Luis Miguel Cangalaya Sevillano
Un conocido sociólogo y político peruano, Hildebrando Castro Pozo (1890-1945), publicó un ensayo titulado Nuestra comunidad indígena (1924), donde aborda algunos aspectos de esta sociedad. La forma en que Castro muestra a la comunidad indígena es el de una sociedad atacada por el formalismo liberal. Esto parecería, todavía, un organismo latente; sin embargo, a pesar de estas condiciones hostiles, la comunidad indígena mostró indicios de evolución y un desarrollo que se esperó alcanzar. Lo interesante de ello es que hoy, noventa años después de su publicación, mucho de lo planteado en su texto puede aplicarse a nuestra caótica realidad globalizada, sin aspavientos ni ademanes nostálgicos. Aquí un resumen de algunas de sus ideas sobre comunidad y familia.
Hablar de comunidad y de familia indígena implica pensar en las relaciones sociales que se fueron desarrollando dentro de este espacio. Habría que comenzar por las formas de cambio; por ejemplo, empezar por el hogar que, al final de cuentas, ha resultado ser la institución que ha sufrido menos modificaciones en los pueblos comuneros. El hogar, debido a su menor transformación, siempre ha sido aquel centro de conservación de recuerdos, instintos y costumbres de la comunidad.
La organización dentro del hogar comunal estaba destinada desde arriba a través de la figura del padre. El vínculo que unía a este con la esposa y con los hijos era el del temor o castigo. El cariño parecía restringido fuera de este espacio. La fuerza representada por el “jefe de la familia” se hacía evidente para que se hiciera respetar, pero cuando ya se volvía viejo, los hijos, en su independencia, llegaban a maltratarlos y asesinarlos. Los crímenes de este tipo en algunas comunidades resultaba natural. Se veían crímenes frente al padre o a la madre hasta el extremo de destrozar su cuerpo para luego arrojarlo al olvido. Esto bien podría evidenciar la ausencia de todo cariño en la vida de hogar, tanto así, que cuando los hijos abandonan el hogar ya ni recordaban que tuvieron padres y se acostumbrarán a vivir en otro medio como sujetos sin restricciones. Sin embargo, esta imposición no resulta constante en todas las comunidades, ya que algunas de estas mostraron cambios en las relaciones familiares y sí se hizo presente esta señal de filiación que se ausenta en las anteriores.
Las comunidades indígenas alcanzaron un progreso nulo en cuanto a los objetos que necesitaban para satisfacer sus necesidades: las frazadas con que se abrigan, los ponchos, los vestidos, las fajas, entre otros. Desconocían, además, la comodidad de las mesas y de las sillas. El uso de estos objetos por la familia acusa un alto grado de sociabilidad que los pueblos primitivos estarían lejos de poseer. Además, la ausencia de objetos de arte, que solo servirían como adorno, se puede notar a simple vista. Para el indio comunero, las prendas inseparables y que nunca faltaban en ninguna cabaña por más pobre que fuere, son la alforja y el porongo o calabazo grande que sirve como baúl. En esta, carga, lleva y trae todo lo que pueda hacer falta a la familia o lo que sea necesario para un viaje.
La familia comunal y los hijos de esta fueron creados y criados a la intemperie: mal abrigados y sucios, envueltos en andrajos, sin poder observar ningún tipo de higiene durante su crianza. Si el recién nacido era alumbrado enfermo y había temor de que pudiera perder la vida, acudían al más próximo vecino y le piden que le “eche agua”. Esto resultaba ser una especie de vínculo espiritual que daba tantos derechos y obligaciones como cuando se constituye el bautismo.
Se tenía por costumbre comunal de que la mujer sea el alma de todos los quehaceres domésticos. Todas las madres cargaban a sus hijos en el llamado “quipe”. Este primer período de la crianza se prolongará hasta el año o año y medio en que la criatura comienza a caminar o existe ya quien le robe el seno y el calor de su madre. La promiscuidad de dormir en una cama común, sin distinción de raza o de sexo y con perros en la casa, y la poca preocupación de los padres por el cuidado de los hijos, promueven que se despierte precozmente sensualidad por la raza y adquieran el tipo pensativo, huraño y retraído que se observa en la mayoría de ellos.
La escuela cumplía una función importante para la familia indígena y, sobre todo, para los niños. Los padres los envían para que aprendan y ellos, aunque se muestran aplicados, son tardos en la concepción de ideas. En los estudios como en la vida diaria se observa vacilación, temor y duda de sí mismos antes de ejecutar cualquier acto. Esto daría lugar a que en algunas ocasiones sean vencidos por otros de distinta raza, ocasionándoles depresión y retraimiento. Y este ejemplo de temor que poseen también es el que reciben de sus padres. A pesar de ello, tienen la certeza de que estos defectos pueden desaparecer a través de la prueba de su valor frente a los otros, una tarea muchas veces complicada. Los padres generalmente no ejercían ningún control sobre esta educación. Incluso, por el interés de que los ayuden en sus trabajos o realicen otras labores por su cuenta, los obligaban a que falten a sus deberes escolares y solo se preocuparan por aprender a servir. De esta manera, los niños pueden ganarse unos cuantos reales por semana aunque descuiden sus estudios.
En la región andina, donde deberían estar los mejores centros de enseñanza y lo más selecto del profesorado, solo se encontró vacíos de la educación. Para estas apartadas regiones se escogía muchas veces a los parientes o amigos, o en otros casos, a los recomendados por ellos. Esta fue y es la realidad de las poblaciones indígenas a la intemperie. Esta injusta distinción, este apartamiento, esta mirada sesgada, no es otra muestra más del rezago y el abandono, de cómo nos hemos aprendido a valorar, por cierto, de forma equivocada.