Carmen Jiménez @elmonolector
Alejandro Gándara (Santander, 1957) se convierte en su última obra, Las puertas de la noche, en narrador en primer persona para contarnos una historia de muerte y vida, desesperanza y consuelo. La historia de un maduro profesor de creación literaria casado con una chica joven. Un tipo feliz con su oficio al que en un solo año, cuando cumple los cincuenta, se le muere una alumna y dos amigos. Poco después, nace su hija Iris, la niña que, de alguna forma, le devuelve las vidas que se han ido.
Su editora, Pilar Reyes, afirma que estamos ante un libro sobre la muerte, la vida y el tiempo. Usted dice que habla sobre el consuelo. ¿Qué hay exactamente detrás de Las puertas de la noche?
Exactamente, no lo sé. Es un libro en que el lector tiene mucho que decir. La amplitud de su intervención determina lo que hay en un libro que básicamente trata sobre la vida y sobre sus retos radicales. Y desde luego trata sobre cómo aliviar el dolor y el miedo. Pero yo no lo sé todo y por eso tengo que entrar en diálogo con los otros. Lo que hay que aprender no se aprende ni solo ni en casa.
Tengo entendido que lo hizo para dedicárselo a la hija que iba a tener y que su mujer le reclamó que lo concluyera una vez nacida. ¿No es un poco tremendo regalar a una hija recién nacida un libro sobre la muerte? A lo mejor, digo yo, se hubiera conformado con un cuento…
O con una cuenta de ahorros para que de mayor haga estudios de ingeniería, ya puestos. Me parece a mí que cuando traemos un hijo al mundo le entregamos, junto a su vida, un certificado de mortalidad. El niño aprende pronto que todos nos morimos y no sabe qué hacer con eso (como la mayoría de los adultos, por otra parte). La obligación de quien trae un ser humano al mundo es darle lo necesario para que se enfrente a lo temible, para que escape de la desesperación y de la angustia.
En la novela se habla de lloros, pena, epitafios, enfermedad, dolor, muerte, angustia, desgracia, agonizantes, desahuciados, tristeza, ausencia, miedo, cementerios, despedidas, responsos… ¿Qué hace un hipocondriaco confeso como usted escribiendo sobre estas cosas?
En realidad, la novela habla de que todas esas cosas no sólo son asumibles, sino de que gracias a ellas somos los que somos, amamos como amamos, nos apegamos a las cosas y a la vida. Si fuéramos inmortales o intocables, seríamos otra cosa y todo tendría otro sentido. En cuanto a la hipocondría, nadie es perfecto.
La obra combina relato autobiográfico y ensayo. ¿Por qué ha elegido esa fórmula?
Porque no son géneros distintos, sino enfoques complementarios. Lo que diferencia a los textos es el tipo de palabra que se utiliza y yo utilizo la misma, lo que se llama palabra sensible, para moverme en esos campos. La filosofía siempre ha procedido de la poesía, y viceversa.
En la obra, su hija Iris le devuelve un poco las vidas de los que han muerto. También afirma que “el conocimiento sirve para aprender a morir”. ¿Ahí está el consuelo, en los vivos y en el conocimiento?
Con toda seguridad. El miedo corre en paralelo a la soledad y a la ignorancia. La gente a veces sustituye esos procedimientos con alguna especie de dogma o de fanatismo, pero acaba resultando que tienen más miedo que el resto, hasta el punto de que se inmolan de alguna manera.
Hay mucha sinceridad en esa voz en primera persona que nos presenta al protagonista, su gemelo, como un tipo que siente el impacto de las muertes de una ex alumna y dos amigos, pero no la pérdida que comporta. Es decir, alguien que rehúye algo tan ineludible como el duelo. ¿Cobardía o instinto de supervivencia?
Estupidez, más probablemente. La cobardía nos devuelve el miedo multiplicado y no hay instinto de supervivencia alguno en la necesidad de huir, pues las cosas nos acaban alcanzando: de la vida no hay quien escape. En cuanto al duelo, dice usted que es ineludible. Sin embargo, por psicología y por cultura, la gente lo elude de mil formas distintas. No es tan fácil hacerlo.
