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Resplandor

“Para cerrar el encuentro, haremos un corto viaje a Tiwanaku. El grupo se alojará en el hotel resort del lugar. El primer día visitaremos las ruinas, donde los escritores podrán apreciar la ascensión del astro rey por la mítica Puerta del Sol y tendrán la oportunidad de comunicarse por lo que consideramos el primer teléfono sin cable, gracias al sistema de agujeros que la antigua inteligencia incaica fue capaz de construir. El segundo día el grupo se trasladará hasta los extremos de la planicie donde podrán experimentar con los hologramas de alta densidad en base a sal, proyecciones especulares de la imagen del usuario, tecnología que, gracias a la iniciativa de Bolivia Cósmica, será estrenada ese día, en honor al aporte que los escritores realizan a las regiones intangibles de la imaginación. ¿Se imagina verse a sí mismo como en un espejo profundo de múltiples dimensiones? Los hologramas de sal formarán parte del catálogo artístico de nuestra fundación, por lo que le pedimos llene el formulario adjunto y firme el permiso correspondiente para cedernos su proyección como parte de su compromiso y de las responsabilidades asumidas con este encuentro literario, único en su naturaleza. Recuerde también anexar un texto de su autoría. Estamos seguros de que usted disfrutará de este paseo cultural”.

Creo que fue la palabra “holograma” la que me causó escalofríos. ¿Por qué iba a querer yo verme, desdoblada de mi cuerpo, en una realidad de sal? Doblé la carta y decidí que esperaría un par de días antes de tomar una decisión. No había regresado a La Paz desde hacía muchos años y la invitación me cayó como un rayo, un hachazo que partía en dos mi historia. Y cuando digo “mi historia” no sé exactamente a qué me refiero. Ni siquiera la terapia que comenzaba a agotarme había conseguido desanudar las zonas de angustia.

A la vista ajena, todo en mi vida estaba en su lugar: un buen matrimonio, un hijo que había sido aceptado por la NASA (un deseo que quizás yo le había inoculado y que ahora él cumplía sin preguntarse mucho de dónde había nacido ese anhelo, sabia manera de lidiar con las proyecciones de la madre), una carrera literaria que, aunque no alcanzaba alturas inefables, me permitía publicar con cierta regularidad. Había días, sin embargo, en que me sentía absolutamente devastada, miraba el pasado y sentía que allí, en esa región de intensidad, se había quedado lo mejor de mí.

Los días en que esa desazón se atenuaba, escribía y archivaba. Si no conseguía desarrollar un ritmo que me protegiera de ese horror vacui (un término que resemanticé según mis propios dolores), me conformaba con escribir frases sueltas siguiendo fielmente el estilo de Georges Perec, es decir, sin contextualizaciones éticas o morales que urdieran un mapa lógico. Eran como mensajes en botellas sucias arrojadas a un mar tan antiguo como yo misma. Escribía: “me acuerdo cuando mamá hablaba con pasión de Simone de Beauvoir”, “me acuerdo cuando la perra se comió a sus cachorros”, “me acuerdo cuando llovía propaganda política color rosa de las avionetas”, “me acuerdo del olor a chorizos del horno de mi abuela”, “me acuerdo de la tormenta que nacía de la máquina de escribir”, “me acuerdo de los jadeos”, “me acuerdo de la música de los Iracundos que llegaba con el viento”.

Intenté, pues, ese mismo procedimiento fragmentario, sin una violencia impostada que le exigiera explicaciones a mi memoria, para darme ánimos y asistir a ese encuentro literario que prometía hologramas de uno mismo. Escribí: “me acuerdo de que una colérica señora se bajó del micro en Los Pinos y gritó: ¡raza maldita! Me acuerdo de que su cara era color remolacha”, “me acuerdo de que yo tenía dieciocho años y usaba cruces de plata en el cuello, muchas cruces de plata”. “Me acuerdo de que intentaba pronunciar las eses”. Me acuerdo y me acuerdo y me acuerdo y no supe cómo esas migajas de la memoria de mi juventud en La Paz se fueron acumulando y demandando de mí una sintaxis más compacta de los hechos que, dado que no podía escapar de ese compromiso, actuaba como una coartada, una justificación de mi propia debilidad ante el horror del viaje. Porque viajar siempre me ha producido horror. O quizás no siempre, sino a partir de cierto punto de esta mi historia.

Escribí:

I

Nadie vive en La Paz impunemente. Lo supe al cabo de apenas seis meses de haber estado viviendo en esa ciudad y lo saboreé o lo pagué, o ambas cosas, durante los tres años restantes. Tres años que, en honor a la manía que entonces tenía de asignarle a todo un género literario o cinematográfico: esto es un thriller, esto es una telenovela mexicana, esto es una comedia de enredos, puedo todavía hoy considerarlos como los inolvidables tres años de mibildungsroman, es decir, los años del jodido aprendizaje. Y por eso también, los años de la corrupción.

Llegué a La Paz en 1990, estrenábamos la década y yo estrenaba, por fin, una vida lejos de mis padres. La vida universitaria que me esperaba, sin embargo, incluía en su misión pedagógica un implacable entrenamiento sentimental que tenía entre ceja y ceja a la ingenuidad provinciana. Porque yo era de provincia. Nunca he dejado de serlo. La impronta de esa pertenencia al margen aprende a disimularse, cuando es necesario, pero está ahí, lista para brillar y traicionar.

Fue mi madre quien me llevó hasta esa ciudad. Quería dejarme instalada en un lugar decente, asegurarse de que el salto civilizatorio que estaba a punto de dar no desgarraría la columna vertebral de mis valores. Ella también había atravesado los años clave de su juventud en La Paz, cuando conoció a mi padre, y juntos tuvieron que salir en estampida en agosto de 1971 porque el “General” acababa de derrocar a Juan José Torres. Ella no había regresado en todos esos años, de modo que la travesía se trataba para las dos de una cita con esos dos filos de la navaja del tiempo: su pasado y mi futuro.

La flota, me acuerdo, avanzó por la inmensidad marrón del Altiplano como penetrando en otra dimensión del tiempo, en otro planeta. Atrás quedaba el trópico, la vehemencia del verde, para adentrarnos en una intensidad desconocida y, en cierto modo, tristísima, una que no dependía de la clorofila o del aroma vegetal y que exigía, más bien, que uno respondiera a esa forma de gravedad con reacciones corporales, con encontradas emociones, del mismo modo en que siempre he imaginado que los gladiadores de comienzos del cristianismo respondían al contrincante: sin asco por la sangre y el sudor ajenos, sin temor a morir, desesperadamente heroicos. Así de exigidos se sentían mis pulmones. Y el corazón, ¡oh el corazón!, enloquecido por la falta de oxígeno en esas alturas traslúcidas y crueles, me obligaba a abrir la boca para meter aire. Mi madre dijo que el cuerpo tardaba tres días en acostumbrarse a esa sensación lunar. Tres días en resucitar.

Paramos a un costado de la carretera, frente a una fonda que parecía un delirio en toda esa sabana de tierra dura. El chofer de la flota dijo que teníamos treinta minutos para almorzar y entrar al baño, pues era posible que los cocaleros, exmineros, bloquearan la entrada a La Paz esa misma noche y él no se haría responsable de nada. Mi madre pidió para mí un mate de coca, justamente. Mi primer mate de coca. Dijo que en otras circunstancias no me habría dejado hacer lo que ahora me pedía hacer: masticar un pedacito de lejía mientras bebía el mate, pero es que yo me veía tan pálida, tan a punto de derrumbarme antes siquiera de haber comenzado a comprender de qué errores y de qué insolencias estaba hecha la juventud, que esto se trataba de un único y aislado acto de supervivencia. A medida que ese mate salvaje y los trocitos lascivos de lejía operaban de algún modo celular en mi torrente sanguíneo, mi cerebro, mis pulmones, también mi corazón, fueron descongestionándose, liberándose del veneno que el dióxido de carbono urdía como una traición. Y a propósito de traiciones, mi madre me encargó que, por el amor de Dios, no fuera a traicionarla, a ella, a la confianza que me tenían –ella, mi padre, mi recua de hermanos–, que no me hiciera “la moderna” en esa ciudad fascinante y extraña en la que iba a vivir solita. No fue necesario que detallara que “hacerse la moderna” significaba tener relaciones sexuales como Jen suelta en la humedad de la selva, o, en este caso, como Jen cagada de frío necesitada de un cuerpo tibio que le aplastara los pechos bajo su peso específico, que la salvara de su impúdica ignorancia. El mate y la lejía me hacían volar.

Sin embargo, solo así, con la conciencia suspendida, pude orinar en aquel baño de puertas móviles que asemejaban a una taberna del Lejano Oeste y que también olía fuertemente a lejía, pero de la cruda, y que seguramente estaba descompuesto desde que Bolivia había nacido como república.

Cuando subimos a la flota, los cuerpos al borde de la hipotermia –mis pies eran prótesis de hielo respondiendo a lo Frankenstein, por puro automatismo–, mi madre me pidió que sacara la bolsa de panes que habíamos comprado en la terminal de Cochabamba. Aún refulgía un sol espléndido y remoto, un sol que ardía sin calentar las superficies. Debido a ese sol no podíamos calcular la distancia entre el avance de la flota y los cerros que mordían el horizonte. La lucidez del cielo dolía. Todo era resplandor y la sensación de los cuerpos violentamente individualizados por esa eternidad ancha, plana, de piedra y tierra.  Mi madre aseguró que aún alcanzaba para que los niños brotaran desde cualquier grieta, materializados de súbito por ese mismo sol helado.

Y así fue.  No supe en qué momento, de dónde, cómo, surgieron dos niños y una niña, abrigados con pantalones que no llegaban a cubrirles los tobillos, haciendo flamear sus pequeños ponchos de lana –lana de alpaca, supuse (mi madre había dicho que me compraría prendas así en un mercado paceño cuyo nombre era un ulular de lobos, “Uyustus”)–, y coronados por sombreros redonditos como platillos voladores. ¡Y abarcas!, abarcas, sí, en ese frío. Abarcas de cuero crudo que dejaban a la intemperie esos piecitos terribles, esculpidos en la gruesa epidermis. Piecitos de piedra. Los niños, las mejillas rajadas por ese sol de mierda, estiraban las manos para recibir lo que la gente de la flota les arrojaba por las ventanillas. Mi madre lanzó la bolsa con panes y unas monedas. Yo tuve serias dudas de la utilidad de las monedas en semejante paréntesis del planeta. A los indiecitos les encanta la soda, dijo mi madre, con su sexto sentido tan infalible, capaz de desencriptar los nudos más ciegos de mis pensamientos.

Llegamos a La Paz en la noche. El descenso desde El Alto fue, me acuerdo, el descenso a la borra oscura de mi espíritu asustado ante lo inminente. La certeza dolorida de que pronto tendría que despedirme de mamá, crecer, caminar por calles empinadas y solitarias, quizás incluso volverme “colla”, separarme de la cultura anterior, encontrar con mis propias garras lo que parecía que mis padres habían encontrado con las suyas hacía ya demasiados años. Esta desazón no impidió que me entregara a la contemplación alucinada de las luces que hervían en la concavidad de mi nuevo hogar. Nunca antes había viajado así de lejos, nunca antes había observado una ciudad desde un ángulo tan superior, tan absoluto. Y ahora estaba allí, sintiéndome poderosa, pequeña y contenida como Dios, dueña de todas esas luces. “Así debe ser Nueva York”, recuerdo que pensé, creando una memoria que no por espuria era menos auténtica.

II

En junio de ese año el CNPZ (Comando Néstor Paz Zamora) secuestró al empresario Jorge Lonsdale, presidente de la subsidiaria de la Coca Cola, y lo mantuvo cautivo durante seis meses, lo que dura un culebrón. Esa era, pues, la mejor telenovela que mis compañeras de apartamento y yo podíamos mirar cada noche, al volver de la universidad. Vivía con cuatro muchachas de distintas partes del país, dos de ellas habían estudiado de intercambio en Alemania y Estados Unidos, y las otras dos eran hijas de ganaderos benianos que les hacían llegar enormes encomiendas con conservas de frutas, carnes y dinero extra cada fin de semana. Fue en la intimidad que el provincianismo comenzó a dolerme, a oscurecer mi carácter.  De ahí a tirarme la plata que mi padre me enviaba para pagar el semestre en la Universidad Católica Boliviana hubo un paso. No sabía cómo lidiar con el margen. El margen se me notaba en la ropa, en los gestos, en mis eses cambas aspiradas, en la sonrisita altanera que adopté para camuflar mis nervios, en la ignorancia salvaje respecto al cinismo que toda ciudad grande cultiva. Yo ideaba una y mil estrategias para disimularlo.

Los únicos momentos auténticos los experimentaba en mis paseos por un parque de Obrajes. Me gustaba sentarme en un banquillo a leer. Pero no leía, me protegía detrás del libro, intentaba comprender qué hacía yo ahí, en medio de la contradicción, por qué papá, que se decía izquierdista, no había querido que yo estudiara en la UMSA, entre verdaderos trotskistas, sino que se esforzaba por pagarme una universidad privada y clerical a la que asistían hijos de ministros en descapotables azules, ni siquiera rojos, como en mis fantasías.

Una noche, al regresar de estos paseos, encontré a las muchachas en un estado de alegre histeria. Una de ellas había bajado a tender la ropa a un profundo desnivel del terreno que funcionaba como patio (La Paz se presta a esos retorcimientos arquitectónicos), en el que además había un depósito clausurado.  Sin embargo, ese atardecer no estaba el candado que sellaba la puerta y ella cedióa la curiosidad. La penumbra comenzó a dibujar los rostros nerviosos de dos de los secuestradores de Jorge Lonsdale. Se veían más flacos que en las fotografías de la tele, ¡pero eran ellos! Le dijeron que no se le ocurriera hablar, que el dueño de todo ese conglomerado de cuartos para estudiantes era parte del Comando. Le dijeron que se solidarizara con su causa. Eso o morir (variante apurada de “patria o muerte”).

Ella nos lo contaba por pura responsabilidad y emoción, pero ¡ay de nosotras si abríamos el pico!

Oh, por Dios, en ese momento yo necesité tanto contarle a mi padre lo cerca que estaba del vértigo izquierdista, decirle que el destino se las arreglaba para que yo experimentara mi propia utopía. Pero me aguanté. Quería que ese secreto se metabolizara en mi temperamento para hacerme más profunda, más interesante.

Mis paseos por el parque se tiñeron de ese misterio. Una tarde se detuvo un descapotable, era rojo, y tal vez por eso, y porque ese día yo cumplía dieciocho años y quería convertirme finalmente en una chica de ciudad, acepté conversar con el muchacho rubio que me sonreía. Fuimos a tomar un café y luego acepté ir a su casa. Escuché un rock brutal, tomé una cerveza y de pronto me vi intentando sacarme al tipo de encima. Por supuesto, no le gustaba mi resistencia, pero no quería aún gastar su ímpetu. Iría paso a paso.

Abrió su clóset y ante mí se desplegó una siniestra colección de implementos sadomasoquistas. Cinturones de cuero de distinto grosor, con y sin tachuelas, con y sin púas metálicas, esposas, fustes, botas, antifaces, gorras tipo nazi y hasta una máscara antigás. Todo coexistía allí en promiscua hermandad. El tipo extrajo algo que parecía una armónica y, al contacto de su pulgar, de aquel rectángulo surgió la hoja brillante de una navaja.

Recuerdo que tragué saliva y que mi saliva me supo amarga. Y recuerdo que pensé que era demasiado injusto que la única vez que me había animado a comportarme como alguien liberal, una chica “moderna”, me tocara ser la presa en ese siniestro juego de cacería. Por esos meses había conocido a una compañera tan o más outsider que yo (outsider era entonces el término de moda para designar a todos los que no se habían enterado de que los noventa habían llegado, hiperactivos, desacomplejados, post-todo) y ella me había compartido lo que sabía de astrología. ¿Acaso mi espíritu había nacido a merced de una cuadratura terrible entre planetas nefastos? Tal vez Plutón, el que alecciona a través de la violencia sexual, los orificios del cuerpo, sus secreciones y fricciones, y las prácticas ilícitas, se había ensañado conmigo.

Sin embargo, en lugar de suplicar, de decir “no, por favor” o “ya es hora de volver a casa”, le exigí a mi sádico anfitrión que me diera la llave de su cuarto, que qué se había creído. El sujeto me miró por algunos minutos. No puedo saber si yo temblaba o si estaba pálida, si la sonrisita altanera me transformaba la cara, pero recuerdo hoy, tantos años después, que me dije, tal vez en voz alta: No voy a venirme de mi pueblo para que me vean la cara de pelotuda, vine a estudiar en una universidad carísima.

Es posible que esa furia sostenida por el provincianismo herido haya disuadido a mi cazador de llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias. Es posible también, si me detengo ahora en la media sonrisa juguetona que le apareció en la cara de ‘jailoncito’ de la zona sur, acaso como un reflejo de mi propia sonrisa-tic, que el tipo haya creído que yo aceptaba sus reglas y que el juego recién acababa de comenzar. Entonces arrojó las llaves contra mi pecho. “¡Cerdita!”, dijo a carcajadas (he exorcizado esa cochina palabra en muchos cuentos, pero todavía hiede). Lo encerré en su cuarto y bajé desaforadamente las escaleras. Fair play.

Caminé cuadras y cuadras –mi cuerpo ya inmune al sorojchi–, rezando mentalmente mi nombre, la amada vibración de mi nombre, para que mi ajayu no se quedara por los siglos de los siglos atrapado en ese asqueroso departamento de Achumani. Mi nombre, tres veces, llamándome desde el socavón de una tragedia de la que me había salvado por un pelo, por un gesto, por puro instinto. Mi nombre largo. Rezándolo. Cuando recuperé las coordenadas de mi dignidad, alcé mi mano como una orden o una súplica: los trufis y taxis llenos de omisión pasaban de largo porque ningún taxi paceño acepta virar, ir en sentido contrario al destino que ya ha decidido. Esos taxis no eran mi destino. Por fin tomé un micro atestado de albañiles que subían de los barrios residenciales hacia las casas amontonadas en las laderas. Viajamos a merced de la lenta corrupción del río Choqueyapu. ¡Pare!, grité, estrenando mi voz postmórtem, dos cuadras antes de la calle 2 de Obrajes. Me estrujé entre los cuerpos de los obreros, avancé desquiciada hacia la puerta. El micro me escupió al ruido de la avenida.

Necesitaba caminar otro poco, desafiar aun más mi respiración. Abracé mis libros y atravesé sin prisa el puente peatonal. Ya no tenía miedo. Ni siquiera apuré el paso cuando distinguí otro cuerpo acercándose en sentido contrario. Era una mujer de mi misma estatura, alguien con quien sí podría sostener una batalla física en condiciones más justas. No le miré la cara, pero sentí su mirada, su interés, el intento tal vez de una pregunta o un saludo, o quizás de pedir ayuda, ¿acaso una suicida? En cambio, levanté la vista y respiré. Qué cerca se veían las estrellas desde el puente, y qué frías. Las ventanitas de nuestro apartamento (al que pretenciosamente le llamábamos “garzonier” cuando no tenía ni calefacción) también brillaban como globos aerostáticos en lo alto de esa colina de la curva que partía la ciudad en dos mitades. Igual que mi vida o quemi historia.

Esa noche no les conté nada a las chicas. Estaba muerta de vergüenza y de indignación.

Tampoco volví a leer o fingir que leía en el parque de Obrajes. Reemplacé los minutos de autenticidad por la contemplación del nevado Illimani. El hecho de que se mantuviera impávido, soberbio, resplandeciente frente a las desgracias de la ciudad, me tranquilizaba y me irritaba. Al mediodía abría mis manos hacia esa mole, inventándome mi propio solsticio de invierno: la luz atravesaba mis dedos con su metódica acupuntura. En las tardes intentaba no mirarlo para que no me arrasara la tristeza. Su maldad gélida, el modo en que al llegar la noche se desentendía de los humanos, me helaba el corazón a mí también.

Ese semestre murieron dos compañeros. Había algo de natural en la fatalidad. Como en esas películas gringas clase B, seguramente nos llegaría, uno a uno, nuestro respectivo turno. La muerte seguiría experimentando formas de eliminación que fluctuaban sin ninguna ética entre el crimen más atroz ?morir a causa de una paliza? y la elegancia. Morir de amor, por ejemplo. Morir de juventud.

Varias semanas después por fin le conté a mi padre que dos de los secuestradores permanecían escondidos en el desnivel de nuestro terreno. Eso explicaba su supervivencia, el hecho de que ni la policía ni el ejército los hubieran encontrado. Escuché un carraspeo incrédulo al otro lado de la línea. Preguntó que qué hacían ahí, ¿quién entonces se encargaba de cuidar a Lonsdale? ¿Quién les alcanzaba comida? Preguntas elementales que yo no me había planteado ni por un instante.

Esa misma noche les dije a las chicas que yo quería bajar al patio y llevarles hamburguesas a los secuestradores. La que había estudiado en Alemania se echó a reír y luego se unieron las otras tres. ¿En serio me había creído que esos terroristas se habían refugiado en nuestra propia casa? ¿De qué lugar del mundo venía yo? Esto es una leyenda urbana, my dear, dijo la que había estudiado en Estados Unidos.

Tres días antes de que se acabara el semestre y nos despidiéramos para pasar las navidades con nuestros padres, dos noticias terminaron con los restos más tercos de mi ingenuidad.  Todos los canales de televisión reportaban el fatal tiroteo que se había librado entre los secuestradores de Lonsdale y las fuerzas de seguridad del Estado. El italiano que lideraba el Comando y que supuestamente se había escondido en nuestro patio era una de las primeras víctimas. También el propio Lonsdale.

Si bien todo lo del refugio en el patio del desnivel había sido una leyenda tejida con alevosía por mis compañeras de apartamento para castigar las novatadas, de alguna manera me sentía cómplice de esa fallida subversión. En serio me habría gustado que el líder italiano, un exjesuita que había ideado toda esa épica, hubiera estado ligado a mí, a mi tímida revolución, aunque fuese por accidente. Nos unía el equívoco, el haber creído que, por su cielo límpido y sus calles angostas, levitantes y artríticas, La Paz era un lugar domesticable. No sabíamos que, así como avanza hacia el cielo, la ciudad puede ensimismarse en sus propias entrañas igual que un Saturno narcisista y obsesivo. Habíamos habitado apenas su superficie, dando saltitos aquí y allá como astronautas quisquillosos, y esa ignorancia tenía un costo, el que suele cobrar la Pachamama.

La otra noticia apareció una sola vez en un canal alteño alternativo y popular. Tres muchachos que estudiaban en la escuela militar habían sido acusados por una joven de su mismo círculo social de haberla drogado y obligado a participar en una hot party.  Con el corazón a mil les conté recién a mis compañeras sobre el pánico que había experimentado en la casa del cabrón rubio, el que aparecía ¡en medio de la toma!

Las chicas, acostumbradas a la invención de leyendas urbanas, me miraron con el escepticismo prematuro de las veinteañeras y dijeron que esa historia no me aportaba nada, era una venganza barata. “Aportar algo”, por ese entonces, se refería al tipo de anécdotas o experiencias que te rodeaban de un halo glamoroso y sensual, interesante, que te subían de nivel (arriba, abajo, oblicuo, interior-mina, todo se cifraba en la geometría más básica y en el necesario sacrificio).

La segunda noticia no volvió a salir nunca más ni en ese ni en ningún canal de televisión. Eran, claro, “jailoncitos” de la zona sur y sus excesos y travesuras podían ser borrados de la historia de la humanidad.

Explicarles a mis padres por qué debía el semestre completo de la Católica fue, en medio de todo, el verdadero momento de autenticidad de ese año, suyo y mío. Los dos años y medio que me quedaban en La Paz aguardaban por mí con nuevas pruebas, pero ahora estaba lista para arrancar la flor completa, con su aroma y sus espinas. Y aun masticar sus pétalos con la voracidad de una cerda.

III

Me acuerdo de que una noche, cruzando un puente peatonal, vi una muchachita que caminaba en sentido contrario al mío, apretando un cuaderno. No tenía miedo, no tenía frío. No lo parecía. De a ratos levantaba la cara y miraba al cielo. Era una noche clara, la luz de la luna la dibujaba con tonos pálidos pero precisos, vitales, y por eso tuve la impresión de que era alguien que yo conocía. ¿Estás perdida?, quise preguntarle, ¿estás bien?, quise cuidarla. Pero entonces, el resplandor de las luces de los autos que pasaban raudos bajo el puente de la Calle 2 la iluminó también desde abajo y algo conmovedor se completó en aquello que yo percibía de ella. Cerré los ojos por unos segundos para curarme de todo lo que encandilaba y recuerdo que pensé que no era una buena idea cruzar el aura invisible que cubría a la chica, que la empujaba o abducía, como esos ovnis de la imaginación clase B, hacia otras temporalidades. No sé por qué sentí la insoportable melancolía de los sobrevivientes. Me quedé quieta como una estatua de sal y luego me obligué a avanzar hacia el otro costado del puente, no fuera a pensar la muchachita que yo era una suicida, una más.

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