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Una historia que Netflix no debería soslayar

Acaba de publicarse el nuevo opus novelístico del poeta, ensayista y narrador argentino Luis Benítez: “Los amantes de Asunción”, una intriga ambientada en el siglo XIX en Sudamérica y Europa que, entre otros aciertos argumentales, revisita la violenta historia argentina.

Un amor prohibido —en realidad, un secreto a voces— apuntala la fascinante estructura narrativa de que hace gala, una vez más, la eximia pluma del autor de “Madagascar” y “Las ciudades de la furia”: la historia de amor del ex presidente, militar y fundador de la literatura argentina, Domingo Faustino Sarmiento, con su amante Aurelia Vélez Sarsfield, “la irreverente, la que no ha querido volver a casarse después de una separación escandalosa, la que ha cimentado el ascenso de Sarmiento a la presidencia”, como reza el texto de contratapa. Aurelia es, además, una mujer de admirable temple y valentía que enfrenta los prejuicios de su época; una mujer que, en todo momento, se juega enteramente por aquello que ama y en lo que cree.

El otro sobresaliente protagonista de esta novela de intriga es Harry Howard, un periodista estadounidense cuya misión es entrevistar a Sarmiento en su exilio paraguayo, más precisamente en la Asunción del título, ignorante de que se verá envuelto en un complot para asesinar al ilustre argentino, apodado “El Loco”.

La narración resulta tan rica en emociones que, indudablemente, constituiría la materia prima ideal para plasmar una de esas series televisivas soñadas por los espectadores más exigentes: un argumento sólido y atractivo, filosos diálogos no exentos de ironía y una ambientación de época que no descuida detalle alguno… Netflix, por mencionar una de las plataformas audiovisuales hoy tan en boga, no debería soslayar esta extraordinaria novela de Luis Benítez.

Así se inicia “Los amantes de Asunción”:

Harry Howard atravesará el frío mediodía de la ciudad de Asunción del Paraguay, el 14 de julio de 1888, como un fantasma más.

Como si no existiera otra cosa que sus pensamientos.

Como si no hubiese a su alrededor calles de tierra, ripio y adoquines alternándose bajo las suelas de sus zapatos, a los que el polvo iba maculando paso a paso.

Como si las gigantescas palmeras pindó, que crecen desde hace más de cien años a uno y otro lado de las calles y las desoladas avenidas, no albergaran bandadas de loros gritones que se alimentan, defecan, copulan y pelean en el aire, a treinta metros de altura.

Como si las extensas telas de arañas no formaran anchos carteles blanquecinos de una palmera a la otra, de una vereda a la otra, montadas allí para cazar, con su desmesura, murciélagos y pájaros.

Como si entre los edificios destrozados por la guerra dos décadas antes, en los baldíos donde había escuelas, iglesias, almacenes, mansiones o ranchitos, la espesa selva que rodea a la ciudad no hubiese invadido con enredaderas, árboles, arbustos y hierba cada espacio libre, cada centímetro abierto al viento helado que sopla desde el río.

Como si cada tantos y tantos pasos, un hombre con una sola pierna u otro sin los brazos no le saliera al encuentro, Harry Howard pensará en otras cosas.

No pensará en aquel al que va a entrevistar en cuanto llegue a la casa que buscará maquinalmente, con la infalibilidad de un caballo que vuelve al campamento sin jinete. No recordará, por las calles de Asunción, las varias veces que ha hecho ese camino hasta la casa severa, despojada, casi tan fea como el más famoso de sus habitantes, quien estará a esa hora en el jardín, intentando penosamente respirar y que el corazón, agrandado por décadas y décadas de fatigas e insomnios, no se le salga por la boca.

Harry Howard pensará en sí mismo, en su propia, minúscula biografía, hecha de apuestas y de pérdidas, pero iluminada por un sol más clemente, en California, que aquel implacable que hierve cada verano en Paraguay.

