El 9 de febrero de 2009, Barcelona se despertó repitiendo una de esas palabras que solo se escuchan en las películas de gánsteres: sicario. Con ese sustantivo pretendía entender un crimen que sorprendió a una ciudadanía deseosa de que el ejecutor hubiese terminado su trabajo y no volviera más, como si se tratara de algo ajeno, como si no estuviéramos todos implicados en las tensiones sociales que oculta el asfalto de la urbe y que hacen que se vierta la sangre.
Ese día, a las 8:10 de la mañana, Félix Martínez Touriño, madrileño, aunque residente en la Ciudad Condal, treinta y siete años, soltero, director del Centro de Convenciones Internacionales de Barcelona (CCIB), moriría asesinado en la confluencia de las calles Santaló y Travessera de Gràcia. Un encapuchado que caminaba delante le disparó cuando Touriño lo rebasaba.
La huida a la carrera de aquel sicario, la pistola Daewoo K5, coreana, y el pasamontañas, que aparecerían en un saco de recogida de escombros de la calle Casanova, además del compañero, que esperaba al homicida en un Citroën para salir huyendo hacia Madrid, parecían tener mucho que ver con películas de mafiosos. No lo tendría en cambio la trama, que los investigadores descubrirían, no sin esfuerzo, a partir de escuchas telefónicas, y de una cabina que el sicario y su acompañante usaban con asiduidad, y que se encontraba muy cerca del lugar del crimen. Fue ahí donde se enteraron de que el asesino actuaba por un puñado de plata, según le reveló su mujer a la suegra, la madre del sicario, a partir de la maraña de teléfonos y redes que la policía obtuvo de aquella cabina.
Ese hilo los llevaría hasta un ciudadano nacido en Colombia y residente en la periferia de Barcelona, conocido del acompañante, amigo y hasta familia. Era él quien pagaba: 9.000 euros al sicario, 3.000 al que le ayudaba. Era también quien se interesó por el coche que vendía Martínez Touriño antes del asesinato, al que habría conocido y llamado al trabajo, y hasta seguido a un restaurante durante el fin de semana previo a su muerte. Fue el mismo que llenó de mierda el prestigio del muerto, implicándolo en negocios inventados de prostitución con mafiosos del Este de Europa en las redes sociales.
Y ahí se cierra el círculo, porque ese individuo no era cualquiera. Era el cuñado del responsable audiovisual del CCIB, la empresa que dirigió Touriño hasta su muerte, un profesional hecho a sí mismo. Aquel chaval, que en la escuela no había destacado, que no había sido ni conflictivo, se convirtió en alguien muy ambicioso, alguien complicado, alguien incapaz de encontrar pareja, pero capaz de adquirir prestigio en el sector pese a no tener estudios ni conocimientos de inglés. Era un producto más de la improvisación, de las prisas de la ciudad olímpica, que tantas vocaciones inventó. Para entonces, la policía autonómica ya sabía de su inminente despido por malas prácticas, que Touriño pensaba ejecutar a partir de la reestructuración de la empresa, que se iba a iniciar el día de su asesinato, y que sería el móvil de aquel crimen. Y entonces sí. Entonces, cuando se supo todo, Barcelona se dio cuenta de que no era tan ajena como ella creía a esa palabra: sicario, que sus habitantes compartían las circunstancias de las que emerge el crimen más allá de lo que se deja entrever a través de la pantalla en las películas de gánsteres.