El buldózer descansaba enterrado hasta el nivel del asiento en la fosa que había abierto su propio peso en la acera del malecón.
La calle está fofa, decía el chofer lamentándose con el jefe de la brigada de mantenimiento de viales. Los trabajadores de la brigada se habían congregado alrededor del lugar del incidente y contemplaban con asombro la mole de hierro caída en picada hasta el lecho de diente de perro, donde las olas bañaban el motor con cada ida y venida.
Fermín se detuvo un instante a curiosear y decidió tomar una foto. Las olas nos habían empapado en el trayecto de más de dos kilómetros que habíamos decidido tomar pese a la marejada y ahora teníamos un aspecto lamentable. Me dio su mochila para que se la aguantara, se acercó por la parte de atrás de la maquinaria y trató de subirse en un depósito de basura para tener mejor ángulo. Pero la tapa plástica amenazó con ceder y se bajó a toda prisa tratando de no resbalar. Yo estaba incómodo: mojado y cansado de la caminata por un malecón que me sabía de memoria y brinqué la avenida para sentarme a descansar y a pensar un poco en el nuevo Fermín.
-Oye Fer, voy a coger un diez allá enfrente,-le dije mientras cruzaba.
-Oyéee, mira que eres vaca Vicente. De esto sale tremenda foto. Le saco una o dos y nos vamos a jugar en la Play Station que te traje- respondió y se trepó al muro del malecón. Entonces me percaté que la idea de tomarle al buldózer una foto desde el mar era bastante buena, pero no lo suficiente como para que Fermín, pusiera tanto entusiasmo en todo aquello y empecé a observarlo: Estornudó un par de veces y miró en derredor buscando un punto de apoyo que le sirviera de sostén por si tenía que vérselas con un súbito empujón del mar por la espalda y no encontró nada salvo un hombre gigantesco que intentaba inflar un salvavidas. El hombre estaba sentado en el medio del muro justo detrás del cuadro accidentado y no parecía importarle el accidente, las olas cada vez más altas y las buenas fotos. Fermín había llegado a su lado cuando se percató de que el hombre del salvavidas era el alma de la foto y decidió regresar por donde había venido y situarse frente por frente al buldózer y tratar de enfocar los dos fenómenos a un tiempo.
Desastre e indiferencia sería un buen título, pensé. Sí este era un Fermín distinto, definitivamente diferente al guanajo fanático de los papalotes que había emigrado con sus padres a Miami tres años antes, y que pensaba que Moné era una especie de simio francés.
Mientras, Fermín se había parado en medio de la acera y miraba para ninguna parte con cara de idiota.
Seguro pensaba que él no era fotógrafo, que probablemente nunca montaría las fotos y que todo ese sueño artístico repentino era una estupidez endiabladamente estúpida. Así que se apresuró a llegar al lugar ideal de enfoque, no fuera a ser que el hombre se le tirara al agua o algo parecido y se le estropeara la inspiración. Entre tanto el lugar había sido ocupado por la muchedumbre y Fermín trató de poner la mejor cara de artista posible para que le abrieran paso. Sacó la cámara del estuche y la sostuvo con la mejor pose profesional que recordaba de las películas de periodistas. La gente, apenas lo notó, se replegó con cara de cómplice y pudo notar una especie de asentimiento en alguno de ellos.
Desde la otra acera pude comprobar, por la cara que puso mi amigo, que no podía explicarse por qué de pronto sintió invadida su intimidad. Creo que le molestó bastante darse cuenta que cualquiera de los trabajadores hubiera hecho lo mismo que él si hubiera tenido una cámara a mano.
Su enojo aumentó cuando se percató que algunos, los mismos del asentimiento cómplice, empezaban a buscar puntos de enfoque y a hacer gestos extraños mirándolo con el rabillo del ojo.
Entonces adoptó una nueva estrategia y empezó a hacerse el chivo loco caminando de un lado a otro con pasos ensayados que pretendían anunciar una profesionalidad establecida, que pusieran una barrera infranqueable entre su supuesta experiencia de fotógrafo genial y la ignorancia de los que se atrevían a hacerle sugerencias. Dio dos o tres carreritas ridículas amuellando las pisadas y se agachó un par de veces en lugares completamente descocotados y desde los cuales solo un entendido podría sacar una fotografía genial.