Pensará Harry en Marjorie, en la boda celebrada casi seis años antes, cuando creyó que, desposándola, su fortuna estaba asegurada.

Recordará Harry muchas otras cosas, pero sobre todo a Marjorie, las cintas que adornaban su cabello, lo mucho que había engrosado su figura la última vez que la había visto; las leves, todavía leves ajaduras que había descubierto en su rostro pálido, todavía joven y aún, a menudo, sonriente. Recordará las veces que imaginó un presente muy diferente de ese que lo llevará a cruzar a mediodía las calles quemadas por el pasado verano y entonces congeladas por el frío de Asunción.

Luego, recordando las calles de Los Ángeles, dejará atrás las últimas de ese ejido mordido hasta ser desmenuzado por un pasado que no es el suyo  y se internará en el suburbio, allí donde el gobierno de ese país convaleciente le ha regalado a su más famoso refugiado —aunque no lo es formalmente— un lote triangular, una casa sencilla, un jardín y unos álamos, olvidando lo mucho que había contribuido su prédica vigorosa a que el país fuera invadido y asolado por tres naciones en concierto; entre ellas, aquella de la que el entonces no oficialmente exiliado ha sido senador, ministro y luego presidente.

Una casita que, desde la mudanza del célebre y su familia, todos conocen como la Quinta del Loco, lo que en Asunción se pronuncia de tres maneras, con tres acentos distintos: con ironía, con odio o con sincera indiferencia.

La mujer delgada y adusta que lo recibirá como siempre a la puerta de la casita —tan absorto estará Harry en las imágenes de la redacción del periódico de Los Ángeles, la que recordará perfectamente— le parecerá salida de la nada, materializada allí, frente a él, lo mismo que la Quinta del Loco, en el mismo instante en que se detenga y alce los ojos, mientras la redacción entera desaparece.

Ella habrá estado jugando con dos de sus nietos allí, desde una hora antes, sabiendo que él vendría. Los chicos mirarán a Harry como si fuera un aparecido: ella, algo ruborizada, le explicará que los niños insistieron tanto en ver al “hombre de Norteamérica que viene a entrevistar al bisabuelo” (esa larga fórmula será él, en el mundo de los niños) que no encontró la manera de oponérseles… Que disculpe la molestia, que con verlo esa vez será suficiente para saciar su curiosidad, que aquello no volverá a repetirse; que su padre lo espera como siempre, en el patio trasero; que sí, que el viejo está bien, aunque no ha pasado tan buena noche por el asma y por un atracón de dulces que se ha obsequiado después de la cena, a espaldas de todas las recomendaciones de sus médicos.

El Loco estará allí, ¿dónde, en qué otra parte podría estar, entonces, al final de su vida? Y habrá seguido intentando, otra vez, trasplantar unas flores extranjeras, delicadas, frágiles, a esa tierra negra y paraguaya, donde todo lo salvaje se afinca con la seguridad de lo doméstico, de lo del lugar, creciendo de una semilla que alguien escupe al pasar, de una sobra de cocina que alguno arroja con asco, desprecio o pensando simplemente en otra cosa al fondo de la casa, y que, indefectiblemente, dos meses después es una mata, luego de diez meses un árbol de la altura de un hombre; tres años más tarde un bosque entero. Pero aquellas plantas frágiles que insistirá en hacer arraigar El Loco, traídas de otras partes del mundo, serán estériles o resultarán devoradas por las alimañas locales al tratar de hacerlas enraizar en ese rincón de Latinoamérica: empleando un paralelo que Harry Howard no entendió en su momento, El Loco le había dicho que sus retamas, sus azaleas y sus fresias eran como las ideas, bellas como ellas, frágiles como ellas, pero de igual forma, absolutamente fracasadas en su tarea de hacerse del lugar, de allí.

