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VALLES MONUMENTALES, COLINAS ÉPICAS


Las catedrales fueron grandes obras colectivas dirigidas por un maestre que muchas veces quedó en el anonimato. Lo importante era la obra. Esa dimensión anónima cambió de forma radical con la modernidad y el ascenso del autor. La última de estas grandes obras fue la Sagrada Familia y todos conocemos al arquitecto —ya nunca más maestre— que estuvo detrás: Antoni Gaudí (1852-1926). En el ámbito de la literatura, se han comparado algunas obras con las míticas catedrales. La principal: En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust (1871-1922). Se trata de una obra monumental de la Francia de principios del siglo XX. Pero en una serie como esta, en donde se bucea en el conflicto político del País Vasco de las últimas décadas, lo interesante sería encontrar una catedral literaria que atravesara la historia de Euskadi en busca de las raíces del conflicto. Pues bien, esta obra existe. No es otra que Verdes valles, colinas rojas (2004-2005), de Ramiro Pinilla (1923-2014).

     Pinilla fue el gran outsider de la literatura española en el siglo XX. Merecedor de premios de prestigio como el Nadal de 1960 o el Premio de la Crítica de 1962 por la novela Las ciegas hormigas, o el Premio Nacional de Narrativa por el libro que aquí se reseña. Entremedio, decidió transitar los circuitos más marginales de la literatura, incluyendo la autoedición y la fundación de un sello de difusión muy limitada. Sin embargo, fue finalista del Premio Planeta en 1971 con Seno. Y cuando el primer volumen de Verdes valles, colinas rojas, La tierra convulsa, apareció en Tusquets, ya venía precedido por una aureola de gran obra al haber corrido entre circuitos literarios vizcaínos de forma limitada.

     Esa obra monumental se construye en torno a una narración épica de Getxo, localidad pesquera cercana a Bilbao, en la que Pinilla residió durante la mayor parte de su vida. Se trata de una ambiciosa trilogía en donde, a través de la historia mítica de la localidad, y de una pléyade de personajes, se explica la realidad vasca. El relato lo articulan dos familias: los Baskardo y los Altube—árbol genealógico de ambas incluido en el libro—. Y la industria que funda Camilo Baskardo y preside la transformación del paisaje y de las relaciones entre los dos clanes. El primero noble, nacionalista, pretende mantener las esencias vascas, pero desde el elitismo de las clases altas, como se refleja en el personaje de Cristina Oiaindia, mujer de Baskardo, ferviente seguidora de Sabino Arana, fundador del nacionalismo vasco. Ese fanático nacionalismo vasco transforma a sus hijos. Se trata de un nacionalismo falsamente populista. Cristina no está dispuesta a que sus hijos se mezclen con la gente del pueblo, aunque los alabe públicamente. Eso vuelve loco a su primogénito: Martxel, que no puede casarse con su prometida, una Altube, y arrastrará a su hermano Jaso a la demencia, de la misma forma que empujará a la hermana: Fabi, a un matrimonio insatisfactorio.

     Los Altube, en cambio, son la representación de ese pueblo. Inicialmente trabajan la tierra. Viven en caseríos. Pero después se convierten en los obreros de la industria de Baskardo, y también de la industria de Oiaindia que, pese a su actitud purista, también acaba invirtiendo en el hierro.  Son algunos de los miembros de la familia Altube los que fundan el primer sindicato de Getxo. También serán algunos de sus miembros los que pasen a formar parte del incipiente movimiento socialista.

     Y entremedio Ella, la emigrante que llega de fuera no se sabe muy bien cómo acompañada de una menor—Madia o Magda, nunca se llega a saber su nombre—, entra a formar parte del servicio de los Baskardo y acaba saliendo de esa casa con un hijo bastardo de Camilo en su barriga, valga el juego de cacofonías. Gracias a la ayuda inesperada del párroco, Ella se convierte en la gran competidora de Cristina Oiaindia. Pretende sustituir el linaje purista de Cristina con su hijo. Toda la primera parte (La tierra convulsa) se articula en torno a esa disputa. Los cuerpos desnudos, la segunda, en cambio, descubre cómo se reorganiza el territorio con la caída en desgracia de los Oinaindia y el ascenso de los descendientes de Ella. Para dejar la tercera parte (Las cenizas del hierro) como análisis de la violencia. Es entonces, con la caída en desgracia de la alta industria vasca, cuando surge el problema del terrorismo, primero de forma incipiente. Después, corroyendo los cimientos de toda la sociedad.

     Pinilla construye así una panorámica de las raíces del conflicto, de una naturaleza mítica, hasta milenaria, para mostrar que en el fondo todo estuvo podrido desde el principio. Lo hace sirviéndose de una legión de personajes y de su buen manejo de la escena y el diálogo. Hay secuencias que dejan un imborrable poso simbólico. Sin embargo, este lector debe reconocer que por momentos se hace muy difícil encontrar algún personaje que genere empatía. Cristina Oiaindia es insoportable en su fanatismo. Y Ella repele por su frialdad y un resentimiento poco justificado. Los personajes femeninos parecen construidos desde la misoginia. Y eso resta interés por la narración, o la hace trasnochada. Tampoco parecen muy verosímiles las locuras de los descendientes de los Baskardo. Ya se sabe, no todas las catedrales son del gusto de uno, pese a que se deba reconocerse esa ambición por recoger las pulsiones colectivas.

 

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