Es una tarde de otoño, templada, y el sol del Medio Oeste norteamericano lucha por mitigar el frío del norte que se va asomando temprano en la estación. Me encuentro en el Centro de Salud de la Universidad de Indiana, en la primera planta, en el área de terapia física. La temperatura del cuarto es helada, las persianas están cerradas, y Amanda, una de mis terapistas, me habla en inglés con un acento del Medio Oeste y me da indicaciones. Su voz es extremadamente dulce y siento como si me protegiese de algo. Imagina que estás en un lugar feliz, en tu lugar favorito en el mundo, me dice. Mi cerebro no reacciona. No sé en qué pensar. No tengo un repertorio de lugares felices a la mano, o archivado en alguna carpeta cerebral. Lugar feliz, lugar feliz, lugar feliz. Se me viene a la memoria aquella tarde lluviosa de 1999 en Puerto Real, en el extremo oeste de la Isla del Carmen, a unos cuarenta o cuarenta y dos kilómetros de Ciudad del Carmen, Campeche, lugar del sureste mexicano en el que viví hasta julio del 2009. Rememoro aquella tarde veraniega de 1999 con un ventarrón que anuncia una lluvia torrencial. Estoy con Donner, mi pastor alemán, quien tiene poco más de seis meses, y yo tengo ocho años. Hemos jugado al disco volador con papá (o al invasor, como le llamamos nosotros). Donner lo ha volado al mar con sus patas y su boca, y se ha perdido entre las olas. Después intentamos volar un papalote verde de papel china que papá nos obsequió. Donner ladra, me avienta arena con sus patas, y yo sostengo el palito en donde tengo enrollado el hilo del papagayo, que vuela algo bajo, en dirección al mar. Donner me mira con una oreja levantada y la otra caída, intentando convencerme de seguir jugando al disco volador.
Piensa en tu lugar feliz, me repite Amanda, mientras me limpia el área de la pantorrilla con una toallita desinfectante. Me cuesta trabajo recordar tanto el rostro de Donner como el de mi papá, que por entonces tenía treinta y tres años. No recuerdo si mamá estaba en la camioneta roja Ford F-150 modelo 1993 que teníamos por entonces, refugiándose del cercano aguacero, o si se había quedado en casa en aquella excursión a la playa. Me es imposible recordar sus rostros y eso me horroriza, me hace sentir culpable. Debería de poder recordar el rostro de mi perro, su olor y su tono de voz, y me son tan lejanos. Debería de poder recordar los rostros de papá desde que cumplió veintisiete. Debería de poder recordar los rostros de mamá desde que cumplió veinticuatro. Tener en la memoria grabados sus rostros en cada ciclo, en cada estación, en cada retorno solar. Pero no. Se me han desvanecido de la mente. Únicamente tengo presentes sus rostros del 2020. El fuerte olor a gel antibacterial y al alcohol de la toallita desinfectante me pone la piel de gallina y la mascarilla facial me impide respirar el oxígeno suficiente para serenarme. Me sudan las manos a chorros, como si tuviese resaca de tequila. Dejo de apretar la camilla porque siento que voy a incrustar mis uñas y a romper el colchón a arañazos. No vaya a ser que haya partículas de COVID-19. Peligro. Pero ya estoy aquí, ni modo, me digo. Voy a ponerte la primera aguja en la pantorrilla, me advierte Amanda, y percibo su perfume de azucenas. Cierro los ojos. Las caras de Donner, papá y mamá se han desvanecido irremediablemente. No he conseguido visualizarlas de nuevo. He fracasado. El disco volador se ha perdido en el mar. El papalote se ha caído a la arena repleta de conchas. ¡Aaaaaaaaargh! Siento el pinchazo de la aguja y cómo penetra mi piel, incrustándose profundamente en el área de mi pantorrilla interior izquierda. El músculo inmediatamente se retuerce. Tiene vida propia. Viene el hormigueo y se intensifica. ¡No mameeeeeeeeees!, grito sin poderme controlar. Amanda se espanta, pega un pequeño salto, pero continúa concentrada en su labor. Veo que agarra el estimulador eléctrico y activa la función de pulsaciones con frecuencia de un segundo. El hormigueo aumenta y los músculos continúan contrayéndose al ritmo de la corriente, de tal forma que siento como si me estuviesen poniendo alfileres cargados de electricidad en las médulas, en los huesos y en los músculos. Me tiemblan los dedos de los pies. También tienen vida propia. Me muerdo la lengua. Me muevo como si fuera un pez recién sacado del agua, ahogándose con el oxígeno. Piensa en el lugar feliz, Ollin, va la segunda aguja, aguanta, tú puedes, estás haciendo un trabajo estupendo, me dice Amanda.