El Loco vestirá de brin, calzará alpargatas de yute basto y usará un panamá inmenso, acorde con su enorme cabeza, comprobará Harry; en la diestra sostendrá aquel bastón nudoso, como para desvencijar maleantes, que en el pomo tiene adosada una bocina, la que usa El Loco para intentar amplificar cuanto le dicen, absolutamente sordo desde hace tanto, que asumió la presidencia de su país dos décadas atrás  –algo que ya no le gusta recordar, como tantas otras cosas– en un silencio  que no penetraron los aplausos, los “viva Sarmiento” de gentes que lo odiaban entonces, o lo querían entonces o entonces lo veían convenientemente elevado a esa frágil condición, la del hombre –formalmente– más poderoso del país.

Claro que aquello, sobre todo para El Loco estaba claro desde hacía mucho, había sucedido no en el tiempo que se esfuerza a través los calendarios, sino en el otro, el que pasa como un rosario entre los dedos de un hombre, cada hora, cada vuelta, cada sucesión de asuntos encadenada hasta perderse en la serie, hasta que se hunde en la imaginación lo que de veras debe de haber sucedido y que, se intuye, debe de haber sido así o débil, ligeramente, apenas diferente de lo que se alcanza a recordar a los setenta y siete años, en una jardín del Paraguay. O al menos eso es cuanto se puede francamente esperar de la memoria.

Harry Howard, contra su voluntad real, sincera, la que le dictará que su verdadero derrotero no es estar allí sino gozando de un supuestamente ventajoso destino, al haber estado casado con una conveniente heredera, se encontrará condenado a ser el depositario final de los recuerdos desvaídos del anciano, del Loco que memorará cada tres tardes discursos, refriegas, acciones de todo tipo que él mismo ordenó o consintió, documentos que arrastraron a la ruina o la no menos efímera prosperidad a hombres y mujeres que apenas ha conocido, aunque a unos los había combatido y a las otras las ha tenido entre sus brazos; vaivenes de la realidad que entonces tendrán la misma vigencia que los chorros de agua que El Loco arrojará entre las plantas, atenta, diligentemente, derramando todo lo que le permitirán su fatiga crónica y su asma reciente y su corazón agrandado, desde la bomba de agua hasta los canales que se perderán entre los rosales raquíticos, los canteros de astromelias marchitas, los macizos de geranios comidos por los hongos y la humedad constante de una tierra excesivamente atenta a sus propios impulsos como para tomar en cuenta la voluntad de un viejo moribundo, por más importante que haya sido sólo veinte años antes en un país lejano, aunque el borde norte de este sólo diste menos de un día en bote, hacia el sur, partiendo desde allí, desde donde El Loco se afanará en recortar hojas mustias, descabezar brotes podridos, arrancar raíces muertas, como si fueran o hubiesen sido alguna vez metáforas, figuraciones, alegorías de otras cosas tan ciertas en su momento como esos tallos malsanos, esas putrefacciones, esas verdes materias deshechas que se obstinará todavía en desmenuzar entre sus dedos.

Y hasta todo aquello, secretamente instalado en el tiempo, habrá llegado entonces Harry Howard, ex cronista de carreras de caballos, devenido biógrafo de moribundos alrededor del mundo, con un traje prestado y un revólver empeñado, esa tarde del 14 de julio de 1888, todavía sin saber qué hacer de sí mismo y menos todavía qué escribir obligadamente sobre ese viejo sordo, obstinado y secreto –sobre todo para él, paradójicamente ajeno, aunque debía ser su biógrafo– cuando a la media hora de ponerse a hablar (sobre fruslerías primero, entrando un poco más en materia después) el balazo cruzará desde la calle, sabrán después los de la casa, venido de entre la mampostería incipiente que los separa de la acera, y Harry Howard conocerá otra vez de las tantas, muchas, qué es el miedo y qué el rigor de ese instante al que llaman el presente.

“Los amantes de Asunción”, de Luis Benítez (Editorial Vestales, Buenos Aires, 2019). 526 páginas. www.vestales.com.ar

 

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