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¿Por qué “Contarlo todo”?

Algunos apuntes acerca de la honestidad en literatura

Jeremias-Gamboa

Hace ya varios años, la crítica Margarita Saona publicó el sugerente ensayo “Novelas familiares” en el cual interroga la manera como las ficciones latinoamericanas representan al individuo y sus lazos familiares, lo cual sería, en cierto sentido, “(…) la forma en la que concibe la nación”. En otros términos, según lo planteado por Margarita Saona, numerosos escritores latinoamericanos habrían convertido en ficción los vínculos familiares, sanguíneos o concedidos, para metaforizar o alegorizar, cada una a su estilo, las naciones. Basta recordar, por ejemplo, solo por citar dos casos paradigmáticos y antagónicos: “Aves sin nido” (1889), de la peruana Clorinda Matto de Turner, y “Martín Rivas” (1861), del chileno Alberto Blest Gana. La primera, como ya se ha señalado hasta la saciedad, marcaría el fracaso de la “adopción”, real y metafórica, del elemento autóctono en el proyecto familiar y nacional; mientras que la segunda sería todo lo contrario, una ficción del logrado ascenso social de un individuo marginal que termina insertándose en un orden familiar. En este marco, podríamos decir que los siglos XX y XXI, lejos de romper con esta tradición, refuerzan la imagen y el conflicto familiares. Piénsese, sino, en la familia Buendía o en la forma, tensa, radical, en ocasiones precaria, en que personajes como Horacio Oliveira o Humberto Peñaloza, cada uno huérfano a su manera, afirman y deshacen sus identidades en el marco de una familia, la cual a su vez es un trasunto de la nación.

“Contarlo todo” (2013), del escritor peruano Jeremías Gamboa, es una novela que narra diez años de la vida del joven Gabriel Lisboa. A lo largo de dicho periodo, Gabriel Lisboa descubre la amistad, los estudios, el trabajo, el amor y, cómo no, su vocación literaria. El hombre que alrededor de la treintena decide, finalmente, ponerse a escribir es aquel que diez años antes empezara, con timidez aunque con decisión, a trabajar en una revista limeña. Del periodismo a la literatura, o de la precariedad a la certeza, la trayectoria de Gabriel Lisboa es una verdadera novela de aprendizaje en la cual lo “vivido” no solamente alimenta lo narrado sino que también, cuando se trata de llegar al momento culminante, le da un orden y un sentido. Como es de esperarse, en su maduración Lisboa se cruza con individuos que también se están formando y que, de un modo o de otro, le ayudan en su búsqueda. Pienso, solo por dar un ejemplo, en sus tres amigos, poetas y músicos, quienes  a su lado forman el grupo autodenominado “Conciliábulo”. El joven limeño también se topará con personajes que lo ayudarán en su crecimiento afectivo, las mujeres como Fernanda, y artístico, los periodistas y escritores, pero también con quienes se enfrentarán con él debido a sus orígenes sociales; sobre todo, la familia de una de sus enamoradas, la típica familia limeña de clase alta, conservadora y clasista.

No estoy de acuerdo con quienes consideran que se trata de una lectura irregular, en la que se alternan la lectura de pasajes ágiles con la de otros más bien morosos (se ha dicho, por ejemplo, que los dos primeros capítulos son los más aburridos de la narrativa peruana). Educado en el periodismo, Gamboa escribe con solvencia, conoce muy bien las estrategias que permiten mantener en vilo a su lector, como lo pueden ser, por ejemplo, las alusiones o comentarios que sugieren o anticipan el desenlace de los eventos. La prosa de Jeremías Gamboa es más funcional que otra cosa, lo cual no le impide recaer en cierto lirismo, en mi opinión los pasajes más interesantes del libro, con el que aborda las crisis existenciales del narrador. Un ejemplo: todo el pasaje dedicado al ataque de acné que es, al mismo tiempo, una reflexión soterrada acerca de la identidad, el poseer un rostro, adquirir uno. Como es evidente, la escritura de un texto tan largo puede pasar por alto ciertas deficiencias estilísticas aunque también gramaticales que, me parece, ya han sido señaladas en alguna reseña. Si bien no son demasiadas, en ocasiones pueden fastidiar la lectura. No obstante, eso no es tanto responsabilidad del autor como de la editorial, quien no parece haberse dado el tiempo de leer con detenimiento el manuscrito, como si hubiese sido más importante lanzar el producto en medio de un gran despliegue publicitario, antes que detenerse a pulirlo, sacarle el brillo que merecía.

