El 7 de enero, dos fundamentalistas islámicos irrumpieron en las oficinas de la revista satírica Charlie Hebdo in París y asesinaron a doce personas, entre ellas cuatro caricaturistas de la publicación y dos policías, y dejaron once heridos, varios de gravedad.
El ataque parece haber sido una reacción brutal a las caricaturas ridiculizando al profeta Mahoma que Charlie Hebdo, una irreverente revista que se define de izquierda y antirracista, publicaba con frecuencia.
En este caso, primero que todo, hay que condenar el crimen y reafirmar el derecho a la libertad de expresión. Francia es un país de leyes y de libertades, y la sátira tiene una larga tradición en su cultura. Como equilibrio, los franceses tienen leyes contra la difamación. Si alguien se siente ofendido por una publicación, puede presentar su caso ante un juez. Pero a los fanáticos no les gusta acudir a los tribunales. Su argumento es la violencia. Y eso no se puede tolerar.
La matanza en Charlie Hebdo causó una inmediata protesta mundial. Cientos de miles de personas en muchas ciudades se lanzaron a la calle condenando la masacre, alzando lápices y plumas (como símbolos de la libertad de expresión de los dibujantes y los escritores) y portando carteles con el lema en francés Je suis Charlie (Yo soy Charlie). Si el objetivo de los asesinos –como todo indica– era ponerle una mordaza a la revista, no se salieron con la suya: las caricaturas de Charlie Hebdo se han hecho posiblemente más famosas en todo el mundo que nunca antes. Lejos de suspender su actividad editorial, los sobrevivientes de la revista anunciaron una tirada en la semana siguiente al ataque de un millón de ejemplares, muy por encima de sus habituales 60.000. En realidad imprimieron tres millones, que se agotaron rápidamente, y luego dos millones de ejemplares más.
Je suis Charlie se ha convertido en el lema de los que defienden la libre expresión como un valor fundamental de la democracia, por encima de la censura torpe o la agresión criminal. La respuesta multitudinaria en las calles y en las plazas de cientos de ciudades, en los medios de comunicación y en los medios sociales, es un poderoso mensaje de solidaridad con las víctimas del extremismo y una defensa poderosa del derecho que todos debemos tener a expresar nuestros puntos de vista.
Ahora bien, la matanza ha tenido otra consecuencia contraproducente. La islamofobia que asoma desde hace tiempo su feo rostro en Europa se exacerba con la masacre cometida por los fundamentalistas mahometanos. Ya hay voces en la prensa y en la calle condenando no solo a los agresores y a la organización terrorista de Yemen a la cual al parecer pertenecían, sino también a toda la comunidad islámica.
Sin embargo, numerosas instituciones y líderes musulmanes de diversos países repudiaron inmediatamente el ataque a Charlie Hebdo. Muchos islámicos participaron en las protestas en Francia y en otros países. El domingo 11 de enero, más de millón y medio de personas recorrieron las calles de París en un desfile multitudinario contra el terrorismo. Entre los jefes de Estado de medio centenar de naciones que se unieron a la manifestación, junto al presidente galo, François Hollande, se encontraba el presidente palestino, Mahmud Abbas, un musulmán. Numerosos creyentes en Alá que viven o han nacido en Francia se sumaron a las manifestaciones.
Pero la bestia xenófoba se niega a sucumbir ante el discurso de la razón y de la solidaridad. Con renovado brío, los racistas difunden su retórica de odio hacia el otro, hacia el extraño, y sobre todo hacia el pobre, por todas partes y en todos los medios. “Todos los musulmanes no son terroristas, pero todos los terroristas son musulmanes”, dicen algunos comentaristas, fingiendo que son justos, que no discriminan. Pero es mentira que todos los terroristas sean musulmanes. La falsa afirmación de estos comentaristas es en realidad una incitación al racismo, un pretexto para vincular el terrorismo con todo el Islam.
Hay mil millones de musulmanes en el mundo, y miles, quizá decenas de miles, de extremistas islámicos. ¿Cuál es la proporción? ¿Un terrorista por cada diez mil musulmanes, por cada cien mil? Acusar a todo musulmán de terrorista sería como afirmar que en los Estados Unidos, un país frecuentemente estremecido por matanzas cometidas con armas de fuego, todo poseedor de una pistola es un asesino. Los racistas del movimiento alemán Pegida (Europeos Patrióticos contra la Islamización de Occidente) y los que comparten sus ideas olvidan o no quieren recordar que el arrogante colonialismo europeo fue la causa de la llegada al Viejo Continente de numerosos inmigrantes provenientes de países islámicos. Los racistas estigmatizan a los inmigrantes musulmanes porque en su mayoría son pobres, hacen los peores trabajos y son discriminados, incluso en la democrática Francia. Pero a ninguno de estos xenófobos, ni a ninguno de los altaneros analistas políticos de los medios, se le ocurriría tildar de terroristas o discriminar a los potentados musulmanes, a los multimillonarios de Dubai, al rey de Arabia Saudita, quienes, cada vez que se les antoja, visitan la Bolsa de Nueva York o se pasean a sus anchas por las soleadas costas europeas del Mediterráneo, sin despertar sospechas, sin que a ninguno de nuestros denodados comentaristas se le ocurra vincularlos con el terrorismo. Estamos en presencia de una discriminación racista contra los musulmanes pobres que pueblan la Europa democrática y a la vez xenófoba como una resaca de los tiempos del colonialismo.
De manera que hay que defender la libertad de expresión frente a la crueldad de unos extremistas religiosos que en el nombre de un dios cometen una matanza atroz. No podemos callarnos ante la barbarie ni aceptar el miedo como forma de vida. Pero al mismo tiempo, hay que salirle al paso al monstruo del racismo, desenmascarar a los comentaristas disfrazados de paladines de la libertad, que en realidad son partidarios de la xenofobia y la discriminación más descaradas.
Por todas esas razones, para defender la libertad de expresión y asimismo la solidaridad con nuestros semejantes, con los seres humanos de cualquier parte, de cualquier origen y de cualquier credo, seamos todos Charlie. Yo también soy Charlie. Je suis Charlie.