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El Tolstoi colombiano

A Renán Darío Arango

Como un Tolstoi colombiano, con su melena blanca tocada por el viento, Renán Darío Arango nos espera en la esquina de Lexington y 77. Está sentado, cómodo, sonriente. Lanza su primera frase irónica y nos identifica enseguida. Se para como un barón rampante y nos lleva de camino por la calle 79 –al este de Manhattan– hasta Central Park. Bruno está reacio al principio y Catalina avanza con pereza en un cochecito celeste y liviano.

Los viejos carros de helados y bebidas se apostan en la lujosa y larga Quinta Avenida. Al costado, se eleva el enorme Museo Metropolitano. Mejor vamos otro día, un día de semana, dice Renán Darío, sentencioso. Los fines de semana son insoportables. Mucha gente se agolpa en los pasillos y va a ser imposible caminar con los niños.

Nos metemos de súbito en un jardín del parque central con una escultura de osos. Renán despliega su cámara ágil y nos toma una instantánea. Yo tengo en mi memoria las imágenes que Renán ha tomado en los rincones insólitos e inhóspitos de Nueva York. Hombres abandonados y caños rojos, mujeres ancianas, gays porfiados, galpones vacíos, autos eternos en las calles sucias. Esas imágenes recorren los pasillos herrumbrados de mi memoria cuando Renán aprieta el fuego de su cámara.

Al rato, salimos por una callecita estrecha y nos encontramos con un lago quieto lleno de patos y tortugas. En invierno esto es un espejo de nieve, remata Renán y se ríe, como un poeta en apuros. Rápido, sentencioso e informal.

Sin remilgos, Renán apostrofa la caminata. Yo tengo problemas inmobiliarios, dice y empuja sin problemas el cochecito de Catalina. Tengo problemas como casi todos en esta bendita ciudad. Unos pocos se hicieron de muchos edificios y empezaron a construir como locos, despreciando el valor de sus habitantes, sus formas de vida en comunidades. Esta ciudad está perdiendo grandes y antiguos monumentos, y todo por los malditos billetes. Tengo contrato de arrendamiento hasta el año próximo pero la dueña, una hija de papá, como decimos allá, me quiere correr amparándose en una ley viciosa y traicionera.

Yo miro hacia la calle interna del parque y veo las bicicletas que se cruzan como moscas porfiadas. Los caminantes conversan al ritmo acelerado de la callecita afiebrada.

Renán continúa. Dentro de poco me quedo sin casa, dice. Pero esto es así. Estar aquí implica pasar por esta crisis. Nueva York me ha traído muchas crisis. Me vine aquí por una exposición colectiva que incluía mi obra gráfica y que se hizo en Washington. Un amigo me dijo que se iba del departamento y me lo dejó. En esa época se pagaba muy poco, apenas 300 por un piso como ese. ¿Ves?, dice, y me mira solo por un segundo. ¿Ves? Un piso como estos de Lexington, ahora es imposible de caro. Levanta el brazo y señala las torres que han quedado atrás. Y así pasa con todo. Me vine de Barranquilla a estudiar y vivir en Medellín donde me seleccionaron para hacer una exposición y me quedé para siempre en Nueva York. No hay melancolía en su tono. Lo dice aguerrido, impetuoso.

En un recodo descansa. Levanta la cabeza y deja sus ojos en las copas de los árboles. Se toca el pelo y se acomoda la melena blanca. Renán es un león colombiano, un solitario animal rugiente, irónico y mordaz. Renán empuja el cochecito de Catalina y sigue con su historia.

Mejor vamos al castillo, dice. ¿Qué opinas, Bruno? Mi hijo se ríe y asiente.
Seguimos camino al castillo que está cerca del teatro en el que se ponen las obras de Shakespeare. Desde arriba, tenemos una vista estupenda de las torres infinitas. Las copas de los árboles altos tocan las nubes. Y de espaldas están las puntas de los rascacielos. Como si la urbe quisiera imponerse ante la naturaleza insólita.

