Pedro Novoa ha presentado La sinfonía de la destrucción (Planeta, 2017), novela que en el 2014 fue finalista del Premio Herralde y que acaba de ser lanzada el 5 de agosto en la XXII Feria Internacional del Libro de Lima, por el escritor y periodista Raúl Tola. Unos días antes, sabíamos de la novela cuando el escritor mexicano Juan Villoro, al final de una de sus charlas, levantaba con ambos brazos un ejemplar para recomendarla a los asistentes. El narrador Diego Trelles postearía días después que la publicación de Novoa en la editorial Planeta era un reconocimiento a la obra de un escritor con talento y con puños. Y, en efecto, a manera de un ranqueado pugilista, el autor venía precedido por premios ganados en buena lid (el Horacio de novela breve entregado por Miguel Gutiérrez, el Vargas Llosa entregado por el propio Nobel y el Caretas entregado por Ampuero, entre otros) y era de esperarse auditorio lleno. Y así fue.
Raúl Tola, periodista y escritor, quien presentó la novela de Novoa, destacó la resonancia bíblica de Faulker y añadió a las influencias ya asumidas por el propio autor con Reynoso y Vargas Llosa, cierto parentesco con el realismo sucio tipo Bukowski. Asimismo, vinculó la novela con una suerte de Cour des miracles (corte de los milagros) a la limeña. Recordemos que se denominó La corte de los milagros a un sector crítico del París de la edad media saturada por mendicantes, ladronzuelos y meretrices. Se trataba de gente cínica y de mal vivir que circundaba el barrio del mercado Les Halles y que se ganó a pulso este nombre, por fingir durante el día ser mendigos, cojos y ciegos y que, por la noche, por milagro, se curaban para enfrascarse en vicios y toda suerte de desajustes morales. Esta corte de los milagros es usada por Víctor Hugo para cartografiar una realidad miserable, pero la corte de La sinfonía de la destrucción se parece más a la Del Valle Inclán, quien usa alegóricamente la corte de los milagros para ridiculizar el poderío vicioso y excéntrico de la reina Isabel II. Novoa utiliza esta suerte de fauna social para dinamitar las columnas de una familia a la par de un distrito, El Rímac, que funciona como microcosmos de todo el Perú.
Precisamente, esta estrategia discursiva entre crítica y alegórica es lo que signa la producción novelística del autor, quien suele plantearnos, como recomienda Piglia refiriendo a Borges, dos historias en una. La primera, por lo general, está emparentada con una fuerte tradición realista que busca hurgar en los precipicios morales de personajes emblemáticos, como un boxeador que a su vez es emblema del luchador vital en extensión (Seis metros de soga, Altazor, 2010), o de la tragedia sentimental de una escritora, símbolo del ejercicio lacerado y vampirizado de la escritura por la miseria contemporánea (Maestra vida, Alfaguara, 2012), o la tragedia vocacional del estudiante universitario que es sin dudas la de la aspiración en extensión de toda pretensión artística (Tu mitad animal, Fondo UCV, 2014). En esta última entrega, la puntería de Novoa retrata los bajos fondos de una familia urbano marginal, donde el Monarca, un estudiante virtuoso que deviene a caudillo de una pandilla, extiende la resonancia a una cruel y cínica metáfora de ese Perú emergente que se ve defraudado por un discurso de progreso basado en la educación tanto estatal o privada (La sinfonía de la destrucción, Planeta, 2017).
Para enfatizar sobre esto último, el escritor Juan Bonilla ha remarcado: “[…] haciendo pie en el simbolismo y consiguiendo que los hechos narrados sean algo más que hechos- nos presenta una cabalgata de personajes que una vez creyeron en el futuro, ese emperador de nuestras vidas, pero que irremisiblemente han visto desmentidas todas sus promesas. Por debajo del discurso es evidente un retrato del Perú, del cáncer de la corrupción política, pero no entonado como una denuncia abstracta, sino espléndidamente demostrada en las vidas particulares que quedan afectadas por ella. Ese canibalismo de la corrupción que devora todo lo que está a su alcance, y cómo esos jóvenes que buscan una prosperidad que se hará humo, es una de las claves de la novela de Novoa”.
Esta producción es consecuente con el nervio y estilo del autor. Se trata de una terca insistencia en los dominios de un campo poco frecuentado por los narradores contemporáneos. Es, en gran medida, un realismo raspante de sucesos por momentos escabrosos que son apaciguados por un humor siempre envolvente que carnavaliza la decadencia y la decanta hacia una estética monstruosa, pero a su vez malsanamente cautivante. El escritor Gunter Silva en un interesante artículo para la revista danesa Aurora Boreal remarca: “Dentro de la obra podemos ver un espíritu cuestionador, inquieto y sobre todo disruptivo en el manejo de un humor negro, ácido, demoledor. Una agresividad descriptiva en personajes retratados como bestias humanas, pero envueltas –o siguiendo el estilo del autor-: embutidas de poesía. Una lírica urbana donde la calle vuelve a ser el hábitat preferido para el autor. Heredero de Reynoso, el Monarca, es el protagonista de la novela. Un joven atribulado por la construcción de una identidad y sobre todo de un destino que se le ve esquivo como a muchos hoy en día. Pero dentro de lo destacable de esta gran novela es el lenguaje como un personaje más. Lleno de una belleza ríspida que siempre impacta. Estamos sin duda frente a una de las obras más logradas de Novoa y de las más destacadas de los últimos años escritas en el Perú”.
Novoa dice que Lima se contrae; yo creo que su literatura también. Solo infectándose de ella, uno puede sintonizar con ese submundo de fieras urbanas que saca al ruedo. Como bien advirtió el poeta y periodista Harold Alva: “Sin duda es una de esas obras que buscan una sintonía especial, un tácito compromiso de ingreso a una fauna demencial y bulliciosa, un vertedero de locos, sucios y hostiles que en medio de su miseria reinan y conmueven”.
Solo así se podrá ser parte de este sinfónico acorde de alaridos y gemidos que es la novela. Se trata de una sinfonía que nos lleva a un vertedero de nervios y delirios. Ahí transitan los personajes siniestros, siempre reptantes, que gozan y alucinan a pesar de la demolición circundante, que son invisibles en su reino de escombros, que son amos indiscutibles de su propia destrucción.