Los poemas de Román Luján (Monclova, Coahuila, 1975) siempre dejan huella, tienen una voz particular. Están hechos de cadencias cotidianas que sorprenden en el momento menos pensado, con imágenes ingeniosas y metáforas que se extienden en la mente de los lectores mucho después de haber concluido la lectura. El poeta mexicano es un artífice de la forma, la manipula a su antojo y nos deja gravitando en el espacio, en medio del despojo, husmeando heridas. Leerlo en sus diversos poemarios es degustar el dolor inexplicable, o atravesarlo a ciegas, sentir una daga microscópica en el costado, saborear el miedo.
Sánafabich (México: Herring Publishers, 2019), su entrega más reciente, también guarda en sus versos esta fuerza arrolladora. La violencia está presente en cada una de sus composiciones y denuncia distintos atropellos a ambos lados de la frontera. Está en el cuerpo mutilado que encontramos a los pies de un bar regiomontano, con su amenazante cartulina: “YA LLEGAMOS”. En la voz de una inmigrante que trabaja de empleada doméstica en los Estados Unidos y aguanta todo tipo de maltratos de su patrona. Porque “es el destino” y no le queda de otra. Porque aunque la señora es mala, le regala sus sobras. Y está en las voces que insisten en que “El cambio está en uno mismo” y que la culpa de todos los males es de los “PINCHES NACOS” y “PATARRAJADAS”. O de aquellos a los que nadie quiere ver porque representan lo feo, lo sucio de una sociedad.
Sin concesiones de ningún tipo, Luján insiste en llevarnos de la mano a los lugares donde nadie quiere ir. A ver eso que molesta e incomoda. En el poema “Sunset & Highland”, por ejemplo, la voz poética describe a una ardilla muerta, “las patas delanteras encogidas / y la cola enrollada alrededor del cuerpo”, y acto seguido se fija en el perfil paralelo de “un indigente en un sleeping miniatura”. Ambos yacen frente a una secundaria “mientras adolescentes negros y latinos / hacen acrobacias sobre los escalones / de la escuela en sus bmx y ríen y se filman”. ¿En qué se diferencian la ardilla y ese hombre anónimo, invisible, que se tapa la cara con unos periódicos? Algo parecido sentimos en el poema “Sorry” cuando sube a un autobús un hombre que “huele suda carga una maleta enorme de piel gris despellejada una bolsa repleta de latas y botellas intenta acomodarlas sobre el asiento azul”. Porque aunque la gente cambia de asiento para evitarlo, el poeta nos obliga a compartir su espacio, a oler su desgracia y contener las náuseas, mientras él “huele suda se disculpa se disculpa se disculpa”.
Leer a Luján es entender que el mundo está mal hecho, poblado de siluetas humanas que siempre parecen estar fuera de lugar y no encajan en ningún anuncio feliz, ni en el paisaje de aquí o allá que insiste en vendernos la idea del progreso y la modernidad. Por ellos y por nosotros, por la trabajadora que en una “Ciudad de cuarzo” friega el piso de la calle escuchando las canciones de su país, por los que viven con el temor de ser expulsados y terminar, como tantos, en “un tráiler repleto de cadáveres”, en la morgue, o en alguna cripta forense, Luján escribe estos poemas como cartas de ciudadanía y denuncias de alguna condición marginal. O para darnos un lugar en el desarraigo, devolvernos nuestra lengua y otorgarnos, aunque sea de mentira, una tarjeta de residencia (temporal).
Mucho de esto se percibe en “Sánafabich”, el poema que le da el título al libro. Dirigiéndose a ese hijo de perra, representante del imperio que toma nuestras palabras a su antojo y las malinterpreta, o las cambia para que suenen mejor en su lengua y no le fastidien el paladar, la voz poética denuncia en una larga cadena de anáforas:
se dice tamal, no t’mali
se dice Colombia, no Columbia
se dice cañón, no canon
se dice Salma, no Selma
se dice Román, no Ramán, no Ramoun, no Romiu
se dice Sacramento, no Sacrmeno
se dice chipotle, no chipote, no chipole
se dice guacamole, no guac, chingada madre
Con esta y otras voces, el poeta denuncia crímenes impunes, injusticias y fracasos. Porque vivimos rodeados de “centenares envueltos en bolsas de basura”. Porque el escenario violento del presente es “digno de novela de humor negro si no fuera”. Los versos de Luján son libres, tan libres que a veces carecen de puntuación. Y somos nosotros, los lectores, los que debemos marcar el ritmo de la adversidad, tomando un descanso para respirar entre los muertos, para unir imágenes dispersas que forman parte de un todo coherente y cruel, violento, hecho de vísceras calientes, orejas cercenadas. Y hormigas. Y piernas orinadas.
La voz poética es demasiado actual y cala en lo más hondo con versos que están en la página impresa por los muertos y desaparecidos. Porque “mientras no sepamos dónde están / nadie podrá dormir / días de lucha soldados a noches de vigilia / protegiendo la llama de una flor sin raíz”. Porque “¿quién llevará la cuenta / cuando a todos / nos arranquen los dedos?” La voz de estos poemas es la de los outsiders, de los que no pertenecen, de aquellos a los que siempre se les dice “asimílate asimílate / así misil así mi sin / así mi simio así”. Es también la voz rebelde de todos los que nos reconocemos en español en las calles y los restaurantes de Estados Unidos. En los supermercados y en las paradas de autobús, hablando nuestra lengua, aunque nos griten “speak english”, temerosos de una invasión.
El libro termina con el poema “Customs” y nos deja ahí, en el tránsito de un mundo a otro, con los zapatos, la cartera y el cinturón en una charola y también algo o mucho de nuestra identidad: la manera de pronunciar nuestros nombres, la lengua de la infancia que siempre se colará en la lengua de adopción. Y nuestras canciones dolorosas, la familia, los recuerdos y los sueños imposibles de sellar en un pasaporte.
Sánafabich es un libro poderoso, urgente. Sabe a sangre y a dolor. A ausencias y desamparo. Hay en él una toma de conciencia. Está escrito para ser leído hoy que vivimos en estado de crisis, en sociedades dominadas por el odio al otro, a las minorías, a los que no entran en el plan malévolo de que “América” sea great again. Es un poemario valiente que ha llegado para quedarse e incomodar, para leerse en voz alta una y otra vez. En la casa. En el salón de clases. De camino al trabajo. Y aunque nos digan que nos vayamos, Sánafabich, aquí estamos para recordarles a ellos, a esos y aquellos que nos miran raro, que “se dice Juan, no Wan / se dice habanero, no habañerou / se dice Estados Unidos”.