Las agujas, las agujas, las agujas, me penetran la piel, la epidermis, la dermis, el tejido subcutáneo, las fibras de mis músculos, de mis pantorrillas, acalambradas, con nudos de años; mis piernas tensas, con cero elasticidad. Se contorsionan. Parezco un pollo en el matadero. He perdido la cuenta de los pinchazos, de los alfileres que han sido incrustados en mi cuerpo. No consigo recordar más lugares felices. ¿Cómo es posible que no se me venga a la mente nada? Solo puedo pensar en mi perro y en mis padres en 1999, pero no logro reconstruir sus rostros. Es un fracaso, y ya me he dado por vencido. Tal vez no merezca recordarlos. Quizás sea un castigo. Pero rememoro sus voces, sus sonidos, sus ecos, y me llega un ligero perfume como a café de olla, aquel tufo perruno de Donner, mojado por la lluvia, y casi siento sus patas húmedas y llenas de arena manchándome las piernas mientras me ladra y me reta a jugar unas luchitas en la playa. Va una más, Ollin, me dice Amanda, con su voz de caramelo. Vuelvo al cuarto, gélido. ¿Qué músculos tengo dañados? ¿En qué parte me estás incrustando las agujas y en qué parte me estás poniendo la corriente eléctrica? Sé que te lo he preguntado antes, lo siento, pero me gustaría no olvidarlo, le digo. Ahora mismo estoy trabajando el sóleo y los gemelos, estoy yendo algo profundo, la aguja hasta el fondo, por eso sientes más, me dice Amanda. La corriente eléctrica me recuerda que estoy vivo. Intento mirar mi pierna izquierda, alzo la cabeza, abro los ojos. Estoy bocarriba. Tengo ambas piernas con las rodillas ligeramente dobladas, y debajo de estas Amanda me ha colocado un rodillo de espuma que le permite explorarme los músculos mejor y maniobrar a sus anchas. Amanda tiene una mascarilla de enfermera de color azul, como la mía. Reparo en sus ojos verdes, que me miran con ternura. Tiene en sus manos el Pointer Excel II, un estimulador muscular de nueve voltios (lo sé porque antes de la sesión, mientras me encontraba solo en el cuarto, le tomé fotografías al aparato y lo busqué en Google para cerciorarme de que fuera de confianza). A su vez, la punta metálica del aparato toca la aguja, metida en mi gemelo interno. ¿Es posible que los alfileres me toquen el hueso, los tendones o los nervios?, le pregunto a Amanda, mordiéndome el cachete para no pegar un grito de auxilio. La corriente eléctrica comienza a doblegar mi pierna. Un voltio, dos voltios, tres voltios. Siento arañazos. Aumenta la intensidad lentamente. Cinco voltios, seis voltios, ocho voltios. Sí, es posible, me responde Amanda. Cierro los ojos. Verga, Ollin, piensa en otro lugar feliz, encuéntralo, me digo. Estás haciendo un trabajo estupendo, me dice Amanda, con su acento norteamericano. Aprieto el colchón con las manos, le incrusto mis uñas, fortísimo. Me aferro a la camilla como si mi vida dependiese de ello.
