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Pieza de hotel

Hay algo en el silencio inmóvil, irreal, de una habitación de hotel que me fascina. La elipsis brutal produce un corte y me hace entrar en una dimensión paralela, utópica, y a la vez falsa. No me encandila lo falso sino lo imposible que parece real. En cierta medida, la habitación es irreal, es una cápsula del tiempo, una máquina que produce pequeños instantes íntimos y evanescentes.

En la pieza convexa de un hotel, estoy en la ciudad. Al mismo tiempo, el cuarto es un túnel que me lleva a un rincón secreto. Estoy en una zona inexplorada, escondida. En un sentido, esa privacidad es un número, impersonal y único. Y eso me da una extraña felicidad.

Cuando cierro la puerta de la habitación (Hotel Exe Colón, sobre Pellegrini), encuentro un paquete marrón en la cama. Lo miro con cautela. Me fijo si hay cámaras. Me acerco lentamente, como si fuera una bomba. Lo rozo. Y lo doy vuelta. No tiene remitente. Ni sello. Sólo un cartel blanco que dice Fabián.

Mi curiosidad sempiterna me obliga a abrir. Pero me contengo. ¿Y si alguien me envía un mensaje mafioso? Entro al baño y reviso mi cara como si fuera otro. Es un mandato de la especie. Quiero ver mi rostro por si el paquete contiene la posibilidad de no volver a verme. Me mojo la frente. He estado en un café de Palermo, con el amigo Consiglio. He hablado con Claudia Ramón de los ancestros que se desplazaban según el olor rojo del fervor ruso. He revisado los anaqueles de Eterna cadencia como un maniático. Necesito descansar.

Me recuesto despacio. Empujo levemente el paquete hacia un costado de la cama, evitando que el cuerpo extraño haga movimientos bruscos.

Enciendo el televisor. El ruido me hace olvidar lo que me espera a la noche.

Miro unos minutos y después giro mi cara. El paquete sigue ahí, intacto en su mansedumbre. El timbre del teléfono me sobresalta. Atiendo. El empleado me dice que un cadete ha dejado un paquete y que han tenido la voluntad de acercarlo. No hay ningún rastro de intriga en la voz. Habla con parsimonia. Solo cumple con un acto mecánico.

Cuelgo.

Vuelvo mis ojos a la ventana. La ciudad es un cúmulo opaco y compacto de escaleras, ascensores y desolación.

La lluvia cae sin porqué.

Grabo un mensaje en el celular para mi esposa. No hago mención del paquete. Solo trato de decir adiós sin usar un tono dramático. Es una forma de despedida.

Me decido.

Saco el cartelito blanco. No hay pegamento detrás. Minuciosamente, rompo el papel.  Veo la tapa de lo que parece un libro.

Nervioso, quito el resto de la cubierta. Es un paquete enviado por AH editorial.

Unas horas más tarde, Natalia me dice que en medio de la lluvia y los traspasos el remitente se ha perdido.

Me recuesto. Vuelvo a mi cápsula intima del tiempo.

La ciudad estira sus alas en el vacío. Los ángeles humanos de Wim Wenders rondan las calles, solitarios y ufanos. Y giran, giran, cerca, como si fuera la última vuelta.

 

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