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Una buena patada en el culo


—Qué buena ubicación, asere, justo donde no te capta la camarita ¿De operativo? —Héctor Moreno, exprofesor de física del Instituto de Ciencias de Camagüey, Cuba, me susurraba sigiloso su observación en el oído (desde atrás del sillón), a manera de saludo, sacándome de mi concentración Faulkneriana.

Estaba leyendo Las palmeras salvajes (la versión en castellano, traducida por Borges) cuando Héctor me sorprendió en una de las salas de espera de los consultorios del Jackson South Community Hospital, de Kendall.

—Hooola dottore Éttore Malanga, ja, ja, ja, no, ni cuenta me había dado. Estoy esperando a nuestra amiga Corina, que ha entrado a ver a su ginecóloga.

—¡No me digas que vas a ser papá!

—Dios me libre, brother, solo le estoy dando el raid a la muchacha.

—Pues esa muchacha está como pa’ hacerle mellizos y hasta para firmárselos.

Héctor —de cariño: Éttore— había pertenecido los servicios de inteligencia cubanos y algunas veces intercambiamos anécdotas de nuestras cortas vidas militares (hice el servicio obligatorio en las fuerzas especiales de mi país), cuando trabajábamos juntos en un almacén de Doral City, donde el gusto por las ciencias y nuestra experiencia bélica, fueron lugares comunes que forjaron nuestra inmediata amistad.

Héctor era amable, culto, bien parecido y muy querido por el personal de la almacenera, y, sin yo pedírselo, me brindó su asesoría, facilitando mi pasantía por ese insulso empleucho de mierda, que a Héctor le servía para juntar algunos dólares en pro de completar los trámites de una guardería infantil que estaba instalando en su casa, junto con su esposa, también profesora. A pesar de su carácter cool, a Héctor lo encendía cualquier asomo de abuso o iniquidad; la vida miserable bajo la dictadura castrista lo había empujado a dejar isla en balsa, embarcándolo en una trágica travesía, en la cual perdieron la vida dos de sus hermanos, quedando marcado para siempre—:Hay cosas que no pueden olvidarse compadre, no pueden olvidarse…» solía repetir, recordando además a sus familiares presos, en la cárcel y en la isla misma, remedo tragicómico de una sociedad orwelliana.

—A un gallego cubano lo botaron de la mafia porque lo mandaron a Colombia a traer Coca y trajo Pepsi —me dijo, burlándose de su propia ascendencia, y, mientras intercambiábamos bromas para alegrarnos mutuamente, como siempre que convergíamos, fuimos testigos de una escena casi increíble, por lo anacrónica: un médico gringo, alto, regordete, típico red neck, trataba en forma despectiva, y por demás grosera, a una pobre auxiliar latina, que se veía obligada a disculparse de forma más que humilde, casi servil, bastante humillante, desde el suelo, ante el galeno, quizás por evitar un mal mayor, como el perder su puesto de trabajo por una posible venganza de este abusivo patán.

El lipidoso sujeto había salido caminando de manera rápida y torpe del ascensor y, al girar, chocó a la muchacha que estaba parada esperando el ascensor paralelo, tirándola al piso junto con los legajos que ella llevaba en los brazos, los cuales quedaron desparramados sobre la alfombra cerámica de la sala.

Nos apresuramos a levantarla y le ayudamos a recoger los documentos, mientras escuchábamos el «¡fucking people!» del matasanos que se alejaba por el pasillo.

Ambos estábamos indignados, pero el recuerdo de mi situación ilegal me obligó a conformarme con maldecir entre dientes a esa bestia de médico, mientras que Héctor, rojo de ira, atinó a gritarle un par de insultos bilingües —: ¡Fucking cabrón hijo de puta, malparido motherfucker mariconsón! le gritó, perdiendo por completo su habitual compostura magisterial.

La auxiliar (al parecer centroamericana) nos agradeció avergonzada y se retiró de la salita mientras yo trataba de calmar a Héctor y sentarlo en uno de los sillones de espera.

—No asere, esto no se puede tolerar, ese engendro amorfo cree que porque tuvo la suerte de nacer en un país libre y hacerse médico, puede abusar así de la pobre gente, ¡si hasta parece hermano de Trump!… Me voy hermano, ya me chequearon la próstata, solo paré a saludarte, yo ya estaba de salida.

—Espera Éttore, cálmate un poco bróderi, si manejas tu Hyundai así te vayas a estrellar; voy por dos ricos cafés cubanos, permíteme seguir disfrutando de tu conversación mientras los saboreamos, después te vas; si sale Corinita le dices que me espere —le dije, dejándolo sentado, mucho más tranquilo, y me dirigí a la maquina expendedora de café más cercana.

No sé qué pasó en esos cinco o seis minutos que duró mi trayecto, ni cómo se dio la coincidencia, pero al regresar, caminando como chinito con los cafés quemándome las manos, escuché la voz alterada de Héctor, contestando en perfecto inglés los improperios que le lanzaba el médico de marras, y, al doblar por el pasillo, divisé a lo lejos del pasadizo el cuerpo robusto de Héctor (que parecía estilizado al lado de la mole de grasa que tenía en frente) abalanzarse sobre el sorprendido matasanos, agarrarlo de las orejas y aplicarle un tremendo cabezazo en la cara que le hizo perder el equilibrio y caer al suelo, en posición de perrito revolcado… Héctor lo hizo avanzar, a punta de patadas en el culo, hasta hacerle chocar la cabeza contra un pedestal en forma de columna griega, que sostenía una maceta que se vino abajo, cayendo justo en la cabezota del médico. Héctor, en una especie de vorágine culofóbica asesina, seguía pateando el enorme trasero grasiento del médico, que, con el eco propio del hospital, sonaba cual si fuera una ovación en el estadio Santiago Bernabéu, ante un golazo de Cristiano Ronaldo. Dejé los cafés en el piso y corrí a detenerlo, antes de que le borrara la raya del culo al gringo o le sellara el asterisco para siempre.

Aprovechando la soledad de los pasadizos a esa hora, llevamos el cuerpo desmayado del matasanos hasta un pequeño habitáculo en cuya puerta decía «Janitor»; una vez dentro, tiramos nuestra odiosa carga, en medio de escobas y «mopas» trapeadoras. Al salir, escuché dos golpes adicionales, secos, pero contundentes, y luego salió Héctor —con la sonrisa de satisfacción del gato que se comió al canario— y cerró la puerta, aplicándole el botón del seguro del picaporte por dentro e insertando un clip de metal en el orificio de la cerradura por fuera, bloqueándola, mientas yo ordenaba lo mejor posible la maceta, las flores sintéticas y su base griega.

—Asere, yo me voy pa’ La Habana y no vuelvo más —me dijo Héctor, por lo que entendí que era hora de marcharnos y desaparecer forever del mapa, al menos del mapa de ese hospital, al cual ya nunca podríamos regresar, sin jugarnos la cana.

Nos dimos un abrazo y, mientras Héctor se alejaba, fui a por Corina (que estaba pagando sus análisis en un counter vecino) la tomé del brazo y la llevé, a paso ligero, hacia las cochera, donde mi viejo Volvo esperaba (como siempre) listo para la huída.

—¿Por qué tan apurado mi rey, viste a tu mujé, a tu suegra o tienes algunas intensiones oscuras que confesalme?

—No te preocupes, chibola, que no tengo ni la una ni las otras, pero, mientras lo pensamos, ¿te gustaría escuchar una aventura inédita del héroe urbano Éttore Malanga?

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