Cierro los ojos y miro luces anaranjadas y rojas, y puntos negros. Respiro hondo, como me enseñó mi papá cuando era chico. Inhalo y exhalo. Estoy en Palenque, Chiapas, en algún momento de la segunda semana de agosto del 2012. Clarissa y yo hemos hecho un viaje en la camioneta Dodge Journey modelo 2010 que nos prestó mi viejo, desde Ciudad del Carmen, y Palenque ha sido nuestro primer destino. Son alrededor de las diez de la mañana, y el calor de más de treinta grados centígrados con quién sabe qué porcentaje mayor al setenta por ciento de humedad nos abraza, nos hace sudar a chorros. La selva es nuestra protectora. Los mosquitos entretienen a Clarissa, quien se pone casi un bote entero de repelente Banana Boat en las piernas, en los brazos y en la cara. Está muy bronceada, casi diría que quemada: su piel ahora es rosada, como de camarón. Sus ojos azules me transmiten alegría, y ha ido practicando español en la aplicación de Duolingo y en el internet desde que llegamos a México. Le he prestado mis botas de media montaña y dice que sus pies son felices. Caminamos. Nos detenemos varios minutos contemplando el Templo de las Inscripciones, lugar de la tumba del rey Pacal, quien gobernó durante sesenta y ocho años, durante la mayor parte del siglo siete de nuestra era. Le cuento a Clarissa que la última vez que visité Palenque fue en la Semana Santa de 1997, y que entonces iba con mi tía Perla Xóchitl y mis padres. Les preguntaba quién era ese tal Pacal y la razón por la cual hacíamos una fila de varios minutos bajo el sol tropical para ver a ese tal señor maya. En aquel entonces pudimos meternos por los túneles de la pirámide para ver el sarcófago del rey Pacal, y años después recordaba ese momento como si hubiese estado en la película de The Mummy, esperando no toparme con ningún libro de los muertos maya ni con alguna reliquia perdida. Clarissa le toma fotografías a la pirámide con mi iPhone 4S y les pide a unos turistas alemanes, en inglés, que nos saquen una foto. Sonreímos y nos abrazamos.
Viajo del Templo de las Inscripciones al área de terapia física del Centro de Salud de la Universidad de Indiana, en Bloomington. ¿Te encuentras bien?, me pregunta Amanda. Le miento y le respondo que sí. Viene una aguja más, y después hacemos los ejercicios de rutina, y luego te pongo los alfileres en la otra pierna, ¿te parece?, me pregunta. Vale, le digo, dubitativo. No sé cómo tendré fuerza en las piernas después de la tortura. Las últimas veces me he bajado de la camilla caminando como si fuera un pingüino, con las piernas de gelatina, y he luchado con todas mis fuerzas para no caerme ni acalambrarme mientras hago las sentadillas y los estiramientos. Siento cómo Amanda me limpia otra parte de la pantorrilla con una toallita desinfectante. Percibo el tufo a alcohol a través de mi mascarilla. Me muerdo la lengua. La última, me dice Amanda. Tengo tarea, debo leer el libro de Jacques Rancière, El desacuerdo: filosofía y política, y el ensayo de “Signature, Event, Context”, de Jacques Derrida, para la clase de teoría y crítica del profesor Patrick Dove. No sé de dónde sacaré las fuerzas para estudiar después de esta paliza. La semana pasada me quedé dormido a las cinco de la tarde mientras intentaba leer La política, de Aristóteles, a causa de la sesión con Amanda. Supongo que las pulsiones eléctricas sedan el músculo y el sistema nervioso, me digo. Tengo una reunión de Zoom esta noche y voy atrasado con mis listas teóricas y literarias de doctorado que debo entregar en diciembre. ¡Aaaaaaaaargh! ¡Pinches agujas! Recibo el último alfiler en mi pierna izquierda. Con solo clavármelo he sentido cómo el músculo palpita con fuerza, protestando. Con solo palparme esa parte de la pierna, dolía. Amanda activa la corriente eléctrica del estimulador. Un voltio, dos voltios, tres voltios. Me deja así por un minuto, y después activa la función de las pulsaciones con frecuencia de un segundo, de tal suerte que mi pierna se sacude rítmicamente. Le ha dado al peroneo corto o al peroneo largo. Aún no me he memorizado bien todos los músculos de mis piernas, pero con cada pulsación siento que escupo en mi mascarilla y que me ahogo con mi propia saliva. Nunca he experimentado una sacudida así, ni siquiera cuando estuve internado en el hospital con una fractura de cráneo y un hematoma cerebral en enero del 2010, en Houston, a causa de una caída que sufrí corriendo a toda velocidad. Necesito encontrar algún lugar que me saque de esta sala glacial.
