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Quemar la autocensura

Las distopías siempre me han parecido irresistibles. Esos mundos gobernados por seres terroríficos, casi siempre invisibles, y que mantienen sojuzgada a una población a partir de la fuerza o a través de la felicidad infinita.

Curiosamente, mi fascinación nació a través de otro sub género, propio de América Latina, como son las llamadas Novelas de Dictador. Desde las más realistas, e incluso costumbristas, como El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, pasando por El recurso del método, de Alejo Carpentier o de un corte más oscuro y fantástico como es El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez. Con Yo, el supremo, de Roa Bastos, lo confieso, nunca he podido pasar de las primeras páginas.

En todas ellas, más que el poder, me atraía la rebeldía que se generaba a su alrededor. Lo mismo me sucedió cuando me sumergí en El mundo feliz, de Aldous Huxley e incluso en La naranja mecánica, de Anthony Burgess.

Pero si una novela distópica logró atraparme, esa fue Farenheit 451, de Ray Bradbury. La historia de aquel bombero dedicado a la destrucción de libros a través del fuego. Quemar el pensamiento como forma de control y poder.

Curiosamente, hace unos días descubrí una versión fascinante de la obra. No en su contenido, sino en su presentación. La editorial francesa Super Terrain y el laboratorio Charles Nypels han publicado la novela en un formato innovador, donde todas las páginas están completamente oscuras. No se puede leer absolutamente nada, a menos que, precisamente, pases fuego sobre ellas.

Una edición especial que, más allá de lo novedoso de su presentación, nos señala una situación común, en unos tiempos cada vez más cercanos a las novelas distópicas, que antes nos parecían tan sólo una posibilidad lejana. De algún modo, nos indica que, para leer, para pensar, hay que encender el fuego, la luz, en medio de una oscuridad en la cual nos sumergimos a voluntad.

Las redes sociales se han convertido en el guía moral y ético de la sociedad moderna. Todo lo que vaya en contra de lo “bienpensante” o lo “bienintencionado” acaba en la hoguera. No se puede criticar a nada ni a nadie. Siempre habrá alguien que se sienta ofendido. Y no importa cuánto te insulte. Tú eres el “malo”, el que ha roto la armonía dentro de un “mundo feliz”, donde la libertad de pensamiento se coarta a cada paso.

Ejemplo de ello son los casos en los que una obra artística, estrenada con mucha antelación, ahora es considerada una perversión. Por ejemplo, en Memphis, un cine tuvo que retirar la reposición de Lo que el viento se llevó después de que el centro cultural que la proyectaba recibió una serie de quejas “debido a que el filme trata el tema de la esclavitud de una forma insensible”.

Por su parte, en Misisipi, en el pequeño pueblo de Biloxi, han retirado del programa de estudios la famosa novela de Harper Lee, Matar a un ruiseñor.  La decisión se debe, principalmente, a que en la obra se repite constantemente el peyorativo nigger, lo que, según los profesores, causaba mucha risa a los alumnos. Y lo único que se les ocurrió fue retirarlo del currículo. No obstante, argumentan que la obra no está prohibida, si un alumno quiere leerla, debe traer una autorización de sus padres.

Si obras de esta magnitud, consideradas a nivel cinematográfico y literario como clásicos, son vistas con sospecha. Imagínense una opinión perdida en el ciberespacio. Y la consecuencia no es otra que la autocensura. Ocultar todo aquello que verdaderamente pensamos para evitar cualquier tipo de conflictos que pudieran desestabilizar el equilibrio en el mundo virtual.

La autocensura se ha convertido en algo tan habitual, que no es rara su confesión. Conozco a varias personas que la practican “por salud mental”, por “evitar peleas”, para “no quedarme sin amigos”. Y así, poco a poco, todos vamos cayendo en el juego, en esa oscuridad voluntaria que impide cualquier tipo de debate, uno de los grandes motores de creación de pensamiento.

Quizá en un futuro no muy lejano, distópico, tendremos que escondernos entre las tinieblas y encender con cuidado una cerilla, como rebeldía, para poder leer un libro donde se muestran las miserias humanas en toda su magnitud y crudeza, esas que perviven en la realidad, pero que preferimos ignorar, y que censuramos en la ficción para que no afecten nuestras debilitadas mentes. Después, guardar silencio. No sea que quienes acabemos en la hoguera, por nuestros pensamientos, seamos nosotros.

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