La sabiduría popular es infinita. Entre sus maravillosas frases hay una que dice: cuando está vivo, ya que se muera; cuando murió, qué bueno era. Y no es que deseemos de verdad la muerte de alguien. Hay una forma más sutil de matar a alguien sin tener que cometer un crimen: el olvido.
Si hay un escritor que fue fundamental en mi vida, pues determinó en gran medida mi afición por la lectura y el hecho de convertirme en periodista, ese fue Gabriel García Márquez. Nunca negué mi gusto por sus obras y la forma en que han influido en mi vida, incluso en aquellos momentos que lo veían como un monstruo que había impedido, con su simple presencia, el desarrollo de distintos géneros en América Latina.
Sin embargo, un día, el autor dejó este mundo, y personas que jamás hablaban de él, e incluso muchos que lo despreciaron, comenzaron a alabar la grandeza de su obra, de su influencia en la literatura e incluso contaron sus anécdotas personales o, lo más común, el momento que vivían cuando leyeron uno u otro de sus libros.
Sí, qué bueno era, me resonaba en el oído cada vez que leía un artículo poco después de su fallecimiento.
Por este motivo he decidido “rescatar” a otro de mis autores determinantes que se encuentran dentro ese canon personal que cada uno conserva. Y aunque es muy conocido, no será hasta el día de su muerte cuando se desborden ríos de tinta sobre su obra y su persona.
Advertencia: no soy un pretencioso que quiere ser el primero el loar a un autor que, por su edad, es lógico que pensemos que esté a punto de abandonarnos (porque eso hará, abandonarnos), sino rendirle un homenaje ahora, cuando todavía vive y nadie habla de él. Hacerlo es ir a contracorriente, pues me dirán que hace tiempo que no publica, que no ha ganado ningún premio importante en los últimos años, que no festeja un cumpleaños terminado en cero o cinco.
No importa. Lo que han causado sus libros en mí es suficiente para dedicarle unas palabras.
Su nombre es Milan Kundera.
Ahora es el año 2021, la pandemia aún azota al mundo en su tercera ola y Kundera tiene 91 años. El uno de abril, esperemos, cumplirá los 92. Su último libro, La fiesta de la insignificancia, lo publicó hace casi siete años y quizá esa fue la última vez que los medios le dedicaron un amplio espacio. Después, cada octubre su nombre aparece en las apuestas para ganar el Nobel de Literatura. Esa es siempre mi apuesta, aunque sé que la perderé. Sé que jamás recibirá el galardón, pero que no será necesario, porque algunas de sus obras serán recordadas por siempre, a diferencia de muchas de los ganadores.
En alguna ocasión Kundera dijo que en sus obras La broma, El libro de los amores ridículos y La insoportable levedad del ser se resumía todo lo que quería escribir.
Y si él lo dice es porque quizá tenga razón.
La broma, su primera novela, es sin lugar a dudas un ajuste de cuentas. Tanto en lo personal como en lo político. Inspirada en los sucesos que conllevaron a su expulsión del Partido Comunista de Checoslovaquia, Kundera pone todo su empeño para demostrar de que todos nuestros actos pueden tener consecuencias que jamás esperamos, muchas de ellas absolutamente injustas, y que, a pesar de aceptar una culpa que no merecíamos, y la injusticia se perpetúa a cada paso que damos, resistimos.
El libro de los amores ridículos podría resumirse en el mismo título y no escribir nada más. El tema del amor, como para muchos autores, es fundamental en la obra de Kundera. Pero ante todo resalta las enormes dudas que surgen en el alma humana al comprobar que somos tan frágiles cuando entregamos nuestra vida a otro y cómo esos otros, conocedores de esa fragilidad, pueden ser capaces de las mayores atrocidades para acallar un corazón roto.
La insoportable levedad del ser, su obra cumbre, aglutina las ideas de las dos anteriores. Pero va más allá. En busca de entender las motivaciones humanas, Kundera logra adentrarse en sus miedos, sentimiento que mejor nos define, pues desvela nuestra alma de la forma más descarnada y sincera, y cómo nos entregamos a la levedad o sucumbimos bajo el peso ante la constante incertidumbre que nos rodea. Sin duda, es una obra adelantada a su tiempo, a pesar de estar ligada a un momento histórico determinado (y determinante), pero que nos señala como evasores de la vida. Huyendo a cualquier parte con tal de no encarar una realidad que es cada vez más pesada, pero de la cual no queremos hacernos responsables.
Desde 1993, el autor checo decidió prescindir de su lengua materna para escribir en francés. Su última obra escrita en checo fue La inmortalidad, y es quizá también otra de las obras que mejor definen a Kundera como escritor. Porque si algo podemos destacar del autor es su enorme capacidad para que los grandes temas de la humanidad queden resumidos a la vida cotidiana. Porque cuando un libro se llama La inmortalidad, no caemos en la tontería de pensar en personajes que no mueren, sino en ese no morir en la mente de los demás. Pero esto no se debe ni por la fama ni por la riqueza. Habla de esa memoria cotidiana, de ese gesto del ser amado, único e indescriptible, que queda marcado con fuego para siempre.
Las obras de Kundera tienen personalidad propia. Sus palabras sobrevivirán al tiempo. Hoy, mientras el autor vive, dediquemos algunos minutos para leer algunos fragmentos de sus obras ya leídas o leamos aquellas que aún nos hacen falta.
Los dioses son eternos, los humanos no. Demos las gracias cuando aún nos escuchan.