Las palabras materializan las ideas, los sentimientos, las emociones. Lo que no se dice parece que no existe y que jamás ha existido. Las palabras son más que sonidos o dibujos en un papel, son la representación de todo lo que el ser humano conoce, e incluso de aquello que desconoce, que jamás ha visto o tocado. Las palabras han llegado mucho a lo más lejos del cosmos, a lo más profundo de nosotros.
Curiosamente negarlas con el silencio las hace más importantes. Su mutismo puede ser más estruendoso que un grito. El mensaje del que calla o es acallado logra una mayor atención de aquel que grita o repite.
Por eso, por más que se dan por muertas a las palabras, en estos tiempos donde las imágenes lo acaparan todo, todavía las palabras se consideran peligrosas.
A finales de septiembre de este año, el diario The Guardian publicó la noticia sobre las medidas arbitrarias tomadas por el sistema penitenciario de algunas entidades de Estados Unidos para prohibir ciertos libros a los presos, porque constituyen un “riesgo de escape”. Entre los libros retirados se incluyen autores como John Updike, George Orwell o Joyce Carol Oates.
Entre los argumentos que se esgrimen para prohibir la lectura a los presos está el hecho de que los libros cuentan con ilustraciones de desnudos explícitos, o el caso de una prisión de Colorado, donde le fueron retirados a un preso las dos memorias de Barack Obama por considerar que eran “potencialmente perjudiciales para la seguridad nacional”. Aunque después esta decisión fue revocada, la primera reacción jamás se olvida.
En su magnífico libro Breve historia de los libros prohibidos, Werner Fuld, señala que ni la Alemania nazi, ni el Vaticano, en sus incontables años de historia, han prohibido tantos libros como lo ha hecho Estados Unidos en poco más de doscientos años de independencia. No obstante, la prohibición de libros continúa en nuestros tiempos. China o varios países musulmanes son el mejor ejemplo, junto con algunos (o varios) casos en los países occidentales, donde también la moral y la seguridad se pone en ocasiones por encima de la libertad de expresión.
Llama la atención que en esta época de modernidad, de tecnología, de internet, de redes sociales, de comunicación inmediata, de innumerables pantallas, los libros aún sigan causando un especial temor. Como si las palabras tuvieran un efecto mucho más revelador que cualquier imagen. Como si las palabras despertaran más conciencias que cualquier discurso, cualquier noticia, cualquier hecho.
Que los libros sigan considerándose peligrosos es, quizá, una buena noticia para ellos. Por más que la modernidad los da por muertos, ellos siguen ahí, estáticos, casi inocentes, pero vivos, repletos de palabras, frases, historias, ideas. Rompiendo una y otra vez el silencio con sus palabras. Esas que guardamos en lo más profundo para entender y entendernos. Para sentir, pensar y cuestionar.
Hay que proteger las palabras de aquellos que los consideran peligrosas, porque mientras sea así, estarán en peligro.