En los anales de la política norteamericana jamás se había dado el caso de que un presidente, claramente derrotado en unas elecciones tras cumplir sólo uno de sus mandatos, se niegue a reconocer su derrota, y felicite, por tanto, al ganador. A la vista de sus declaraciones extemporáneas tiene uno la sensación de que Donald Trump va a atrincherarse en la Casa Blanca con ese aluvión de demandas judiciales, que no tienen otro motivo que entorpecer el proceso de relevo al que finalmente se verá abocado. Estados Unidos es tan exótico, tan lleno de contradicciones, que no descarto que sea el cuerpo de marines, o los seal descendidos en helicóptero en los jardines de la Casa Blanca, los que tengan que reducir al presidente saliente y sacarlo a la fuerza del despacho Oval. Trump es como un niño grande que no sabe perder, pero el magnate derrotado, o lo que representa, es mucho más.
Resultó una novedad para el sistema el que un empresario, varias veces arruinado y resucitado que apenas ha pagado impuestos en su vida, salido de un programa televisivo, que hacía gala de tener un pésimo gusto (ahí están las neoyorquinas Torres Trump como muestra), con escasos conocimientos de política y geografía (a la altura de su predecesor republicano George W. Bush, el único que ha felicitado, por cierto, a Joe Biden) pudiera alzarse con la presidencia de la primera potencia mundial, pero no es el primer caso que el mundo empresarial asalta el poder sin persona interpuesta; el predecesor fue Silvio Berlusconi en Italia y aquí, en España, y en menor medida, tuvimos personajes tan exóticos como los empresarios Jesús Gil y Gil, fundador del partido GIL, y José María Ruíz Mateos, de la desaparecida empresa en quiebra RUMASA, que dieron el salto a la política.
No ha ganado las elecciones estadounidenses el escaso carisma del candidato demócrata Joe Biden, a la altura de Hillary Clinton que perdió en las anteriores ante Donald Trump, sino el antitrumpismo, el temor a cuatro años más de legislatura con ese líder impredecible y bocazas, amante del twitter, que utiliza como un camorrista de taberna, y que minimiza la espantosa crisis sanitaria de su país que ha dejado más muertos que en todas sus últimas guerras. Los votantes de Trump, mayoritariamente, son esa clase trabajadora blanca, olvidada de las elites de Washington, que llevan años en una situación extremadamente precaria sin que llamen la atención de los políticos demócratas volcados en los derechos de las minorías (negros, hispanos, LGTBI); los que viven en destartaladas caravanas aparcadas en las carreteras de la vergüenza o en sus parcelas, que están a un paso de integrarse en ese ejército de indigentes que toma las calles de las principales ciudades del país; los libertarios que odian a ese estado que se inmiscuye en sus vidas y en la educación de sus hijos vulnerando, a su juicio, su sacrosanta libertad; los negacionistas que creen que el Covid 19 lo envió China para destruirlos o es una estratagema de Bill Gates para hacerse con el control del mundo; los meapilas de las sectas evangelistas que, pese al voluminoso expediente de pecador de Donald Trump (ahí están los testimonios de todas sus amantes y prostitutas que compartieron lecho con el hoy presidente y no dicen precisamente maravillas de sus habilidades amatorias), le perdonan sus desvaríos carnales si se hace una foto con una Biblia histórica a las puerta de una iglesia en la que no entra. Esos, los desahuciados, los perdedores, como esos hermanos atracadores de Texas de la película Comanchería que atracan el banco que se quedó con su casa haciendo justicia poética, esa masa lumpemproletaridada inculta, proclive al mensaje fácil de Primero América, que, por lógica, debería ser la sementera de la izquierda, en el caso hipotético de que la hubiera en Estados Unidos; los herederos de los colonizadores que, Winchester en mano, conquistaron a los indígenas su territorio y aun van armados; los hijos de todas esas sectas religiosas que fueron expulsados de Europa y cruzaron el charco en busca de una tierra de promisión (vean Los emigrantes, una extraordinaria película del sueco Jan Troell), integran el grueso de los votantes de Donald Trump, más los cubanos de Florida; los latinos que quieren cerrar fronteras una vez ellos han pasado para que no entren más de los suyos, que los hay; las mujeres hartas de los mensajes feministas que ven en el presidente derrotado al tradicional macho que las mira de arriba abajo y las desnuda con los ojos, que están encantadas con ser amitas de casa, mujer florero, objetos de seducción.
La economía no ha ido mal en tiempos de Donald Trump, ni el empleo, gracias a las medidas proteccionistas, la subida de los aranceles a las importaciones y el rechazo del extravagante presidente a la globalización que le ha llevado a esa guerra comercial con China. Trump se ha pasado por el forro los acuerdos del clima de Kioto, porque no cree en el calentamiento global; ha abierto las contaminantes minas de carbón para favorecer el empleo en zonas depauperadas; ha sido despiadado en las políticas migratorias, separando padres de sus hijos, pero sin llegar a cumplir todas sus amenazas (el muro no ha avanzado mucho y desde luego los mexicanos no lo han pagado); ha hecho guiños, siempre que ha podido, a las organizaciones supremacistas y de extrema derecha, al lobby de las armas con el que, sin embargo, no ha cumplido ninguna de las expectativas que se esperaban: no ha montado, durante su presidencia ninguna guerra, a pesar de amenazar a Corea del Norte (se hizo amigo íntimo del aún más extravagante Kim Jong Un en lo que parecía un episodio de Amor a primera vista), Venezuela (su apuesta por Guaidó se ha saldado con un rotundo fracaso) e Irán (a lo más que llegó fue a asesinar al general Qasem Soleimani), y todo ha quedado en agua de borrajas. Los republicanos, con la reciente excepción de los Bush, padre e hijo, no han sido intervencioncitas; casi todas las guerras demoledoras y las aventuras militares con el envío de tropas al exterior las han declarado los demócratas.
El trumpismo, esa degeneración instalada dentro del partido republicano por el carácter egocéntrico y avasallador de Donald Trump, es difícil que desaparezca y puede que resucite dentro de cuatro años si la situación económica de los norteamericanos empeora con Joe Biden. Hay una parte sustancial del pueblo norteamericano, más de setenta millones, enamorados de ese discurso grosero, de taberna portuaria, desprovisto de florituras retóricas, porque el personaje no da para más, y ese rechazo a la diplomacia, que a sus ojos lo hace sincero, que ven a Donald Trump como su salvador y son, y eso es un dato importante, los que guardan en sus casas esos casi cuatrocientos millones de armas de fuego que podrían desatar una conflagración civil si todos se pusieran de acuerdo.
Difícil tarea la de Biden, la de casar esos dos Estados Unidos irreconciliables, la de los perdedores sureños con los ganadores del norte (aunque el mapa geográfico varíe y sea como una bandera: centro, rojo republicano; costas este y oeste, azul demócrata), divididos desde hace mucho tiempo y que Donald Trump ha exacerbado durante sus cuatro años de legislatura.