Lo más doloroso es pensar que vendrás a ver una película y luego la olvidarás. También es doloroso pensar en que ves la película, la recuerdas por un momento y luego se te olvida. Así que trato de evitar que olvides. Intento presentar a un ser humano que no puedas olvidar.
Estas son palabras de Akira Kurosawa.
En su último largometraje documental, Soy Bernabé Aráoz, Fabián Soberón intenta volver inolvidable a un lejano héroe de las guerras por la Independencia.
La meta que propone alcanzar el director japonés, la lleva adelante Soberón con osadía, ya que apenas se inicia la película nos cuenta que no hay registros fidedignos del rostro de su protagonista. ¿Cómo transformarlo en inolvidable en una época sometida totalmente a las imágenes y a la ficción que cada imagen transmite a partir de las sucesivas intervenciones de filtros y ediciones?
Soy Bernabé Aráoz, cuenta desde un formato documental inicial, la aventura propuesta por Soberón: encontrar a partir de una pluralidad de imágenes, una representación posible de ese personaje enigmático de la historia de Tucumán y del país. Escribo inicial, porque a medida que la película se desarrolla, el género documental se resquebraja, dando ingreso a otra mixta narrativa audiovisual donde los diferentes discursos propuestos no sólo conviven, sino que se interceptan, contaminan.
El discurso de la historia, si bien parece dominante en la película a través del recurso de la entrevista, se atempera a partir de los diferentes puntos de vista convocados; de este modo, para saber quién fue Bernabé Aráoz surge un calidoscopio voraz, donde la verdad de los hechos pasados se interroga en cada escena y finalmente, se vuelve inapresable.
Fabián Soberón vuelve a rendir homenaje a Jorge Luis Borges en su exégesis fílmica de Aráoz.
La placa negra de inicio, al estilo del cine de las películas mudas, nos advierte que este personaje histórico es un enigma descorporizado, inmaterial para el presente y que cuatro artistas intentarán representarlo.
Toda una declaración de principios. Soberón parece decirnos que una respuesta posible en la búsqueda de una identidad, más allá de todo, radica en el arte.
El género documental, en una época dominada por la homogeneización de contenidos de las plataformas de streaming, ha sido acorralado por la estética seriada de las biopics. Fabián Soberón propone un desafiante camino inverso.
Facundo Nanni, el narrador caminante de esta historia es quien además recorre la ciudad de Tucumán y la devela a los espectadores en sus diversos aspectos geográficos y culturales. Su rol es fundamental para lograr completar ese rompecabezas sin certezas que la película expone. Me interesa también destacar su exhaustiva investigación histórica.
A medida que las diferentes interpretaciones y lecturas de los académicos sobre Bernabé avanzan, el espectador asiste a la trastienda de los talleres de los artistas mientras el discurso de la historia se filtra entre los pinceles y las telas.
La brillante música original compuesta por Pablo Santi completa este despliegue artístico.
La presencia de la letra manuscrita no es un detalle menor en esta película, Nanni escribe en un cuaderno desde el comienzo, también los artistas plásticos escriben y bosquejan.
Lápiz, letra, dibujo, música: los modos posibles de alcanzar y escribir sobre un rostro desvanecido y de trágico final.
La ficción ingresa en el documental cuando Facundo Nani en su trasmutación de narrador a personaje, convoca a un actor para realizar una obra de teatro sobre Bernabé Aráoz, sumando así otra experiencia artística al intento de reconstrucción de Bernabé. Una obra de teatro que no veremos ya que sólo tendremos un registro cinematográfico de sus peripecias constructivas.
La escena de la elección del vestuario del actor para la hipotética dramaturgia sobre Aráoz mientras plancha su ropa exhibiendo las marcas de la masculinidad actual, la búsqueda de la inflexión de su voz apelando también al humor, develan la imposibilidad de reconstruir hoy esa heroicidad perdida, desmantelada en un mundo sometido a la banalidad de las apariencias. No sólo el rostro de Bernabé está extraviado, sino también una épica de la existencia.
Es de destacar la potente interpretación de Mario Ramírez, quien logra finalmente, humanizar al caudillo.
En una de las últimas escenas, Facundo Nanni escucha en un tocadiscos el vinilo de la música de Bernabé, aquella que nos acompaña a lo largo de toda la película; y en esa transformación de música extradiegética a diegética, concluye la fusión de todas las expresiones del arte que Soberón convoca. Con la incorporación de la letra a la música, y la emotiva interpretación de Café Valdez, se reúnen los fragmentos desparramados de esta notable invención de Bernabé Aráoz, en una apoteosis última donde el arte y la historia hacen de la máxima de Kurosowa, un objetivo cumplido.
(Así que trato de evitar que olvides. Intento presentar a un ser humano que no puedas olvidar.)
¿Acaso podremos olvidar al Bernabé Aráoz de Fabián Soberón?
Yo creo que no.