¿Es el azar o el destino el que te guía de descubrir a una poeta apasionante?
Almorzaba en las cercanías del Jardín de la Unión, en el centro histórico de Guanajuato, cuando un viento repentino y recio trajo nimboestratos que desataron un aguacero inesperado sobre la ciudad. Mientras escuchaba el golpeteo rítmico de los goterones contra las losas de las calles y aceras, disfruté un delicioso molcajete de mariscos—un cuenco de piedra volcánica relleno de camarón, calamar, cangrejo y pescado con salsas de chiles variados y quesos derretidos.
Mientras saboreaba mi almuerzo, escampó. El aguacero dejó un frescor tan delicioso en el ambiente y yo me sentía tan pesado después del banquete que cambié mis planes. En vez de visitar el Museo Iconográfico del Quijote decidí caminar sin rumbo por la ciudad.
Mis pasos me llevaron a la Plaza de la Paz, desde la que aprecié la Basílica de fachada amarilla, portal y campanarios neoclásicos y cúpula roja, y los palacios coloniales con fachadas de cantería y balcones con barandas de hierro forjado.
Queriendo alejarme del centro, me escabullí por un callejón empedrado y desemboqué en el Edificio Central de la Universidad de Guanajuato. Su enorme escalinata estaba clausurada. Pero al lado descubrí, abierta, la librería. ¿Casualidad? ¿Hado?
Entré, busqué la sección de poesía y empecé a ojear. Poemas incompletos [1984 – 2006], de Leticia Herrera, llamó mi atención, en parte por el título sugestivo de obra inacabada pero principalmente porque me recordó a mi amiga Leti, una chica inteligente y aventurera de Neuquén, en la Patagonia. La conocí cuando ambos estudiábamos en Pensilvania, donde ella cursó una maestría en literatura y un doctorado en educación. Compartimos una amistad que ha perdurado por años, mientras ella ha viajado por el mundo para recalar, ¿por ahora?, en São Paulo.
El recuerdo de mi amiga, amante de las letras, me dio una corazonada. Bajé el libro del estante, lo abrí y leí dos poemas al azar. El primero, “Adrianita, la despiadada”:
soy una perra dolida
los ciclos de la vida se cumplen
la niña errante comerá yerbajos antes del plenilunio
y yo su perra madre
nada puedo sino ladrar gruñir olisquear cada rincón
Sintiendo una puñalada en las entrañas por la separación cruel de madre e hija, continué leyendo y diecinueve versos después estaba devastado. Abrí otra página al azar y leí “Mis manos”:
he estado aquí sentada
cuestionando el oficio de mis manos
porque finalmente las manos
para qué sirven las manos
si no sabes llamarlas al orden
si van solas por su camino
esculpiendo estatuas como esculpiendo amores
metiéndose al sexo de cualquiera
y cuando cualquiera lo descubre te odia
por la cosificación de que lo has hecho objeto
Una oleada de erotismo me recorrió el cuerpo mientras terminaba de leer el poema. Compré el poemario, salí de la librería y caminé hasta el cercano Café de la Paz, un punto de reunión y tertulia de estudiantes. Pedí un espresso y agua mineral, me senté en una mesa junto a la ventana y leí con desenfreno mientras el sol se escondía por detrás de los cerros, el cielo oscurecía y los faroles del callejón se encendían.
Devoré poemas de Leticia, la de Monterrey: andanadas de pasión descargadas en versos directos e inusitados por una voz poética clara y potente; ráfagas de amor, despecho, tristeza, gozo, deseo, ternura, incertidumbre, soledad, encuentro, súplica:
si al menos el viento
agitara mis manos
sabría que este octubre
no moriré desnuda
sobre los peñascos rojos
con los brazos al sol
y el rostro cubierto
de olvido
Leí estos versos e imaginé a una mujer desnuda vagando por los cerros que rodean a la ciudad, acariciada por el viento y aliviada por la luz del plenilunio.
Cerré el libro, pagué el café y salí a continuar mi caminata. Ya no erraba. Por azar había encontrado mi destino poético en Guanajuato.