Mantengo los ojos cerrados, con fuerza, y faltan dos días para que empiece el 2017. Me encuentro en la cima del Templo de la Cruz, en Palenque, construida para conmemorar la coronación de Chan Bahlum II, hijo del señor Pacal. El guía nos ha dicho que el Tablero de la Cruz maya de esta pirámide representa la sucesión del señorío dominada por un elemento central: un árbol cósmico, una ceiba cruciforme con brazos. Es una mañana soleada sin tanto bochorno. Me atrevería a decir que no estoy sudando, aún. No pasan de las diez y media de la mañana. Somos mi papá, mi hermana Yggdrasil, árbol de la vida en nórdico, de poco más de dos años, su mamá, sus hermanas y yo. Yggdrasil, una bebé que apenas da sus primeros pasos, se tropieza y cae al césped. Papá la levanta. Yggdrasil se ríe y se limpia las rodillas con sus manitas. Papá la ha tenido que cargar hasta la cima de la pirámide. La ceiba cósmica del Tablero de la Cruz maya e Yggdrasil son árboles de la vida. Esta es la pirámide de Yggy. Es su patio de juegos. Es su hogar. Ella es el árbol de la vida de las nuevas generaciones y el puente de unión entre los mayas y los nórdicos. Les pido que me saquen una fotografía. Extiendo los brazos como si fuera a planear como un cóndor o un águila y me pongo de espaldas a la cámara del iPhone. Mi cerebro da vueltas. Siento un ligero vértigo. Chiapas. La selva. La torre del Observatorio a unos cuantos metros. Los cirros, en lo alto. El azul celeste me recuerda que no llevo puestos mis lentes de sol que dejé olvidados en la camioneta Dodge Journey modelo 2010 en la que hemos llegado a la zona arqueológica. Me detengo en una de las orillas de la cima del Templo de la Cruz. Una pirámide de unos cien o ciento cincuenta metros de altura, no lo sé, no lo puedo calcular bien, pero se me intensifica el mareo y me da un poco de vértigo y de taquicardia. Miro hacia abajo y me dan ganas de vomitar. Si cayera, moriría de una forma absurda o quedaría inválido, en el mejor de los casos. Si aterrizase de cabeza, sería otra historia.
Cierro los ojos. Intento pensar en un lugar feliz. No lo descubro. Se me esconde. Me esfuerzo. Les he pedido a papá y a mi hermana que me saquen una fotografía, no sé por qué. Quizás porque se la quiero mandar a mi mamá por WhatsApp. Aprieto los ojos. Ya no somos papá, mamá y yo, con mi tía Perla Xóchitl. Ahora somos papá, mi hermanita Yggdrasil, su familia y yo. Ya no es la Semana Santa de 1997 y ya no tengo cinco años y ya no estamos haciendo fila para entrar a ver la tumba del rey Pacal. El Templo de la Cruz es el más alto de la zona arqueológica. Me duelen las pantorrillas. Me he dado cuenta de que no me ejercito lo suficiente en Iowa City, ciudad donde vivo en el Medio Oeste norteamericano y donde estudio la maestría en Escritura Creativa. Aún no he publicado nada más allá de unos poemas de cuyo nombre no es menester acordarme. Ahora, el sol de la mañana en Palenque comienza a tostar ligeramente mi piel. No me he echado repelente contra los mosquitos ni bloqueador solar. Llevo puesta una camisa azul de manga corta que tiene unas figuras de piñas diminutas color negro que a su vez tienen una carita con los dientes afilados.
