciones. No, fue todo lo contrario. Comenzó el proceso de depredación capitalista que ha derivado en precios exorbitantes de las viviendas, salarios cada vez más precarizados si se tiene la oportunidad de tener un empleo, bajos presupuestos en sanidad y educación (apoyado por un fuerte discurso contra el gasto público) y la falsa percepción de que somos libres de elegir: nunca tenemos más de dos o tres partidos políticos por quién votar y por candidatos que están en la esfera política desde hace varios años. A su vez, en cuanto al consumo, ya sea primario o de entretenimiento, se pueden contar con los dedos de una mano las empresas que controlan cada producto, mercado u opción. El monopolio es la norma.
La geopolítica, por su parte, ya no está influenciada por la ideología, sino sólo por el interés económico. En varios casos, la agenda de las guerras está guiada por el costo de las acciones de las empresas de armamento. Es tan simple como mirar las estadísticas que se pueden encontrar con facilidad en internet, pero que muy pocos se dedican a interpretar. De la misma manera, aquellos países con grandes recursos naturales, especialmente petróleo y gas, y que salen de la esfera de poder de Occidente son sancionados, tenemos los ejemplos de Irán, Rusia y Venezuela.
¿Y América Latina? Aunque pretenden ser países occidentales, son tan sólo naciones occidentalizadas. Es decir, otra vez conquistadas, pero no por gobiernos y ejércitos, sino por la idea quimérica del mundo libre, cuando en realidad nuestra cotidianidad está rodeada de empresas transnacionales y una deuda continua con ellas y sus países de origen. Esto ha derivado, en cualquiera de los países de la región, en la espera de la llegada de un mesías que nos salve, pero al mismo tiempo aplaudimos la entrada de inversiones extranjeras y nos lamentamos cuando los mercados se asustan y se llevan ese dinero que prometía la prosperidad que nunca llega, a pesar de que hubo tiempos en que esas inversiones estaban ahí. Latinoamérica es una región que busca respuestas sin hacerse ninguna pregunta.
En resumen, los hechos hablan y, ante la terrible realidad, aquellos que detentan el poder económico y político han decidido gobernar también el lenguaje para ocultar sus verdaderas intenciones. Cualquier tipo de dialéctica está castigada. Se habla de desinformación, pero se cancelan y se censuran discursos distintos o contrarios a las metrópolis. Se habla de represión continua en países no occidentales, pero todas las semanas aparecen cuerpos antidisturbios enfrentando a manifestantes en diversas ciudades de Occidente. Pero ahí se habla de mantener el orden en países que han decidido a sus gobernantes ante las urnas. Las rebeliones convertidas en pataletas de unos cuantos.
Las palabras se prostituyen, se convierte en terroristas a los activistas y a los asesinos en héroes, dependiendo si la causa es conveniente a los intereses del poder. Se apropian de las luchas sociales, transformándolas en campañas de marketing y, en algunos casos, han sido capaces de monetizarlas, al final eso es lo verdaderamente importante.
En definitiva, los últimos años, desde de la pandemia hasta el día de hoy, el síndrome Miranda me ha embargado en un profundo hastío. La única forma de combatirlo, o por lo menos así intento hacerlo cada día, es manteniendo mis ideas claras, no dejarme arrastrar por la levedad y lo trivial, tampoco dejarme tentar por el individualismo que nos resta cada día la última pizca de humanidad.
Leer no me aleja de los síntomas del síndrome Miranda. Al contrario, los acentúa, pero al final puedo respirar. Sé que no estoy solo.
Escribir me permite desahogarme, expresar todo aquello que me abruma y me permite aclarar las ideas y, por lo tanto, aunque el síndrome Miranda me invade, resisto.
Sí, quizá el mundo no es lo que yo esperaba: humano, solidario, justo. Pero estoy vivo. Y aunque poco puedo hacer, sé que estas líneas son un minúsculo grano de arena en busca de una solución.