Su protagonista dice: “este libro se escribirá porque algo ha cambiado ya, porque algo está cambiando, porque algo, al final, habrá cambiado”. ¿Qué ha cambiado? ¿Acaso ha encontrado “la paz inesperada del que conjura el miedo mirándole a los ojos”?
Simplemente, prestando atención a los procesos de cambio, tanto radicales como cotidianos, ya sean muerte de seres queridos o despedidas y mudanzas, ayuda a marcar los tiempos, a saber que el tiempo está ahí y que nosotros cambiamos con el tiempo. En nuestra cultura, que carece de ritos, los individuos hacen tránsitos sin darse cuenta y es frecuente el caso de un viejo que se ve como si fuera joven o de alguien que atraviesa las épocas de su vida sin enterarse. La mayoría somos una especie de ancianos rockeros con mentalidad adolescente.
Usted confiesa ser un escritor minoritario. ¿Le extraña con novelas tan peculiares como Las puertas de la noche, en la que además se utilizan palabras como feérica, perícopa, reptiliano, lacedemonio, hipóstasis, células eucariotas, gerenio o propiocepción?
No me extraña, ya que he sido el primero en confesarlo. Ahora bien, todas esas palabras vienen en el diccionario (o debieran venir) y no exceden el nivel de bachillerato (otra cosa es el bachillerato que haya hecho cada uno). Si no se sabe lo que dicen, se buscan y ya está. Pero hasta ahora el texto lo han leído personas de variopinta condición y no se han parado demasiado en ese tipo de palabras para las que, por otra parte, no hay muchos sinónimos. Aprender no está tan mal.
Tiene usted cierta malquerencia hacia la crítica. ¿Por qué?
Si usted quiere, podemos llamarla crítica. Yo lo que observo es más bien un género reseñístico que nos inunda (salvo clavadas excepciones) y que habla ex cátedra de su propio gusto, como si su gusto lo siguiera alguien. Le falta formación, información y curiosidad intelectual y de la otra.
Usted ha contado que hace mucho tiempo que le cuesta escribir y que, en realidad, cuando se puso a escribir este libro no quería hacerlo. ¿Por qué lo hizo entonces? ¿Por qué escribe?
Personalmente, no escribo para vender enormes cantidades de libros, sino para establecer un diálogo con más personas de las que me rodean a diario. El medio cultural de nuestro país no lo permite por razones diferentes que van de lo educativo a lo informativo. Y conste que el medio no tiene culpa de nada. La culpa es mía por insistir.
Su protagonista hace una durísima reflexión sobre el oficio. ¿Baraja la fuga como Rulfo o Salinger? ¿De verdad se ve a usted mismo como a uno de esos Bartlebys o escritores del No…?
Por suerte, no me considero únicamente escritor, ni nunca me lo he considerado. No necesito escapar de ninguna condición, ya que hay muchas cosas de las que no quiero huir. Están mis clases en la Escuela Contemporánea de Humanidades, mis hijos, mis amigos, la sierra de Gredos y los montes de Liébana, el vino de Rioja, los jardines barrocos, la selección española de fútbol… ¿Adónde podría ir si me faltan esas cosas? Por lo demás, yo soy un escritor del Sí; a diferencia de la cultura española, que es una cultura del No.
En la novela hay constantes referencias a la Escuela Contemporánea de Humanidades (ECH), que dirige. ¿Autopromoción necesaria en estos momentos difíciles? ¿Cómo están capeando la crisis?
Por suerte, la ECH no necesita promoción y, de hecho, apenas la hace. Mi agradecimiento o mi publicidad se relaciona más bien con una deuda contraída con quienes han hecho posible este libro y que me han permitido estudiar y enseñar lo que yo quisiera, más allá de lo que pudiese demandar una posible clientela. Por otro lado, la ECH es una Fundación y se terminará el día en que los patronos decidan no continuar. Entre sus propósitos no está únicamente la enseñanza, también está la investigación. Pudiera darse el caso de que me quedara solo investigando y eso no cambiaría nada.
Lee aquí las primeras páginas de Las puertas de la noche.