En su batalla incesante contra la inmigración latinoamericana y contra México, el presidente Donald Trump decidió a principios de abril enviar entre 2,000 y 4,000 efectivos de la Guardia Nacional a la frontera con el vecino del sur.
La alarma del mandatario se disparó cuando se enteró de que una caravana de inmigrantes –en su mayoría procedente de Honduras– cruzaba México rumbo a los Estados Unidos.
En realidad, se trata de una marcha conocida como el Viacrucis del Migrante que se realiza cada año desde 2010 con el propósito de dar a conocer las tribulaciones que sufren los inmigrantes en su ruta hacia el norte. Este año la mayor parte venía huyendo de la miseria y la inseguridad ciudadana en Honduras, males agravados desde el golpe de Estado que los militares le dieron al presidente Manuel Zelaya el 28 de junio de 2009 para imponer un gobierno de derecha.
A pesar de los numerosos problemas económicos de Honduras, el gobierno de Zelaya tuvo grandes logros sociales, como dar educación gratis a todos los niños, reducir las tasas de interés bancarias, aumentar el salario mínimo en el 80 por ciento, dar comidas gratis en las escuelas a más de 1.6 millones de niños de familias pobres, integrar a los empleados domésticos al sistema de seguridad social y ayudar a unas 200,000 familias que vivían en condiciones de pobreza extrema, a la vez que suministraba electricidad gratis a los más necesitados. Una serie de mejoras sociales que a la derecha hondureña le resultaba intolerable.
Los gobiernos que siguieron al de Zelaya revirtieron sus conquistas sociales. La pobreza no se ha reducido, y actualmente afecta al 61 por ciento de los 9 millones de hondureños. La desigualdad es enorme, y las angustiosas condiciones de vida empujan a muchos a emigrar. La reelección del presidente derechista Juan Orlando Hernández –una reelección controvertida sobre la que llovieron acusaciones de fraude electoral– causó un estallido de protestas y la consiguiente represión policial. Honduras es un hervidero de problemas sociales del cual el que puede, huye.
La historia de las intervenciones norteamericanas en Centroamérica, casi siempre para instalar o apoyar gobiernos que no eran progresistas, es larga y conocida. Pero al presidente Trump la historia parece tenerlo sin cuidado. Washington podría pagar su deuda con las naciones del istmo tendiéndoles una mano para favorecer su desarrollo económico y poner coto a la violencia, una forma segura de reducir la emigración. En vez de eso, Trump decide militarizar la frontera con México, alarmado ante el peligrosísimo avance de mujeres con niños y de jóvenes en busca de trabajo para ayudar a sus familias.
En realidad, la caravana, según dijo la entidad Pueblo Sin Fronteras, que coordina las marchas de inmigrantes, se desorganizó en México y muy pocos prosiguieron la marcha hacia el norte. Pero el daño ya está hecho. Los gobernadores republicanos de Texas, Arizona y Nuevo México anunciaron el 9 de abril que enviarían 1,600 miembros de la Guardia Nacional a la frontera, hasta que se construya el muro anhelado por Trump que separaría a los Estados Unidos de América Latina. La base de apoyo nacionalista y racista del mandatario se siente complacida por la decisión de su jefe de movilizar a las tropas para cerrar la entrada a los pobres del sur, mientras los acaudalados lavadores de dinero entran por los aeropuertos y compran propiedades de lujo, pagadas en efectivo, en Miami y en Manhattan. La frontera con México sigue siendo, como dijo Carlos Fuentes, “una cicatriz”, la cicatriz de una herida que tarda en cerrar.