La gente seguía especulando. Y con rabia comprobó que lo único que había logrado era poner en movimiento a una pandillita de mocosos que empezaron enseguida a imitar sus pantomimas. Entonces se le ocurrió algo más drástico: guardó la cámara de un solo golpe maestro, brincó la calle y trató de subirse al poste en el que yo apoyaba la espalda, situado a unos treinta metros de la multitud, que lo miraba absorta, ya olvidada de la mole hundida y los efectos de las olas sobre la carrocería de metal. Hasta el jefe de la brigada de comunales se olvidó del recital de malas palabras con que estaba amonestando al operario y se puso los espejuelos bifocales para no perderse nada.
Cuando traté de detenerlo, de hacerlo razonar, comprobé que estaba fuera de si:
-¡Las olas se hacen cada vez más grandes y facilitan la espectacularidad!, dame un segundo y nos vamos,- dijo con un júbilo sospechoso y retrocedí hasta la pared de una casa para observar el fin de la aventura.
El gigante había inflado ya seis salvavidas y soplaba un séptimo. Seguía en el mismo lugar como una estatua sin hacer el más mínimo caso a nada. Ahora la gente alrededor del buldózer hundido había cobrado movilidad dividiéndose en los espectadores recién llegados y en otros diez o veinte que iban y venían, se agachaban o se arrastraban en las proximidades del hueco poniendo los dedos de las dos manos de tal forma que formaran un rectángulo. Dos bailarinas se habían subido, no se sabe cómo, en el asiento del chofer y posaban en postura de cabaret contorsionándose lentamente. Los chiquillos de la pandilla aplaudían feroces y nos hacían gestos con los dedos en forma de uve desde el otro lado de la calle. Fermín bajó del poste estupefacto ante el resultado de su intento por que lo dejaran en paz y volvió a cruzar la calle en un ruido ensordecedor de aplausos y guiños de ojo. Esta vez no tuvo que utilizar ningún truco para que le abrieran paso. La multitud, abriendo un gran círculo alrededor suyo, le dejaba el camino libre con una condescendencia rayana en el fanatismo.
Entonces se dio cuenta que el gigante había desaparecido. Se había esfumado en el breve lapso que le tomó bajarse del poste y cruzar la avenida. Yo, abstraído en el jelengue, tampoco lo había visto partir: solo diez segundos habían bastado para que no quedaran rastro de su impresionante fisonomía y de los siete salvavidas. Pero la fiesta continuaba. Las bailarinas incrementaron el meneo progresivamente y la multitud enardecida empezó a vociferar estentóreas interjecciones de triunfo.
Fermín intentó guardar la cámara y marcharse, pero por el gesto que le hice comprendió que tenía que tirar la foto o podía ocurrirle una catástrofe. Sin el hombre inflando salvavidas ya no era lo mismo, se había perdido el encanto, pero era inevitable tirar dos o tres flashazos antes de marcharse. Así que adoptó la postura más respetable que pudo e hizo lo que tenía que hacer tres o cuatro veces.
Al tumulto se había incorporado ahora una banda de música de esas que deambulan por las noches tocándole boleros y guarachas a los turistas y habían improvisado una conga. Las bailarinas se retorcían ahora como locas aguantándose de los soportes del techo del buldózer provocando gritos de victoria y un bailoteo generalizado.
Me di cuenta de que era el momento para retirarse y le grite a Fermín que cruzara la calle. Esta vez tuvo que empujar y dar codazos para salir: la fiesta no tenía para cuando terminar y se veía avanzar desde la distancia una lenta e inevitable pipa de cerveza. El jefe de brigada y el chofer ayudaron a bajar a la cabareteras del equipo y comenzaron una conga.
Decidimos irnos sin mirar atrás, lentamente, no fueran a sorprendernos y obligarnos a quedar en el jolgorio que sin querer había formado Fermín. El se colgó la cámara al cuello y caminó más de media hora sin hablarme.
Cuando creyó hallarse en un lugar seguro miró para atrás y suspiró con una mezcla de alivio y resignación: de la multitud solo se divisaba una mancha movediza.
-¿Nos tomamos un helado? – dijo y se pasó un pañuelo por la frente.
-Hay una cremería en la otra esquina. —Dije. ¿Te sientes bien?
-Un poco cansado, tengo frío. ¿Te embullas con un vainilla chip?
-Claro, compadre. Es allí, donde está el cristal panorámico.
Cuando entramos a la cremería me dirigí hacia el mostrador. Fermín escogió una mesa apartada, metió la cámara dentro del maletín y sacó dos monedas de veinticinco centavos dólar. Caminó hasta una victrola viejísima, escogió nuestra canción preferida de cuando éramos niños y, pasándose un pañuelo por la frente sudada, miró con cara de extranjero a través del cristal hacia la bahía.