Search
Close this search box.

Clausewitz y yo de Carlos A. Aguilera o esa obscena escena familiar

 

Cuando se trata de temáticas que caracterizarían la narrativa latinoamericana de estas últimas décadas, cobra un nuevo impulso la que desarrolla las relaciones  familiares, no cualquier tipo de éstas, sino las que se encuentran determinadas por la incomunicación, la culpa, el odio, cierta forma de violencia, cuando no las que son sometidas a las asperezas del exilio (voluntario o impuesto). Basta pensar, solamente por dar algunos ejemplos, en novelas como Los peor de Fernando Contreras (1995), donde el prostíbulo familiar es una metáfora para interrogar a la sociedad costarricense, o bien Bocetos para un retrato de familia (2008) y (ella) (2012), de las peruanas Julia Wong Kcomt y Jennifer Thorndike, respectivamente. En la misma línea, Clausewitz y yo es el misterioso título que Carlos A. Aguilera, escritor cubano, nacido en 1970, publica con Suburbano Ediciones. Se trata de un relato largo en el que se cuenta en detalle, desde la primera persona, el parricidio que comete el narrador, nada menos que con una escopeta de dos cañones: “(la bala) le entró por el borde superior de la ceja derecha y le salió inmediatamente por detrás, llevándose con ella parte de su cabeza, su pelo, su sangre, sus venas…, e incrustándolo todo en la pared”. El brutal asesinato da pie a que se cuente, a lo largo de una veintena de páginas, la áspera relación entre padre e hijo, mediante un tono y un registro que buscan justificar el acto, sin excluir la diatriba.

Nada más comenzar el relato, el anónimo narrador plantea un doble deslinde, de orden ético y moral:

“De ese momento, el momento en que alcé mi dos cañones y vi cómo la bala entraba y salía de su cabeza, he estado minuto a minuto preocupado, cabizbajo. Y no lo digo por arrepentimiento o angustia. No. Matar al propio padre o a la propia madre no tiene ninguna importancia: ninguna otra importancia que jurídica, tal y como se encargan de remacharnos abogados, jueces y cárcel. Una importancia legal. Y lo legal es lo que se escapa a toda intuición, todo orden, toda idea…, así que prosigamos”.

Así, buscará desmarcar lo contado de la culpa y, como es evidente, el arrepentimiento. Al mismo tiempo, evacúa cualquier intromisión de un discurso particular, el del derecho, ajeno a la intuición que el narrador reivindica para sí. De esta manera, se tratará de un intento por posicionarse, desde luego, pero al mismo tiempo por caracterizar a su escritura como marginal, en la medida en que se deslinda de aquella práctica escrita que busca reglamentar la vida en sociedad. Antes bien, lo que anhela para sí y también para lo que transmite, mediante la escritura, tiene más que ver con la insumisión, la puesta en tela de juicio de la autoridad – representada sintomáticamente en el padre – y con ella de los fundamentos de la sociedad, en ocasiones más proclives a sostener las miserias familiares, sus estrecheces y sordideces que a entregarle al individuo una atmósfera sana. La escritura del narrador es la contraparte, el negativo fotográfico de la letra que rige y normativiza.

Si la escritura del narrador se posiciona en la otra margen del derecho, entonces lo mismo ocurre con su literatura. El relato Clausewitz y yo es, al mismo tiempo, una confesión, una invectiva y un ajuste de cuentas. El lector no debe buscar en el texto de Aguilera ningún esfuerzo por proteger la institución familiar, antes bien nos muestra una familia en el que la violencia es la norma, por culpa de un padre obsceno, miserable y odioso, pero también un hijo más preocupado por el esteticismo de sus actos que por la corrección de estos (“Del huequito aún le salía sangre y, ese huequito, más el huequito exacto, redondo, fotogénico, único de la pared, formaban una extraña simbiosis, una conexión difícil y secutora…). Así, la violencia, por su exacerbación o por su desnaturalización, es el motor de los actos, la raíz de las relaciones, el sentido de las palabras. Como muy pocas veces ocurre en la literatura latinoamericana, Aguilera ha escrito un texto sustentado en una necesidad de expiación que se verbaliza en la ficción. Por eso, la palabra, tal y como también ocurre en El túnel de Ernesto Sábato, establece  un incómodo vínculo de complicidad entre el narrador y sus lectores, vínculo que permite asomar a las obscuras raíces del crimen, entregarles un sentido humano que, a la vez, no le hace perder en nada su abyección.