Angèle no me ha respondido al mensaje de WhatsApp. Ahora mismo se encuentra en Pau, Francia, su ciudad de origen, y lugar donde viví entre agosto del 2005 y marzo del 2006. Me dejó una carta de despedida en mi recámara antes de marcharse de mi departamento en Iowa City. Nos conocimos en la Universidad de Iowa, donde estudia literatura francesa e imparte clases de lengua. No la he vuelto a contactar hasta ahora. La extraño, pero no creo que sea capaz de compartirle ninguna alegría ni hoy ni en los días que están por venir. No soy capaz. No soy digno de ti, Angèle. Nunca lo he sido. No te merezco. Echo de menos que me despiertes todas las mañanas susurrándome frases en francés al oído que no entiendo muy bien. Es mejor ser sincero. Mis tenis están llenos de lodo y empolvados. Miro hacia el horizonte. Selva. El sonido de grillos y chicharras. Me escurre una gota de sudor por la frente y se me cuela al ojo. Me llora ligeramente. Las sales corporales. Mi camisa favorita que uso para enseñar español regularmente, la de la suerte. Según el Google Maps, me encuentro a 3,781 kilómetros de Iowa City o a treinta y nueve horas en automóvil, en caso de que no me detuviera en lo absoluto y de que no hubiese frontera. Debo volver en unas semanas. A enseñar español básico. A seguir escribiendo la novela, la novela, la novela, que será mi tesis. Intento ser escritor, pero no he publicado nada trascendente. Las Semanas Santas, fechas misteriosas, lejanas. El verano del 2012, año de Olimpiadas en Londres y de Palenque, Chiapas. Con Clarissa. Sus mejillas sonrojadas por el bochorno hipnótico de esta selva, nuestra amiga, nuestra protectora, nuestra fotografía en la pirámide vecina, a solo unos años, a solo unos años, a solo unos años, Clarissa, dónde te encuentras, no sé nada de ti, te he perdido el rastro físico y virtual, ahora estoy en Palenque y no tengo ideal en qué parte del globo andas. Espero que estés siguiendo tu sueño de ser médico.
Es una tarde veraniega del 2020 y estoy en el Terry Hershey Park, en el oeste de Houston, en el barrio donde viví un año entre el 2009 y el 2010. Camino con mi madre tratando de esquivar a los mosquitos que se estrellan contra mi cara mientras avanzamos. Alguno se cuela dentro de mi mascarilla y me empieza un cosquilleo en la nariz. Ayer corrí cinco o seis kilómetros, y llevo entrenando desde abril, después de haber abandonado por completo el atletismo por más de un año. Clases de doctorado, lecturas, viajes, dos separaciones, y poco más. Pretextos. Estoy emocionado por haber vuelto a las pistas. Por fin hago algo por mi cuerpo, por mi salud y por volver a ser aquel joven deportista de la universidad. Por fin llevo más de dos meses sin fumar. Quizás eso se lo debo al COVID-19, al virus infame que me sitúa en estado de mayor riesgo, ya que empecé a disfrutar del cigarro desde el verano del 2003. Mamá y yo tenemos hambre. Compremos caldo de pollo en La Hacienda, me dice. Me grita el paladar, me exige comida. Me recuerda al caldo de pollo que preparaba mi abuelita Concha. Y un agua de tamarindo helada. Veamos si podemos caminar tres o cuatro kilómetros y vamos, le contesto.
Pasamos una zona debajo de un puente al lado del Buffalo Bayou con decenas de murciélagos. Me aprieto la mascarilla. No sé qué tipo de murciélagos le pasaron el COVID-19 al pangolín. No vaya a ser que de este lado del globo otro tipo de murciélagos le pasen el COVID-19 o un virus similar a otro tipo de animales y me caiga el chahuistle. Salimos del túnel a un área con juegos infantiles y unas barras de calistenia. Recuerdo la última vez que me colgué de unas, la mañana de Navidad del año pasado en el Parque del Buen Retiro, en Madrid. A ver si puedo alzarme unas cuantas veces ma, le digo. Me sorprendo de la cantidad de veces que logro levantar mi propio peso. Doy un salto al suelo con grava. Aterrizo con mi pierna izquierda. Cruje. Siento un hormiguero entero que me sube desde el talón hasta la rodilla, por la parte de atrás, doblegando mi pantorrilla. Grito con todas mis fuerzas. No puedo caminar. Cojeo. Me tiro al suelo. Me sobo la pierna como puedo. Me crujen los músculos. Me tallo con ambas manos en un intento desesperado de que desaparezca el calambre. No es un calambre. Me punza la pierna, rítmicamente, y con cada pulsación, mis lagrimales se humedecen. La gente alrededor se me queda viendo. Me acuesto en el suelo y miro al cielo.