Mi vida es un concierto de equivocaciones, una tragicomedia con música de Wagner y libretos de Molière…
—¡Fiuuu-í… fiuuuu-í…!
—¡Ya salgo, negro…!
»En épocas de mi infancia, mis compañeros del Juventud Prado —equipo de fútbol de mi barrio— solían buscarme para salir a pelotear, silbándome desde el patio exterior de mi casa. La mitad del equipo eran negros, todos muy amigos míos.
Mi madre, al escucharme, salió apurada de la cocina y me dijo, sotto voce:
—¿Por qué le dices negro?
—Porque todos les decimos negro a los negros… es mi amigo, el negro Manuel; el otro Manuel es cholo, así los diferenciamos.
—Pero no se dice negro, mejor di mulato o moreno… no se vayan a molestar y terminen haciéndote algo malo…
Siguiendo las recomendaciones de mi madre, y estando de invitado en una fiesta de la zambocracia limeña, en el callejón de Los Tres Patios, les decía a mis amigos negros, en el intercambio de bromas, cosas como «ustedes los mulatos…» o «ustedes los morenos…», hasta que Don Grabiel (así, no Gabriel), papá de uno de mis amigos, me agarró por la nuca y me dijo: «Mira gringuito, acá todos somos negros, a mucha honra, así que déjate de mariconadas con eso de mulatos o morenos, o vas a terminar comiéndote una ensalada de suela de zapato con punta…»
Oído esto, seguí disfrutando de la jacarandosa amistad de mis queridos amigos oscuros, sin el sentimiento de culpa que me podría causar el uso de la palabra «negro» tal y como la usan entre ellos mismos en su trato amical y en la batidera.
Años más tarde salió eso de «african-american» y yo pensaba en mis eventuales vecinos, los hermanos Schwartzel, neoyorquinos, —hijos de padres sudafricanos— uno rubio y el otro pelirojo, ambos de ojos azules y de piel más blanca que las nalgas de Nicole Kidman, pero con pecas…
Cuando llegué a New York, como turista con necesidad de asilo, logré agenciarme de una licencia de conducir que caducaba a los seis meses (igual que el permiso de permanencia que me dieron al ingresar por el aeropuerto de Newark, que está en New Jersey, pero pegado a Manhattan), con la cual pude conseguir, gracias a mis amistades, un empleo de chofer-repartidor de mercadería automotriz entre los car-washes de los suburbios, montado en una furgoneta Ford Transit blanca, de estreno.
No había para ese entonces GPS y teníamos que desplegar tremendos mapas para ubicarnos. Pero una mañana, manejando por el condado de Orange, New Jersey, me vi rodeado de tantas construcciones, reparaciones de vías y desvíos que terminé perdido, como Travolta en su famoso GIF.
Empecé a dar círculos en una zona industrial desierta, sin nadie a quién acudir, hasta que paré al lado de la vía y encendí un American Spirit, que encontré en la consola, para ayudarme a pensar en cómo llegar a mi destino o, al menos, en cómo salir de allí.
A la segunda pitada vi con entusiasmo cómo un hombre negro, de más de medio siglo, se me acercaba sonriendo, con la mano extendida, pidiéndome un cigarrillo.
Wallace —así dijo llamarse— estaba vestido entre hippie y rastafari, pero lucía limpio y más o menos decente; tenía su melena canosa contenida en una gorra exagerada y una pequeña barba que disimulaba un poco su precaria dentadura.
Le obsequié un American y se lo encendí, aprovechando para preguntarle cómo llegar al West-O Carwash, en el 87 de la Main Street.
—Es difícil de explicar, men, pero justo voy por ahí —me dijo—, llévame en tu van y te dirijo hasta la puerta misma de ese car-wash por el camino más corto y seguro.
Tenía prohibido subir a extraños en el vehículo, pero necesitaba recuperar los minutos perdidos y entregar a tiempo la mercadería, así que —viendo lo escuálido y agradable que lucía Wallace— decidí llevarlo, aunque —just in case— tomé una pesada llave Stillson, de fontanero, de la caja de herramientas y la coloqué en el bolsillo lateral de la puerta, al alcance de mi mano.
—Hey men, tu inglés me suena un poco raro, ¿eres ruso?— me dijo
—No, mi lengua natal es el castellano y estudié inglés británico en un instituto, hace muchos años; aún no asimilo el inglés americano.
—¿Y de qué parte de la URSS es ese kastiano?
—El cas-te-lla-no es el principal idioma español, soy latino hispanohablante, no soviético.
Y así, entre su inglés musical de palabras cortadas, lleno de slang, y mi latino-English, que tira para rusinglish, empezamos una simpática conversación en la cual intercambiamos anécdotas de nuestra diferente convivencia interracial (o interétnica, para que no jodan) yo con mis amigos del barrio y él en el servicio militar con los marinos usanos.
Wallace fue dándome las instrucciones precisas para llegar a mi destino, además de consejos de cómo comportarme en esos barrios peligrosos y me contó algunos chistes antiguos y malos, de los pocos chistes racistas que hay contra los blancos; simulé reír, lo mismo que de seguro hacía él al oír los míos.