No quiero desmerecer este entorno pero la ciudad se olvida de sus múltiples rincones, dice Renán, como un filósofo del parque. Yo saco fotos de las bocatomas, esas bocas que están para proveer agua a las mangueras en casos de incendio. ¿Las vieron?, pregunta, retórico. Para mí son formas artísticas, son esculturas, agrega. Son parte de la estética urbana que pasa desapercibida.

Renán tiene una mirada artística de la ciudad. Se detiene en las esquinas y muestra los edificios, cuenta episodios sobre los monumentos, añade datos, narra historias sobre los rincones del parque, esculpe el tiempo como un cineasta de lo nimio y lo fugaz. Sus fotos se detienen en esas cosas que para otros no tienen importancia. Las palabras y las imágenes conforman un mapa de su vida pasada y del esplendor de la ciudad. Sus fotos muestran con una lupa los rincones ocultos de Nueva York.

Yo iba una mañana caminando por la avenida Lexington, dice Renán, y veo que a contramano viene un hombre que se parece a un amigo que me visitaba todos los fines de semana. Se llamaba Javier, estaba estudiando un máster en Long Island y vivía en mi casa los fines de semana. Bueno, venía por la Lexington y me topo con ese tipo que para mí era Javier. Cuando estoy a dos metros lo veo mejor. Yo llevaba mi cámara colgada en el pecho. La llevaba a todos lados. Lo veo más cerca y nos cruzamos. El hombre levanta su cara y me mira. Se ríe en un instante, justo cuando yo lo miro. Yo también me río. En ese momento me doy cuenta de que no es Javier. Es John Lennon. El tipo se bambolea mientras camina. Es John Lennon y se ríe para mí. ¿Me entiendes? En un segundo, lo miro y él se ríe. Claro, habrá pensado: este tipo no sabe quién soy. Y se está perdiendo la oportunidad de sacarme una foto. Eso pienso ya detrás de Lennon. Y ya es tarde. Ya estoy dos, tres o más pasos detrás de él, y toco mi cámara y me lamento. ¿Sabes? No lo podía creer. Lennon vivía por esta zona, pero al otro lado del parque, en el edificio Dakota, y caminaba por aquí. Y yo lo cruzo y no lo reconozco y después lo veo y me doy cuenta de que es Lennon. Me pongo como loco. Me pierdo la oportunidad de mi vida. Un tiempo después lo matan. Pum. Se acabó.

Renán me mira. Se ríe. Lo miro. Me río. No tengo nada para decir. Él tampoco. Veo su gesto mudo, como alguien que sabe que tiene un pedazo de historia en el presente. Lo vuelvo a mirar y veo una mueca que me trae el inmediato pasado: tengo el túnel de la música en el parque. Ya estamos en la Lexington de nuevo y tengo el túnel mágico que vi hace unas horas. Música debajo del puente. Un túnel corto como una pausa en el tiempo, como una máquina en el tiempo. Son dos instrumentistas. Un violín y un chelo. Nada más. Tocan un concierto de Mozart. Al lado hay un grupo de chicos que acarician una ardilla. Renán los mira y se acuerda de un músico que tocaba en la salida del subte. El violinista tocaba todas las mañanas. Llegaba a las seis en punto de la mañana. Un día lo levantan de un canal de televisión. Y lo entrevistan en un programa de éxito. Le piden que explique el fenómeno. ¿Por qué toca en el subte, en medio de la mugre? El músico les dice que vive mejor en el subte que en el teatro. Los periodistas no lo entienden. ¿No prefiere tocar en una orquesta? Ya lo hice, dice el músico. Gano más en el subte, entre la gente. Me atienden mejor. Renán cuenta ese trozo de pasado como si fuera el dueño del submundo de Nueva York. Y yo veo a los niños que acarician a la ardilla y escucho la música de Mozart en el túnel, como si fuera un cono que elide el tiempo, un trozo de armonía en el silencio del parque.

Nos detenemos en una esquina frente al semáforo. Renán se ríe y se toca la melena blanca, esa que lo emparienta con los sabios de la India y de Rusia. Renán se ríe y parece que no le hace falta nada más.

 

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