Asesinato, juicio a puerta cerrada y condena en Londres
En mayo de 2006 el anciano Allan Chappelow, de 86 años, fue asesinado en su ruinosa mansión de cuatro millones de libras ubicada en el número 9 de Downshire Hill, en Hampstead, al noroeste de Londres. Recién al mes siguiente, luego de varias e infructuosas búsquedas realizadas por la policía británica, su cadáver fue descubierto en una de las habitaciones bajo media tonelada de papeles, manuscritos y desperdicios de todo tipo que además invadían el resto de la residencia. Chappelow había nacido en 1919 en el seno de una familia acomodada y librepensadora: durante la primera guerra mundial su padre se negó a alistarse en el Ejército, convirtiéndose en objetor de conciencia, actitud que luego sería repetida por el hijo durante la segunda guerra.
En su larga vida Chappelow fue fotógrafo y periodista independiente, colaborando en diarios prestigiosos como el Daily Mail y el Daily Telegraph. Viajó a la Unión Soviética y a Albania y en 1955 publicó Russian Holiday, una suerte de elogio de las bondades del socialismo real. Pero fue el dramaturgo George Bernard Shaw quien terminó convirtiéndose en el centro de sus obsesiones, y a él dedicó dos biografías, ambas publicadas en los 60, que no tuvieron buena suerte con la crítica, y sobre quien siguió investigando hasta sus últimos días. Pocas semanas antes de ser asesinado había hecho un viaje a Austin donde, además de visitar a una prima lejana, consultó en el Ransom Center de la Universidad de Texas archivos y diversos documentos originales del autor de Pigmalión y Santa Juana.
Tras descubrir el cadáver, la policía no tardó en identificar a Wang Yam, un ciudadano de origen chino que había usado tarjetas de crédito del anciano y hecho unas transferencias de dinero en beneficio personal, y en setiembre de ese mismo año lo detuvo en Suiza acusándolo de fraude, robo y asesinato. Pero lo que sin dudas los había puesto en la pista de Yam –sus torpes movimientos bancarios–, no halló correspondencia en la escena del crimen: en la casa no se encontraron huellas ni el menor rastro de ADN del acusado.
Pedidos de ayuda
Wang Yam nació en 1960 en Xi’an y, según sus propios y siempre controvertidos testimonios, su abuelo había sido Ren Bishi, uno de los militares más cercanos al Presidente Mao. En los 80 se casó con su primera esposa, La Jia, y en mayo de 1989 intervino en las multitudinarias protestas ocurridas en la Plaza de Tiananmen, en Pekín. En 1991 huyó a Hong Kong y viajó luego a Londres, donde pidió asilo. Un año más tarde se le uniría su mujer, pero el matrimonio no sobrevivió a tantas peripecias. Él pronto se empleó como ingeniero en tecnología informática y realizó unas desastrosas inversiones inmobiliarias que lo obligaron a declararse en quiebra, con deudas cercanas al millón de libras. En 2006 llevó adelante un intento de usurpación de identidad, tras haber robado correspondencia del buzón de Chappelow, que acabaría con él en la cárcel y en uno de los más singulares juicios de la historia reciente de Gran Bretaña.
Thomas Harding, angloestadounidense nacido en 1968, documentalista televisivo, periodista y escritor cuyos editores españoles suelen ser proclives a los subtítulos largos, es autor entre otros libros de los excelentes Hanns y Rudolf. El judío alemán y la caza de Kommandant de Auschwitz y La casa del lago. Berlín. Una casa. Cinco familias. Cien años de historia, ambos reseñados en este suplemento. En 2015 recibió una carta de Yam en la que lo ponía al tanto de los pormenores de su proceso judicial. Tres años más tarde daría a conocer Páginas de sangre. La enigmática historia de un cadáver, una mansión en ruinas y un juicio insólito, ahora traducido al castellano, en el que investiga el homicidio y las vidas de algunos de los involucrados: la víctima, el condenado, los detectives y los abogados defensores.
Entre capítulos, Harding ofrece unos “Apuntes del caso”, especie de bitácora en la que va comunicando al lector sus pasos en la indagación y en la escritura, las dificultades para hablar con los protagonistas, el seguimiento de algunos personajes esquivos, la insistencia con que Ham reiteraba sus pedidos de ayuda, los sinsabores de una prisión en apariencia injustificada, y el asombro ante la puesta en marcha de un juicio a puerta cerrada.
Apelaciones vanas
Juicio a puerta cerrada o in cámera es una figura de la jurisprudencia británica que se aplica exclusivamente en aquellos casos en que puedan afectarse secretos de Estado o poner en riesgo la seguridad nacional. Durante el juicio no se permite la presencia de ninguna otra persona que las directamente involucradas, con la estricta prohibición de divulgar los detalles tratados. Los periodistas, que no pueden estar presentes, no tienen siquiera el derecho a conjeturar públicamente acerca de las razones de dicha modalidad, bajo riesgo de ser detenidos y encarcelados. De esa manera, a primera vista inexplicable, se juzgó a Wang Yam, y aun ante las sospechas de que todas las pruebas en su contra, a no ser las que lo involucraban en el fraude bancario, no pasaban de ser circunstanciales o de muy poca credibilidad, se lo condenó a cadena perpetua con un mínimo de veinte años de prisión.
Gracias a la intervención de un periodista de The Guardian, y de la propia investigación de Harding, años después se dio con algunos testigos a quienes en las primeras instancias no se habían tomado en cuenta, que aportaron datos y sospechas acerca de las prácticas sexuales de Chappelow, sus constantes visitas al “banco de azotes”, un lugar de encuentro de sadomasoquistas, y su costumbre de llevar desconocidos a su casa. Pero en las sucesivas apelaciones Yam debió enfrentarse a la negativa de los jueces de levantar el carácter del juicio y a la poca o nula atención que prestaron a los nuevos testimonios. Y tampoco se permitieron avances en el análisis de algunas pistas que habían quedado sin indagar, como colillas de cigarrillos. Aun sin evaluar ni poder dar a conocer algunas dudas, como que en realidad Yam era un agente encubierto del MI6, el Servicio de Inteligencia Secreto del Reino Unido, y que el juicio in cámera se justificaba por el temor a sus eventuales declaraciones, hace catorce años que está preso, y la última de las apelaciones posibles, ocurrida en 2017, volvió a ser denegada.
Harding ha escrito un libro quizás en extremo exhaustivo, por lo que muchas veces el laberinto burocrático que se encierra detrás de cada instancia judicial, y que nuestro autor se ocupa de relatar con exactitud, atenta contra el vigor narrativo que debería ofrecer. Acaso también la prohibición de especular con más vuelo acerca de la proyección del caso no le permita tomarse otras libertades que hubieran enriquecido un trabajo de todos modos digno del mayor interés.
Páginas de sangre, de Thomas Harding, RBA, Barcelona, 2019, 396 páginas. Traducción de Sergio Lledó Rando.