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2014 Odisea del ciberespacio

Pedro Caviedes

Target, la tienda minorista, avisó hace poco a los clientes portadores de su tarjeta que debían cancelarla y sacar una nueva, ya que el número y la información de éstas se encontraba en poder de hackers. También avisó a algunos de sus clientes online, que toda su información estaba en manos de hackers. Un total de ciento diez millones de personas se vieron afectadas. Ciento diez millones. La cifra es más grande que la población de muchos países. Así que la información de muchos millones de personas, está ahora en manos de terceros. Pero, ¿y antes? ¿En manos de quién estaba esa información antes? ¿De sus dueños o de Target? ¿Y la información y las fotos y todo lo que divulgamos en las redes sociales, de quién es, a quién le sirve, en manos de quién se queda? Si la tienda Target cuenta con este número extraordinario de personas cuya información detallada se encuentra en su base de datos, y se trata tan solo de los que compraron en el período del 27 de noviembre al 15 de diciembre del 2013, ¿cuánta será el total de personas cuya información existe en la red? La suma de varios continentes seguramente.

Hace poco, otro hacker, John Snowden, avisó de la cantidad de información a la que podía acceder la Agencia Nacional de Seguridad, en busca de amenazas terroristas. La NSA (por sus siglas en inglés) no solo podía acceder a los registros de llamadas telefónicas, sino también al contenido de los emails y el resto de la información que la gente divulga, con todo gusto, en la red. El debate está abierto sobre la línea que debe demarcarse entre la privacidad y la seguridad. Yo por mi parte no tengo una respuesta clara. Si alguien me preguntara que preferiría entre que un desconocido mirara el contenido de mis emails o que otro desconocido se volara a pedazos con una bomba en el café en que yo me encuentro, diría sin chistar que lo primero. Pero hay los que no. Y hay también los que dicen que para mantener la seguridad, tiene que prevalecer la privacidad. Ahora bien, también vale preguntarse qué pasaría si toda esa máquina reproductora, incubadora y productora de información cayese en manos de un gobierno poco democrático o de un gobierno fanático, que acuse y especule sin darles a las personas el derecho a la réplica o a un debido proceso, ¿mucha gente inocente no terminaría presa (o fusilada) o con la reputación hecha pedazos, por cualquier comentario estúpido escrito en Twitter, por ejemplo, un viernes después de happy hour?

Hoy en día vivimos atados a los aparatos electrónicos como si estos fuesen una extensión de nuestros cuerpos. Una extensión con capacidad de almacenar las imágenes que escojamos, una extensión con capacidad de comunicarse con los otros desde y hacia cualquier lugar del mundo, una extensión que nos permite ver lo que están haciendo otros en vivo y en directo, una extensión que nos sirve de brújula, que nos lleva la cuenta de las millas andadas cuando corremos, que nos recomienda libros y películas y nos posibilita leerlos y verlas, que nos permite escuchar, comprar y recomendar música, que nos da acceso a hacer compras con el dedo, que nos permite trabajar sentados en la banca de un parque, que nos da la oportunidad de socializar sin presencia física, que nos da consejos y nos guía y nos enseña las mejores rutas de tráfico, y también nos recomienda los mejores museos, nos permite ver eventos deportivos y conciertos en el exacto instante en que están sucediendo, o nos entrega en una centésima de segundo la información que necesitamos para impresionar a una chica, entre una infinidad de otras potencialidades que día a día van en aumento.

Esos aparatos que hoy parecen una extensión de nuestro cuerpo, solo comparables, por la obsesión de tenerlos, no por su capacidad, a lo que sentían los hombres por los controles remotos de las televisiones de antaño (función que hoy también cumplen los teléfonos), esos aparatos, decía, esa extensión de nuestros cuerpos, son la cuchara que alimenta los inmensos bancos de información virtual que hoy por hoy pululan en nuestro mundo aunque, como los pensamientos con nuestro cerebro, la única forma de que podamos verla, es a través de otros aparatos.

Ulises ya no tendrá que partir de Troya para alcanzar Ítaca, ni tendrá que enfrentarse a los cíclopes o vivir con la ninfa Calipso ni atarse al mástil de su barco para evitar lanzarse en pos de las sirenas y su canto. Tampoco Bowman y Poole, viajeros de la Odisea de Stanley Kubrick, tendrán que pelear con una computadora para poder atravesar “de Júpiter a más allá del infinito”. Es en el ciberespacio donde se encuentra la nueva Odisea de los hombres. ¿Qué será de esa palabreja, tan bella y tan manoseada por los humanos, esa palabreja por la que tantos han muerto, esa Libertad por la que todavía algunos siguen luchando? Curioso, mientras en países como China o Cuba, los jóvenes pelean por un Internet libre, en los países donde es más libre, como los Estados Unidos de Norteamérica, pelean porque esa libertad no signifique una carta blanca para las agencias de seguridad de los gobiernos.

¿Cuál será la balanza?

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