Ahora bien, hay dos elementos que no dejaron de interpelarme a lo largo de la lectura, dos elementos que se encuentran cifrados en el título de la novela – “Contarlo todo” – y que parecieran anunciar el universo narrativo, sí, pero sobre todo determinar la lectura. El primero es el que corresponde a la forma literaria, cuya linealidad me parece insufrible, escandalosa. Si bien es cierto que desde hace algunas décadas asistimos a un repunte de narraciones que buscan una “simpleza” formal, también lo es que en las más de las veces esto esconde una falta de medios expresivos. Durante la lectura de “Contarlo todo” me sentí cansado por lo que es una sucesión de eventos que en su linealidad se orientan al momento excepcional y único que es el sentarse a escribir. Eché de menos, una forma literaria que singularizara la novela de Jeremías Gamboa frente a tantas otras del mismo talante que han proliferando en las últimas décadas. En lugar de ello, tengo la impresión de que terminó decantándose por una forma que parece haberse convertido en una de las marcas de ciertas ficciones latinoamericanas recientes y que encuentra en escritores tipo Alberto Fuguet y Jaime Bayly  sus exponentes más celebres (ambos también fueron, en su momento, patrocinados por Mario Vargas Llosa). El hecho de contarlo todo no es suficiente, también hay que saber, como muy bien nos lo enseñó el Mario Vargas Llosa lector de Flaubert en “La orgía perpetua”, encontrar la manera de entregarle a lo narrado una capacidad de persuasión solamente posible mediante un ordenamiento sagaz, una sintaxis que exprese y encarne la excepcionalidad de lo que se cuenta. En lugar de ello, la novela de Gamboa, al repetir una forma lineal ya consagrada por ciertos escritores y los nuevos lectores, aquellos que buscan la facilidad a la hora de leer, es una muestra de cierta actitud conservadora frente a la creación oliteraria.

Pareciera que Jeremías Gamboa se despreocupa de la forma porque considera que algo más justifica y le entrega solvencia a su proyecto narrativo. Deteniéndonos en el título, como ya lo dije, podemos deducir qué es este algo al cual me refiero y que aparece en varios momentos de la narración. Así, por ejemplo, el poeta Montero, confidente de Gabriel Lisboa, le dice a su amigo: “Nadie te va a revelar jamás cómo hacer un texto que emocione, que sea honesto, que diga “cosas”, ¿te das cuenta (p.94). Páginas después, el mismo narrador cuenta lo que fue su primera impresión de la atormentada Fernanda: “Contra la luz lateral de la ventana, una luz de tarde de abril, una muchacha delgada, de cuello largo y empinado y moño alto, escribía algo en su máquina con absoluta concentración y sinceridad” (p.302). Finalmente, él mismo se refiere a su escritura en los siguientes términos: “Gabriel sabía bien que debía escribir sobre aquello que conocía y que sus esfuerzos debían dirigirse al logro de una frase que no fuera bonita ni sonora sino “auténtica”, una que contuviera realmente una verdad”(p.426). Los ejemplos precedentes son unos cuantos de una multitud de ocasiones en las que el narrador repite con otras palabras lo expresado en el título. Hay que decirlo todo, sin censuras ni medias tintas cuando se escribe literatura. Es necesario tocar la llaga con la palabra sin miedos ni concesiones cuando uno se decide finalmente a escribir. Podríamos, de hecho, decir sin equivocarnos que en el planteamiento narrativo y ficcional de Jeremías Gamboa supone un férreo posicionamiento moral que aprovecha cualquier oportunidad para expresarse.

¿La honestidad hace la literatura? Hasta cierto punto sí. La honestidad de una vocación asumida sin dobleces o medias tintas, una vocación inquebrantable, capaz de levantarse después de una caída, aprender de las experiencias, mantenerse fiel a sí misma pero, al mismo tiempo, lo suficientemente maleable como para discernir el error y corregirlo. Eso es un poco lo que ocurre con el narrador de la novela, Gabriel Lisboa, quien a lo largo de centenas de páginas recorre la ciudad de Lima, estrellándose sin cesar contra sus dudas y sus problemas económicos y sociales, convencido, mal que bien, de que en algún momento llegará la escritura a su vida. Esa es la apuesta moral del autor, Jeremías Gamboa, y de su avatar, Gabriel Lisboa: mostrar que la perseverancia puede rendir sus frutos, relatar la historia de un don nadie que termina convirtiéndose en alguien, dentro de una sociedad más que áspera, gracias a su rabiosa convicción.

No obstante, Jeremías Gamboa se equivoca cuando considera que la honestidad es garantía de buena literatura. La honestidad, si bien nos puede ser útil a la hora de reflexionar acerca del escritor, su quehacer y su práctica literarios, no tiene nada que hacer adentro de la ficción. Esto porque la literatura no es honesta sino más bien profundamente inmoral. No inmoral en el sentido de promover un atentado contra las buenas costumbres, como lo creyeron los obtusos lectores de Madame Bovary o del Marqués de Sade, sino de manera más sutil y, por lo tanto, perniciosa. La literatura, gracias a la ficción, permite asomarse a esas grietas que posee nuestra sociedad en su ordenamiento, sus valores, los principios que la rigen y que le entregan esa aparente coherencia que permite el status quo de desigualdades e injusticias. Ese es el poder secreto de la ficción, aquella capacidad de albergar el descontento, darle un rostro e incluso un destino.