Luego de un recorrido agradable con este pintoresco personaje, llegamos al West-O, un car-wash medianón, pero con mucho movimiento. Saqué una lata de Coca Cola de la máquina expendedora del lobby y se la ofrecí a Wallace, y también un sandwich para acompañarla, a pedido de él. Wallace no quería despedirse y aprovechando que entré a presentar las facturas al manager, empezó a descargar la mercadería, a pesar de que le había reiterado que estaba prohibido que lo hiciera gente ajena a la compañía y que debía hacerlo yo solo.
Despedí a Wallace, dándole infinitas gracias, y terminé de descargar y de despedirme de la gente del car-wash. Cuando subí a la Ford, me encontré otra vez con él, sobre el asiento del copiloto, en posición fetal; me dijo que por haber descargado la furgoneta, lo estaba atacando un terrible dolor a la columna, en donde tenía una hernia discal.
—¡Pero Wallace, solo cargaste dos cajas de las pequeñas, yo descargué las otras veintitrés y además te había advertido bien claro que no lo hicieras, la culpa no es mía!
—Aun así me duele horrible, men, tienes que llevarme al hospital; apura, men, que queda un poco lejos, esto es tu business, no me gustaría tener que llamar a la policía, recuerda que tú eres extranjero y yo sí soy americano y veteran, tienes todas las de perder, acá por menos que esto te meten preso y allí en la jaula los blanquitos posh no la pasan nada bien.
No sé si fue más mi sorpresa o mi indignación; el amable Wallace del camino se había transfigurado y con su nueva cara de delincuente pretendía extorsionarme.
De nada valieron mis súplicas para que se comportara decente, «pensé que éramos amigos» le dije, «yo no soy amigo de nadie, y menos de un asqueroso blanco, o me llevas o te hago meter preso por abuso laboral y físico, apúrate, men, o prefieres que mis amigos te rompan el culo en la cárcel».
Mientras mejor le hablaba, peor era su actitud, sonaba avezada, delincuencial.
Wallace me miraba con un odio malsano, como si estuviera poseído por un demonio. No me quedó otra cosa que aceptar y arrancar la Ford, siguiendo sus indicaciones con dirección al hospital, para evitar un escándalo que perjudicara a la empresa y que terminara con mis huesos en un oscuro calabozo, a la espera de la deportación.
En el camino, mientras pensaba en cómo librarme de mi abominable pasajero, Wallace, con una actitud retadora, fingió condescendencia para decirme:
—Mira, men, el hospital te va a salir bastante caro, mejor dame unos doscientos bucks y déjame donde me encontraste, yo me las arreglaré solo.
Dios quiso que yo no tuviera una Magnum 44 en ese momento. Mi nivel de indignación era tal que me costaba trabajo hablar y por ratos hasta respirar. Recordaba a mis amigos de la infancia, gente buena, alegre y bullanguera, pero sobre todo bien intencionada, decente, incapaz de una bajeza.
Llegamos a la zona industrial abandonada; por precaución estacioné la Ford unas cuadras antes del lugar en donde conocí a Wallace, quien mantenía su mirada fiera, amenazante; salvo sus extravagantes ropas, no se parecía en nada a la amable persona que recogí allí cerca.
Tomé una polvorienta bocanada de aire y, mientras trataba de recordar alguna frase del Dalai Lama, abrí mi billetera sintética y extraje el único billete que me alumbraba en ese día. Con la mano izquierda cogí con fuerza la llave Stillson e imitando la cara furibunda de un guerrero maorí —con los dientes apretados para contener la ira—, miré fijamente a los ojos de Wallace, le enseñé mis manos y le dije:
—Solo tengo este billete de veinte dólares y esta llave Stillson para peinarte a fierrazos, maldito engendro, fucking motherfucker… ¡tú escoges!
Wallace se puso lívido, los ojos se le saltaron y empezó a sudar frío; tomó los veinte dólares con la mano izquierda con un movimiento lento, sin quitar la vista de la llave Stillson, mientras que con la otra mano abría la puerta de la furgoneta. Apenas separó el billete de mi mano, saltó fuera de la Ford, y, olvidando todos sus dolores ficticios, salió disparado hacia los hangares pidiendo auxilio, mezclando sus helps con sucias maldiciones obscenas. En un in promptu, pisé el acelerador y me le fui encima, como para atropellarlo; soltó un grito desgarrador cuando le pasé por el costado, rozándolo a la mala, a toda marcha, camino a la North Day street, para la fuga. Wallace dio un salto y terminó revolcado en el suelo.
Cuando crucé por unos letreros publicitarios que cubrían el sol, el juego de luz y sombra hizo que pudiera notar el reflejo de mi rostro en el vidrio del parabrisas: nunca antes había visto esa sonrisa maligna en mi cara, creo que nunca la había tenido, ni la he vuelto a tener; me asusté de mí mismo y hasta se me salió un «perdóname Diosito» que me sorprendió.
Tomé la I-280 Essex Freeway con destino a Kearny, donde quedaba Olde Dad Inc., la empresa que me empleaba; ya en plena high way, inserté, en el ojal del tocadiscos, un CD de Zucchero, de blues en italiano, para calmar los nervios, y, luego de algunas millas, empecé a tararear sus canciones.
Me quedé sin almuerzo, pero la cara de terror del negro Wallace pagó con creces mi ayuno involuntario y calmó mi sed de vendetta, per sempre.