El pasado año podría describirse de numerosas maneras, desde bizarro y de no creer hasta deprimente y estrambótico. Incluso surrealista, si se quiere. Que es justo como se viene venir el 2017.
Dondequiera que uno tenga acceso a información, principalmente en las redes sociales, los tópicos “fake news”, propaganda, injerencia rusa, Trumpistas vs. Antitrumpistas, etc., es todo lo que se escucha, lee y ve.
A veces siento que vivimos en una realidad alterna, en un episodio de la vieja serie The Twilight Zone, o que como para Neo en The Matrix, nuestras vidas se desenvuelven dentro de una gran matriz del absurdo.
Casi 30 años después de la muerte del más reconocido exponente del surrealismo, Salvador Dalí, nuestro paisaje es un páramo incomprensible e inconexo donde símbolos dalinianos como relojes derretidos, elefantes, caracoles, erizos, hormigas y huevos parecen más razonables que todo lo que nos rodea.
Si viviese hoy
Salvador Domingo Felipe Jacinto Dalí i Domènech, Marqués de Dalí de Púbol, falleció el 23 de enero de 1989 en su natal Figueres, Cataluña. Y con su partida, el mundo perdía a su último gran artista. Me pregunto: Qué diría Dalí hoy día de estar vivo, cómo interpretaría nuestra realidad con su pincel o brocha o lápiz.
Se dice que en tiempos difíciles, las artes proliferan y cumplen una responsabilidad: la de reflejar lo que sucede en el momento. Nos pueden hacer cuestionar, invitan a reflexionar, increpan, hasta molestan. La que tal vez fuera bagatela costosa tiene la oportunidad de transformarse en arma de disidencia o megáfono de protesta.
Pero tengo mis serias dudas sobre el poder de las artes en este tiempo, sobre todo en lo que a las visuales se refiere.
¿Qué exponente plástico actual podría hacer de su obra y su firma una declaración de inconformidad con repercusiones globales? Quizás en algunos aspectos Banksy, Shepard Fairey, Ai Weiwei. Pero se quedan cortos.
No es lo mismo el reconocimiento internacional que estos artistas-activistas hayan logrado a través de la comercialización, la publicidad y la crítica, que convertirse en figuras icónicas para la modernidad que trascienden idiomas, culturas y etnias. Han llegado a ser celebridades, pero no íconos.
Iconos como Dalí o Andy Warhol, con sus aciertos y desaciertos, fortalezas y flaquencias.
¿Tomaron estos la lucha por los derechos humanos o por alguna otra causa? No necesariamente, y hasta se les puede criticar por eso, si uno es de los que piensa que los artistas deberían utilizar su fama y su trabajo como herramientas sociales, aún cuando ellos no quieran o busquen ser ejemplos de nada.
Como tantos otros, Warhol y Dalí vivían de venderle a gente rica y pintaban bajo jugosas comisiones muchos de sus retratos. Dalí además tuvo cuestionables pronunciamientos políticos a través de los años que a veces se contradecían y que parecían más actuaciones para llamar la atención que opiniones sinceras. Los dos fueron acusados de contar con asistentes que hacían muchas de sus creaciones mientras que ellos supuestamente se dedicaban a firmarlas.
Enemigos de lo común
Lo que estos artistas lograron, sin embargo, fue escupirle en la cara al convencionalismo, violentar lo cotidiano y persistir en la memoria a través de sus creaciones y de su forma de ser.
Warhol, el excéntrico, católico, homosexual de peluca platinada que, valga la redundancia, popularizó el arte pop; Dalí, el genio-loco de sexualidad y espiritualidad fluidas y bigotes vivientes que se vendió a sí mismo como su mejor creación.
Ambos se transformaron en nombres y hombres para la historia, llegando a casi todos los rincones del planeta, en épocas en que no existían las redes sociales, ni el culto desenfrenado a las celebridades o la obsesión de tantos por ser famosos.
Hace décadas, Dalí se paseaba con un ocelote como mascota, o sacaba a caminar un oso hormiguero por las calles de Nueva York. En 1955, manejó de España a Francia en un Rolls Royce blanco cargado con 500 kg (1,102 libras) de coliflor, porque, según dijo en una ocasión, “¡todo termina en la coliflor!” En 1936, dictó una charla vestido con traje de buzo (y casi se asfixia); hizo un viaje a Nueva York en barco con el salvavidas puesto todo el tiempo; y en un recorrido en tren, se amarró a sus pinturas con un cordel.
Era esa forma de ser, calculada mucho o poco, o no, la que impresionaba porque reflejaba quién era, sin que un equipo de mercadeo, publicistas nerviosos o aduladores asesores de estilo le dijeran qué tenía que hacer para generar atención y mantenerse vigente. En ese rol de autoreinvención continúa, lo asistía su mujer, Gala.
En tiempos recientes, Lady Gaga desfila por la alfombra roja con un traje cubierto por trozos de carne y ello no pasa de ser temporera carnada mediática, bocado de paparazzi y combustible en la maquinaria publicitaria que funciona 24/7.
Últimamente, la Gaga ha bajado los decibeles a sus aspectos estrambóticos para lucir “normal”, y hasta sus canciones reflejan eso. Ya se cansó de quien era.
Dalí nunca dejó de ser Dalí. Él sabía utilizar a los medios para dar a conocer su obra, la cual tenía mérito de por sí y duraría tras su muerte, mediante sus excentricidades. Pero Dalí pagó por ser quien era. Otros colegas detestaban su afición por la promoción y el escándalo, y prácticamente lo excomulgaron del surrealismo. Hasta en sus inicios, durante sus años de estudiante, fue expulsado de la escuela de arte.
En Hollywood, muchos artistas ahora se declaran en contra del nuevo presidente estadounidense desde sus sitios de privilegio, pero sus discursos, por bien intencionados que sean, se disipan en segundos en el ciberespacio. Mientras, los que quisieran apoyar públicamente a Trump no lo hacen por miedo a ser objetos de escarnio o a que sus carreras se afecten. Los escritores liberales en este país, por su parte, hablan de resistencia, a la vez que una de las principales editoriales, Simon & Schuster, le ofrece un contrato por $250,000 a un troglodita cibernético de ultraderecha para que escriba sus memorias. ¿Y los artistas plásticos, de cualquier bando? Parecen destinados a la obsolescencia.
Ya lo dijo el extinto grupo español Mecano en el estribillo de su canción Eungenio Salvador Dalí: “Los genios no deben morir”.