Cuando hace dos años se tradujo por primera vez al castellano parte de la obra de Lucia Berlin, la crítica y el público saludaron calurosamente la labor de una autora que hasta ese momento había permanecido en el anonimato. Algo similar había pasado también en Estados Unidos, país donde había nacido en 1936 (Alaska) y fallecido en 2004 (California), víctima de un cáncer de pulmón contra el que había luchado durante sus últimos tres años de vida. Ese primer volumen, Manual para mujeres de la limpieza, reunía cuarenta y tres de los setenta y seis cuentos que ella había publicado en libros de editoriales independientes y escasa circulación. Fue gracias a la tarea de los escritores Lydia Davis, Stephen Emerson, August Kleinzahler y Barry Gifford que en 2015 uno de los más importantes sellos, Farrar, Straus and Giroux, publicó esa recopilación que alcanzó un éxito rotundo, ubicándose en la lista de los libros más vendidos según The New York Times.
Berlin había tenido una existencia tan accidentada como azarosa. Hija de un ingeniero de minas que debía viajar constantemente, vivió en Idaho, Kentucky y Montana, y en 1941, cuando aquel se alistó en el ejército, ella se mudó con su madre a El Paso, Texas. Terminada la guerra, y al regreso del padre, la familia se trasladó a Santiago de Chile pero en 1955, cuando apenas había cumplido 19 años, Lucia comenzó sus estudios universitarios en Nuevo México y contrajo matrimonio con un escultor que la abandonaría dos años después, dejándola a cargo de sus dos primeros hijos. A los 22 años se había casado nuevamente, esta vez con el músico de jazz Race Newton (sus primeros textos los firmó como Lucia Newton), a quien dejaría tiempo después para seguir al también músico (y adicto a la heroína) Buddy Berlin, padre de sus otros dos niños.
De todo esto y de nuevos y casi siempre frustrados amoríos, de la gente que la rodeó y a la que ella dio cobijo, de sus enfermedades y de su alcoholismo, de los múltiples trabajos en los que debió desempeñarse, de sus decenas de mudanzas, de los lugares donde vivió y de las ilusiones que colocaba en cada uno de ellos, hablan sus cuentos.
Cosas terribles
Berlin dedicó buena parte de su vida a contarles cuentos a sus cuatro hijos. En el prólogo a Una noche en el paraíso, el nuevo volumen con veintidós relatos que acaba de publicar Alfaguara, Mark Berlin, el mayor de los hermanos, escribe que el primer recuerdo que tiene de su madre es la voz “leyéndonos a mi hermano Jeff y a mí. No importa qué cuento fuera, porque cada noche traía una historia con su dulce tonada, un acento mezcla de Texas y de Santiago de Chile”. Y todo indica que esas veladas, con ese público extenuado y somnoliento, deben haber sido la mejor escuela para una narradora que hizo de su obra un testimonio en el que la ficción es prácticamente una excusa, y donde, como ella alguna vez sostuvo, no le importaba contar cosas terribles si lograba hacerlas divertidas.
“Recuerdo a mi madre muy joven, paseándonos por las calles de Nueva York: nos llevaba a museos, a visitar a otros escritores, a ver una linotipia en marcha y a pintores trabajando, a oír jazz. Y entonces de pronto estábamos en Acapulco, luego en Albuquerque. Las primeras paradas de una vida itinerante, con un promedio de nueve meses en cada escala”, agrega Mark, haciéndonos recordar las primeras páginas de Vida de este chico, la estupenda novela de Tobías Wolff: “Por las noches dormíamos en habitaciones donde los faros de los coches se arrastraban por las paredes y los mosquitos cantaban en nuestros oídos, incesantes como los neumáticos que gemían en la carretera. Pero nada de esto me molestaba. Estaba preso de la libertad de mi madre, en su goce de esa libertad, en su sueño de transformación”.
“Cuando viajas te apartas de la rutina de tus días, de la linealidad imperfecta y fragmentada de tu tiempo. Como al leer una novela, los sucesos y la gente se vuelven alegóricos y eternos”, escribe por su parte Lucia en el cuento “Luna nueva”, y parecería que la idea contenida en ese par de oraciones se hubiera convertido en su lema, en una suerte de arte poética capaz de explicar su maravillosa y breve producción.
Una vida disipada
Si bien en Manual para mujeres de la limpieza casi todos los cuentos reflejaban partes, fragmentos, pedazos de una memoria destinada a exorcizar buenos y malos recuerdos, no lo hacían de un modo tan carnalmente cercano como los que dan forma a Una noche en el paraíso. Y aunque en este también se repiten algunas estrategias narrativas que son parte del sello inimitable de Berlin (por lo general una voz femenina, una identidad apenas alterada por el nombre de pila, aquí Laura, María, Lisa, Claire, muy rara vez puntos de vista alternados), la proximidad de las anécdotas y su progresión cronológica le confieren una continuidad de diario que con seguridad responda a la tarea del antólogo.
Su infancia en uno y otro rincón de la frontera de Texas y Ciudad Juárez, su adolescencia en escenarios acomodados de un Santiago de Chile que ya en 1950 avizora duras batallas políticas, los comienzos de su errática vida amorosa en Albuquerque, Acapulco, Puerto Vallarta (donde presencia la filmación de La noche de la iguana, la película de John Huston sobre texto de Tennessee Williams, con una Ava Gardner que persigue jóvenes pescadores), las despedidas de sus ocasionales amantes (“Lisa dejó a Benjamín, y lo único que se llevó fue Allá lejos y tiempo atrás, de W.H. Hudson”, escribe en “Un día brumoso”), la fortuna de un cargo de docente de Idioma español (“¿Cómo puedes llevar una vida tan disipada y ser una profesora tan rígida?”, le pregunta un colega en “Navidad, 1974”), sus años en Oakland, la lucha contra las adicciones (las suyas y las de sus compañeros), la enfermedad, la muerte cuando debe trabajar para un médico, las permanentes citas literarias, un paseo por el cementerio de Père-Lachaise donde da con las tumbas de Proust, de Wilde, de Chopin, y visitas al Louvre, donde se pierde cada vez que va.
Es fácil caer en la tentación de ubicar estos cuentos dentro del difuso género de la autoficción, pero la obra de Berlin va mucho más allá de esos inciertos corsés. Ella, con mágica destreza, hace que su propia persona sea siempre la principal protagonista de sus relatos pero logra a la vez que su presencia no resulte esencial. Berlin nunca habla de Berlin, pero tampoco nunca deja de hacerlo. Es, en definitiva, el lector quien pone la última rúbrica en un contrato que siempre aspira a la verdad.
En Estados Unidos se publicó simultáneamente otro volumen titulado Welcome home, que reúne una inconclusa autobiografía, cartas personales y fotos, que aparecerá en el mercado español recién a fines de 2019.