La forma con la que Aguilera ha escrito el relato le insufla a éste esa particular respiración que acompaña toda la confesión del narrador, una respiración que oscila entre los largos periodos y las frases concisas. El autor cubano alterna los párrafos narrativos, en los cuales se cuenta, antes que nada, la relación entre el narrador y su padre, también se describe la personalidad de este último, con las líneas formadas por una sola oración, las cuales poseen otras intenciones. Algunos ejemplos: “A mi padre lo maté de un plomazo”, “Mi padre era un asesino”, “Un asesino de lo estético, lo vivo, lo diferente, lo intenso”, “Mi padre era un déspota”, “Mi padre era un viejo”… Los ejemplos abundan y se multiplican en su esfuerzo por acusar y entregar epítetos al padre, convertido en el motivo recurrente, en el objetivo al cual dirigir las palabras asesinas. Esas oraciones breves se incrustan en el texto con rabia crispada, la misma con la que pautarán el desarrollo de lo contado, desde el inicio hasta su amargo fin.

Finalmente, no debemos olvidar que Aguilera ambienta su relato en una Europa rural y germano hablante, lo cual nos recuerda los relatos de escritores latinoamericanos de generaciones recientes que, desde Roberto Bolaño, parecen haber redescubierto la literatura en lengua alemana, sus paisajes y temáticas, incluso aquello que podría ser característico de ella como puede ser el hecho de que interrogue el mal en cualquiera de sus formas (los ejemplos más emblemáticos son La literatura nazi en América y 2666). Si bien los escritores nacidos entre las décadas del cincuenta y del sesenta consumieron antes que nada literatura en lengua inglesa (pienso en particular en Rodrigo Fresán, Alberto Fuguet, Edmundo Paz Soldán, entre otros), quienes vinieron después parecen interesarse en la literatura alemana, una tradición literaria que hasta el momento poco había inspirado a los latinoamericanos. Este interés se traduce, al mismo tiempo, en una ambientación de lo contado en espacios alemanes, como las grandes ciudades o el campo, tal y como ocurre en Clausewitz y yo. En ese sentido, la literatura de Aguilera me recuerda en particular las ficciones de escritores como Herta Müller y Thomas Bernhard, ficciones en las cuales lo familiar ocupa un lugar preponderante no tanto por su pretendido componente idílico como por las tensiones que se refugian en el seno de éstas.

Si bien es cierto que la temática familiar es inherente a las letras latinoamericanas desde su origen, también lo es que estos últimos años asistimos a una nueva manera de plantearla. Esta vez no se trata tanto de los alcances alegóricos que puede poseer la familia – como emblema de la nación y los conflictos sociales y políticos que les son inherentes -, sino más bien de caracterizar su progresiva disolución, fractura, por culpa de la pérdida de valores que antes habrían podido darle un sentido. El amor filial y la complicidad de pareja, por ejemplo,  encuentran en la literatura de Aguilera su revés, quiero decir un retrato sin concesiones ni idealizaciones que en su representación, descarnada, adolorida, dibuja la mueca grotesca de la verdad. Al mismo tiempo, extiende los límites de la narrativa latinoamericana, dejándose influenciar por otras tradiciones literarias, renovando una temática singular. Por todas estas razones, vale la pena leer a Carlos A. Aguilera una y otra vez; Clausewitz y yo, pese a su brevedad, repercute en la sensibilidad del lector como un cañonazo.

*Descarga Clausewitz y yo haciendo click en la imagen

Clausewitz_y_yo_-_Carlos_A._Aguilera

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit