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Quién lo diría, Don Jacinto

     Las hermanas Campos estaban sentadas por orden de edad al lado del féretro de su padre. Llevaban horas recibiendo a todas las personas del pueblo que venían a presentar sus respetos a la familia del difunto, por lo que cada vez lloraban menos. Ya ni se paraban para recibir el abrazo de consuelo, apenas hacían un gesto desde sus sillas.

     Martina, la mayor de las hermanas, se había hecho cargo de todos los trámites: funeraria, registro, cementerio; mientras Mariela y Maite lo habían hecho de los anuncios y la atención a los familiares, amigos y personalidades que vendrían al velorio. Querían que todo quedara impecable. Después de todo, Don Jacinto era un hombre reconocido y apreciado por la sociedad bellavisteña. Era uno de los pocos médicos que regresó a su pueblo a ejercer, en vez de quedarse en la capital una vez finalizada la carrera. Ahora que Bella Vista comenzaba a dejar atrás sus aires de pueblucho olvidado, el incipiente círculo social alrededor de la cual crecía una pequeña ciudad tenía a los Campos como protagonistas.

     Con una sonrisa forzada y apenas levantando la mano, saludaron de lejos Magdalena, la ahijada de su padre que vivía en Los Arroyos, una hacienda que tenían en el pueblo del mismo nombre a unos cuarenta y cinco kilómetros de Bella Vista.

     Magdalena era hija de Asunción, la criada de la hacienda. Se conocían desde pequeñas, pero nunca se cayeron bien a pesar de que eran contemporáneas. Las tres hermanas eran muy unidas y no la invitaban a jugar, y a Magdalena tampoco le interesaba compartir con ellas. Las veía como invasoras cuando iban a pasar allá los fines de semana o las vacaciones. De hecho, no se habían vuelto a ver desde que murió doña Elena, la madre de las Campos.

     Después de que Don Jacinto enviudó, comenzó a viajar solo y a veces se quedaba hasta una semana en la hacienda. Las hermanas lo preferían así. Adolescentes al fin, esos paseos les resultaban fastidiosos, por lo que escogían quedarse en el club con otras jóvenes de su edad y de su condición social. Y ya convertidas en jóvenes adultas, una semana sin tener que ocuparse de su padre era una bendición. Además, Los Arroyos les traía malos recuerdos. Fue allí donde murió doña Elena de un infarto fulminante un día que fue a visitar a su marido que para entonces se encontraba en la hacienda atendiendo pacientes.

     Magdalena llegó con el cabello recogido y luciendo un vestido negro que la hacía ver diferente a lo que ellas recordaban de la muchacha. Se asomó al ataúd con sigilo, acarició el vidrio que la separaba del rostro de Don Jacinto y unas lágrimas comenzaron a rodarle tímidamente por la mejilla. De repente se dio cuenta de que unas señoras la veían con curiosidad, entonces se secó las lágrimas con la manga del suéter y se sentó en una esquina.

     Las Campos también repararon en la reacción de Magdalena y la miraron con cierta compasión. Después de todo, Don Jacinto la había visto crecer y según contaban las lenguas sueltas del pueblo, era la única figura paterna que conocía, ya que el marido de Asunción era un desconocido que un día pasó por el pueblo y dejó su huella. Del padre de Jotica, el otro hijo de Asunción, ni eso se decía.

     Mientras comenzaban los preparativos para la llegada del cura que haría el rezo final antes de salir al cementerio, Magdalena rompió en llanto de nuevo, pero esta vez no era tan sutil.

     —Pero, ¿qué le pasa a esa ridícula?, ¿no les parece que se está pasando? Llora como una Magdalena —comentó Maite.

     Las hermanas casi explotan en una carcajada, pero se contuvieron. ¿Qué iba a pensar todo ese gentío si las veía a ellas muertas de la risa y a la hija de la criada a moco tendido? El llanto de Magdalena se fue haciendo cada vez más fuerte, desgarrador, con gemidos y lamentos.

     Martina no pudo contener las risas y se abrazó a sus hermanas para disimular.

     —Ah pues, lo que nos faltaba, un concurso a ver quién llora más – dijo Mariela en voz baja

     —No, chica, es que no aguanto las risas con la estúpida esta, pero me da pena que me vean.

     —Sinceramente, la mujercita se pasa. Está bien que mi papá le pagara el colegio y la tratara bien, pero ya está pues.

     —Por cierto, llora igualito que tú, Maite —dijo Martina.

     —Y tiene el mismo lunar que yo —agregó Mariela.

     En ese momento las Campos sintieron que les caía un balde de agua encima. Miraron a su alrededor y se dieron cuenta de que había más miradas condescendientes que de asombro. Lo que nunca se habían preguntado ahora resultaba tan obvio que apuñalaba. Se notaba que acababan de escuchar el secreto a voces que durante años corría entre El Arroyo y Bella Vista. Las caras desencajadas de las hermanas ya no eran de dolor por la muerte del patriarca, sino más bien por la vergüenza de ser víctimas de una traición que ahora era tan clara que no entendían como nuca se les ocurrió.

     Sin poder armar un escándalo en ese momento, las Campos se acercaron a Magdalena y le pidieron que se fuera del lugar. Pero la joven por primera vez y con todo el rencor contenido por años se los restregó en la cara:

     —Yo tengo tanto derecho como ustedes a llorar a mi padre.

     En ese instante, llegó Asunción a la funeraria, vestida de negro de pie a cabeza, flanqueada por su Jotica Junior y un grupo de allegados del pueblo.

     Antes de que las hermanas pudieran decir algo a Asunción, Jota se les plantó delante con sus casi dos metros de alto:

     —A mi madre le permiten entrar y llorar a su muerto, o armo un escándalo. Nosotros no tenemos nada que perder. Las niñas de sociedad son ustedes y a nosotros nos tiene sin cuidado lo que piensen los demás.

     Las Campos se tragaron las ganas de sacar a Magdalena a patadas de la funeraria y se dedicaron a recibir al cura disimulando la humillación. El dolor lleno de melancolía y de recuerdos dulces que hasta hacía muy poco sentían por el fallecimiento de su padre, se había vuelto amargo y cruel. Ahora el recuerdo de la repentina muerte de Doña Elena les desgarraba el corazón y hasta el ridículo nombre de Jotica Junior que tanta gracia les causaba, cobraba sentido.

     Finalizado el rezo, Asunción se levantó de su puesto. Ya no parecía una criada, ahora caminaba por el pasillo con un halo de reina viuda.

     Las tres hermanas se acercaron tratando de apurarlos hacia la salida, como quien arrea al ganado.

     —¡Tranquilas, aquí no ha pasado nada! Sigan con sus vidas que ya nos regresamos a nuestro pueblo —contestó desafiante el joven—. Eso sí, la hacienda es nuestra.

 

 

 

 

Perfect

 

 

D’accord

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