“Contarlo todo” con su esquemática distribución de roles – personajes que están por o contra el narrador -, con esa premiosa hagiografía del “hacerse” escritor, se desmarca de lo que hace a la buena literatura. En literatura, decirlo todo no es garantía de otra cosa que no sea una verborrea que, en su desmesura o exageración, esconde la falta de algo. Eso explica que la sociedad peruana, con toda su podredumbre, tal y como fue el periodo del fujimorismo, sea casi un personaje invisible, recordado apenas un par de veces, por menciones que además resultan del todo gratuitas. También que su narrador en primera persona carezca de complejidad, se muestre como una voz transparente totalmente predecible para el lector. El Gabriel Lisboa que se cuenta a los demás y a sí mismo es el mismo que el lector conoce, no existe ningún pliegue, tensión o siquiera distancia entre uno y otro. La primera persona es la más difícil en literatura pues el autor debe arreglárselas por hacer de su personaje un individuo complejo en sus contradicciones más íntimas y secretas, incluso para él, y el narrador de Jeremías Gamboa no tiene para si ningún tabú.


Debido a la campaña mediática que precedió y acompañó la presentación oficial del libro, parece haberse normalizado un modo de leerlo como si fuese un punto culminante de la narrativa del “Boom”. A esto ha ayudado mucho Mario Vargas Llosa, quien ha escrito un texto de contratapa y además se ha encargado de difundirlo entre sus conocidos. De ahí que el paralelo con ciertas novelas de esa brillante generación literaria sea inevitable. Por eso, se ha hablado mucho de la huella de “Conversación en la Catedral”; sin embargo, creo que en nuestra tradición nacional el referente más idóneo es “La tía Julia y el escribidor”, no sólo en términos editoriales (véase la imagen, más que explicita) sino también literarios, los únicos que cuentan. Ambas novelas cuentan el crecimiento de un joven en la ciudad de Lima que de literario apenas tendría la neblina, algún prostíbulo y uno que otro bar. Hay, con todo, un abismo profundo entre una y otra: en la novela de Vargas Llosa se formulaba, gracias al humor, una reflexión novedosa acerca de lo que era la literatura (¿la realizada por el ridículo Pedrito Camacho o por el inocentón Varguitas?); en cambio, la novela de Jeremías Gamboa subordina la literatura al ser alguien, así como también abunda en una dimensión terapéutica que puede ser conveniente para determinado tipo de ficciones pero no para la verdadera literatura. La literatura no es un ejercicio de superación personal sino más bien una manera de asomarse a las crisis individuales y colectivas.

Finalmente, y para retomar la idea de Margarita Saona con la que comencé esta reseña, me gustaría llamar la atención sobre cierta forma de leer la novela. Debido al espaldarazo que la novela de Jeremías Gamboa ha recibido de los medios de comunicación y las agencias de publicidad – un autor conocido de manera local y que, de la noche a la mañana, se convierte en un referente a seguir en toda Hispanoamérica -, hay quienes han apurado en sostener que se trata de un nuevo tipo de ficción en el Perú. Así, a diferencia de las ficciones “pesimistas”, o “trágicas” como “Los ríos profundos” (por lo demás, esta novela tiene un papel clave en la de Gamboa), en las cuales el individuo en formación termina sucumbiendo a la violencia de su realidad, la novela de Gamboa ilustraría el caso de un peruano superado, que se hace en la adversidad y que obtiene lo que anhela. Si bien hay que deshacerse de los prejuicios relacionados con el marketing y la literatura, al final de cuentas la literatura también es un producto comercial, lamento el hecho de que este tipo de lecturas subraye el individualismo a ultranza que mueve al sujeto letrado (de hecho, una de las tensiones sintomáticamente silenciadas en la novela es la doble pertenencia del narrador: los andes por sus tíos serranos y la costa por sus colegas y amigos). Aquellas ficciones que han marcado a fuego nuestros imaginarios, como lo son precisamente las del “Boom” al que tanto alude la publicidad alrededor de la novela, abundan en la difícil situación del escritor, o el proyecto de este, escindido a nivel social, político, cultural e incluso sexual. El Gabriel Lisboa de “Contarlo todo” desnudo frente a su ordenador ha resuelto el asunto contando, contándose, como si bastara con su honestidad para hacer literatura, cuando no es así, cuando la escritura en la novela latinoamericana se encuentra determinada por una multitud de tensiones que trascienden el simple, y en ocasiones caprichoso, deseo de narrar. Por eso, me queda la sensación de deuda frente a la literatura de su autor; una deuda que no tiene por qué saldar, desde luego, si sus objetivos literarios van por otros rumbos, pero que me da la impresión no lo coloca, tal y como se nos pretende hacer creer, en la línea de la gran novela latinoamericana, como un heredero y renovador al mismo tiempo, sino más bien como un epígono menos arriesgado, más discreto.

 

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