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Todo es cuestión de segundos (de 8 al menos)

 

Nadie presta atención. O, al menos, no por más de ocho segundos, que es lo que estudios han demostrado es el período de concentración que una persona tiene hoy día. Estamos al mismo nivel de un pececito goldfish.

En el año 2000, esa duración era de 12 segundos. La cifra actual la reveló este año Microsoft. Ironía: que una de las megacompañías que ha sido en gran parte responsable por esa desconcentración masiva de la humanidad, sea la que informe esto.

Apenas tenemos paciencia. Destilamos nuestras emociones en un torrente de comentarios incesantes en las redes sociales, convirtiendo a Facebook, Twitter, Snapchat, etc., en megáfonos que deben ser escuchados y no contrariados, bendecidos con un “Like” o un emoji sonriente.

La tolerancia no dura más de 140 caracteres. ¿Para qué leer más? ¿Que mueren periódicos y revistas y con su deceso peligra la democracia? Después que tenga mi WhatsApp, no importa. Ya lo dijo el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump: gracias a sus tweets, llegó a los votantes que lo instalaron en la Casa Blanca.

Mientras seguimos montados en ese fantasioso tren bala felicitándonos a nosotros mismos ante “amigos” en el ciberespacio por cualquier dato, hecho o foto, por insignificante que sea, de nuestras vidas, o atacándonos con brusquedades y groserías que cara a cara rara vez nos atreveríamos a repetir, se nos han ido atrofiando las capacidades de razonar y de sentir empatía.

Pensamos más en cómo sumar seguidores de Instagram que en sacar tiempo para buscar información certera, fidedigna, útil – tarea poco fácil hoy, es cierto, dado el colapso total de la prensa, pero no imposible – que contribuya a mejorar nuestras vidas. Otra ironía: que en la era en la que más información tenemos a nuestro alcance, en toda la historia de la humanidad, más desconocedores e ignorantes de la realidad nos encontramos.

Nadie me lo tiene que contar.

Llevo años viéndolo en muchos de mis estudiantes, diestros hasta más no poder en el arte de la distracción por Internet, las computadoras y los teléfonos inteligentes, y de comentar sobre juegos de vídeo, texteando emociones en vez de vivirlas, pero perdidos a la hora de analizar situaciones, de cuestionar asuntos, de hilvanar tramas. Repito: la configuración de nuestros pensamientos, y por ende de nuestras emociones, está cambiando, y no para bien. Los neurocientíficos lo saben.

Ante todo, anti-pensar

Cada año, la Organización para la Cooperación Económica y Desarrollo (OECD), entidad con sede en París que analiza múltiples temas globales y que con esta información asiste a gobiernos a promover la prosperidad y luchar contra la pobreza, hace un análisis sobre el estado de la educación en muchos países. Cada año salimos deficientes en América.

Asia lidera las encuestas sobre excelencia académica y presupuestos nacionales destinados a la educación. Entre los primeros 10 puestos figuran también algunas naciones europeas. Estados Unidos, si bien ostenta la mayoría de las mejores universidades del mundo, entró en 2015 en la escala general de educación en el puesto 29, según indicadores sobre el desempeño de los niños en las matemáticas y las ciencias.

Más preocupados estamos al parecer persiguiendo a Pokémon GO, leyendo sobre el robo de las joyas de Kim Kardashian, discutiendo las broncas de las Real Housewives of Atlanta, o siguiendo ciegamente al partido político de nuestra predilección. Miramos con desprecio o tedio, sin embargo, todo lo que tenga aire de erudición, porque preferimos vivir en un reality show donde nos den nuestro entretenimiento digerido.

Nos informamos a través de medios que avalan nuestra forma de pensar; optamos por rodearnos de personas que piensan como nosotros; desconfiamos del que duda y nos deslumbramos ya no meramente por la celebridad y la fama, sino por lo notorio y lo vulgar.

