Melancólica la mirada del joven que solloza entre la espesura de la noche. Siente como su sangre se acelera cuando las pisadas de los extraños suenan a su alrededor. Suda a pesar del frío de la noche. La pared, a sus espaldas, hace de apoyo y a la vez de cobijo que le arropa, protegiéndole de las sombras andantes y amenazadoras. No sabe dónde está, ni recuerda de dónde vino. La niebla de sus recuerdos le impide acceder a las respuestas que se encuentran en su subconsciente. Tal vez recuerdos de un hogar feliz, con una enorme mesa repleta de comida y una chimenea que despide un calor agradable y acogedor; y una familia que espera ser abrazada por sus ya débiles brazos.
El tintineo de unas latas vacías le asusta. Las malditas señas de los desdichados se acercan, y huelen mal, apestan a hedor y a sangre, suenan como el tridente del demonio cuando hace sopa de odio y de vísceras en su guarida de la noche.
El joven aguanta la respiración para pasar inadvertido. Se acurruca agarrándose los pies con sus brazos y estrujándoselos con fuerza hacia su abdomen con la intención de hacerlos desaparecer. Encoje la cabeza y la aprieta entre sus rodillas, se muerde la lengua para evitar que el tiritar de sus pensamientos se escape en forma de voz. No quiere alarmar a aquellos que deambulan ocultos.
“Quiero volver a casa. Quiero volver a casa”.
Repetía en sus pensamientos, una y otra vez, pero la magia no existe y los milagros no aparecen en los callejones oscuros de ciudades infestadas de gentes sin rostro y sin corazón. Fantasmas que viven una vida anodina y sin sentido, adornada por los manjares de la avaricia y de lo mundano. Títeres, atrapados por el demonio, que los maneja a su antojo a cambio de una diminuta piedra brillante o un trozo de tela bonita.
Las cadenas de los malditos se arrastraban, dejando a su paso un ruido de ansiedad y miedo. El joven no se atrevía a levantar la cabeza por miedo a ser descubierto, pero la mirada de uno de aquellos que no duermen nunca, se posó sobre su débil y frágil cuerpo.
– ¿Qué haces aquí? –Dijo este con voz de ultratumba-.
– Quiero irme a casa. –Contestó tímidamente entre sollozos-.
El ser acercó su rostro y observó a la pobre criatura con una anormal vehemencia. Aduló la ternura de su cuerpo y degustó con el olfato el sabor de su joven corazón. Tan inocente, tan puro, tan excepcional. No pudo contener sus fluidos y su baba, negra y espesa, se deslizó por sus cortados labios hasta caer sobre el moreno cabello del joven. Con los ojos tintados del rojo del infierno, el maldito sintió cómo enardecía su deseo de poseer lo que ese niño guardaba bajo las capas de piel y carne.
– ¿Dónde está tu casa? –Le preguntó el maldito-.
El joven alzó la vista y vislumbró con horror a aquella cosa que lo miraba fijamente. Le faltaban mechones de pelo canoso, gran parte de su rostro estaba cortado por surcos que llagaban hasta su cráneo, le faltaba la nariz y también varios dientes.
El maldito notó la repugnancia en los ojos de aquel joven y eso le enfureció. Se estiró hacia atrás y bruscamente se abalanzó hacia él, cual muelle se dispara con fuerza hacia el lado opuesto.
– ¿Por qué me miras así si estoy siendo amable contigo?
– Porque me das miedo. –Contestó el joven temblando-.
– Haces bien en tenerme miedo. –Afirmó este-.
– Quiero volver a casa, quiero volver a casa.
– Ya estás en casa… -Le susurró el maldito al oído-.
La cara del joven palideció tanto, que se asemejaba a un paño blanquecino. Sus ojos se rodearon por un oscuro profundo, como el que se ve en los pozos más oscuros de los lugares más recónditos del planeta. Su piel, antes tersa y suave, se agrietó y unas cicatrices de color sangre pincelaron el lienzo facial. Un par de dedos se le cayeron al suelo y ante lo macabro de la situación, comenzó a chillar despavorido.
– ¡Noooooooooooooo!
El maldito permaneció inmóvil.
– No quiero que me mates… no quiero morir.
Su respiración invadió las fosas nasales del joven, que de inmediato le repugnó y tembló con más miedo que antes.
– No te voy a matar. –Repuso el maldito-.
– ¿De verdad?
– No te voy a matar… porque ya estás muerto. No deberías estar aquí, este no es tu lugar, este callejón es sólo para los castigados.
El joven miró sus manos y se tocó el rostro. Todo su ser permanecía inerte, ajeno a la frescura de la vida. Y entonces recordó.
– Me he caído por la ventana de mi casa. Vivo en un cuarto piso y siempre he querido volar.
– Que bien que te hayas acordado. Ahora sabes que no puedes estar aquí.
– ¿Y a dónde tengo que ir?
– ¿Ves aquella calle delante de nosotros?
– ¿La de las luces de los coches y de la gente que camina sin parar?
– Esa misma.
– Sí, la veo.
– Tienes que ir hacia allí y seguir tu camino.
El joven miró a la figura monstruosa por última vez y, sin volver a darse la vuelta, se dirigió hacia aquel bullicio de gente que, aunque muchos aún no eran sabedores de ello, se trataba de las almas que vagan hasta encontrar de nuevo su camino. El camino de regreso a la vida, o del descanso eterno.
Alexander Copperwhite
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