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Stop Motion: Starewitch, Švankmajer y los hermanos Quay

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Entre los sesihuecos perversos de los hermanos Quay y las bocas antropófagas de Jan Švankmajer, el cine del polaco Ladislas Starewitch (quien repartió parte de su obra entre las dos Rusias, la zarista y la comunista, hasta que en 1920 se marchó a Francia) parece una oda a las utopías no-perdidas, uno de esos cantos a lo más noble, risible y “entomológico” del ser humano.

En sus películas: Fétiche 33-12, La venganza del operador de cine, Escenas divertidas de la vida de los insectos…, y a pesar de su obsesión por la animalia y los juguetes infantiles, lo que casi siempre queda remarcado es eso que comúnmente se llama “el mundo de los sentimientos”. Mundo que Starewitch resolvía muy bien creando un contrapunto entre ternura y bajas pasiones (esas mismas que al final sacan lo más real de la psique humana) y lo llevaron a crear una visualidad muy compleja, donde la bisagra entre fábula y construcción marionetesca alcanza uno de sus puntos más exactos.

En el otro extremo podría insertarse la obra del checo Jan Švankmajer, cineasta que casi podría describirse como una suerte de artista total, por sus dibujos, sus instalaciones, sus esculturas, sus ensambles, sus diseños y hasta por la colección de Art Brut que durante muchos años amasó junto a su mujer, la pintora Eva Švankmajerová…

Cine que se regodea en lo muerto: lo autofágico, homofágico y cerebrofágico, en los consejos de Mefistófeles a Fausto (no olvidemos que en Praga se encuentra el Faust?v D?m, la casa donde vivió el Johannes Faust real en el siglo xvi, y donde aún se encuentra el agujero a través del cual éste veía al demonio), y en una imaginería que más que a lo surreal, aunque también, le debe a esa escuela de la inmadurez de la que hablaba Gombrowicz. Espacio donde la infantil, la ironía y lo absurdo podrían abrir el mayor de los caminos.

Camino que en el caso del checo ha quedado muy bien sedimentado en filmes como El osario, Posibilidades de diálogo, Los conspiradores del placer…, o en ese primer corto que realizó en 1964, en pleno apogeo de la nueva ola checa, El último truco del Sr. Schwarcewallde y del Sr. Edgar. Una película sobre dos ilusionistas que bajo cierto celo terminan tasajeándose varios pedazos del propio cuerpo.

Elemento: el de la violencia, la devoración, lo cruel, que serviría muy bien no sólo para definir el cosmos de Švankmajer, tal como hace unos años hicieron los hermanos Quay en uno de sus filmes: El gabinete de Jan Švankmajer (quizá el mejor ensayo pensado alguna vez sobre la obra del gran praguense), sino, para delimitar el territorio propio (el de los hermanos Quay). Ese cine lleno de artefactos, rarezas, y una imaginería pasmosa.

Imaginería, también locus, que ellos heredan directamente del mundo centroeuropeo (según confesión propia) y los ha llevado a hacer películas como Instituto Benjamenta, basado en la novela de Robert Walser, o Calle de los cocodrilos, inspirado en los relatos del fetichista y genial escritor Bruno Schulz. Películas que, al decir del crítico Jordi Costa (Metamorfosis. Visiones fantásticas de Starewitch, Švankmajer y los hermanos Quay, CCCB, Barcelona, 2014), tienen “que bregar con la fosilización de la receptividad de un público que ha sido acostumbrado a esa idea tan discutible y tan asumida de que el cine ha venido para contarnos historias (…) en lugar de poder cantarnos, hipnotizarnos, ser poesía, ensayo o pura forma”.

En fin, ¿alguien ha escuchado alguna vez el sonido de la palmada de una sola mano?

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