Los grandes medios de comunicación, desde The New York Times en el mundo anglosajón hasta Univisión en el de habla hispana, pecaron este año como nunca de todo esto. Consideraron que las masas son crasas, y las ignoraron a costa de su propia credibilidad. Periodistas estrella que se codean con las esferas del poder en almuerzos decorosos y galas fastuosas, que venden libros para ensalzar su marca y ganan cifras muy distantes de la realidad de la gente común, fracasaron en hacer su trabajo bien.

Sólo tenías una responsabilidad que cumplir… y fallaste

Tantos analistas, periodistas, politólogos, le rieron las gracias a Donald Trump. Tantos otros se enamoraron de Hillary Clinton. Su timing fue desastroso.

Crearon caricaturas por igual para abordar en segundos problemas complejos; apelaron al sensacionalismo en busca de ratings; se montaron en cruzadas en pro o en contra de los candidatos que, a) enajenaron a los que no pensaban igual, lo que avivó la desconfianza de esos sectores, energizando sus posiciones contrarias o contribuyendo a que se quedaran en casa, b) se aislaron ellos mismos de la realidad en la calle, obnubilados por formar parte de la historia contada, y c) entorpecieron la labor de escrutinio e investigación que era esencial pero que conllevaba concentración, paciencia y, sobre todo, tiempo.

Una tormenta perfecta de altanería, confianza excesiva, ineptitud, narcisismo y prisa llevó a que casi todos los medios y los sondeos y los pronósticos y los augurios sobre las elecciones presidenciales 2016 estuvieran errados. Ahora, abundan los actos de contrición y mea culpas. Too late. Su hora vino y se fue.

La realidad del juego: nadie gana salvo la casa

El déficit de atención que sufrimos nos ha llevado a como estamos hoy. Estafados.

Quien crea que Donald Trump será el campeón de las clases olvidadas, del hombre trabajador blanco aplastado por la globalización y la tecnología, de una operación que extirpe el tumor de la corrupción en Washington, se va a llevar tremenda sorpresa. Basta con ver ya los nombres que considera para los puestos más importantes de su gabinete y uno puede darse cuenta del colosal timo. El supuesto “outsider” se manifiesta ahora como acérrimo “insider”.

Quien haya estado convencido de que Hillary Clinton, representante del establishment, era la candidata ideal en un mundo convulsionado por el populismo, el nativismo, los movimientos de derecha, y cualquier cantidad de fobias grotescas, sencillamente no miró a su alrededor. No escuchó, no prestó atención y aún así, siguió a la carga. ¿Qué les dijo Bernie Sanders, gente?

Las estructuras de poder en esta oligarquía de la que habló el ex presidente Jimmy Carter al referirse a la nación estadounidense del siglo XXI, seguirán en pie, con los ricos en control y sus activos en aumento, los pobres dependiendo de dádivas y la clase media en continua erosión.

Los intelectuales podrán disertar, los activistas protestar, los partidarios llorar o festejar, pero nada o muy poco va a cambiar para quienes más lo necesitan. Continuaremos destilando nuestras emociones en las redes sociales y gritaremos a los cuatro vientos digitales, solo para terminar otra vez donde empezamos.

Cuándo vamos a aprender que nuestros “líderes” prometen de todo y, por lo general, no cumplen. O lo que hacen, si hacen algo, muchas veces termina siendo lo contrario de lo que pregonaron. Responden a otros intereses, que lo mismo pueden ser políticos que económicos o hasta foráneos (Trump y su curioso “bromance” con Vladimir Putin, los Clinton y un jugoso donativo de Qatar a su fundación, etc.), y que parecerían ir en contra del bien de la nación. Este año, la clase política, la prensa y los expertos, se convirtieron, más que nunca, en los candidatos de Manchuria para una nueva generación.

Una búsqueda en Internet le refrescará la memoria si no recuerda o desconoce lo que es un candidato de Manchuria. Y lo mejor es que no le tomará mucho tiempo. Menos de ocho segundos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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