No pocas veces en mis clases he propuesto el análisis del caso de la tragedia de los Andes de 1972. Esta es una de las pocas historias relevantes donde el factor político es mínimo, casi inexistente (consideremos que hasta la crucifixión de Jesús está cruzada y definida por poderosas motivaciones políticas). Por lo general, en la discusión suelen surgir dos grupos: algunos estudiantes reconocen que no saben cómo actuarían en una situación semejante mientras otros, de plano, afirman que jamás recurrirían a la antropofagia para sobrevivir tres meses en un valle helado de los Andes.
Sin considerar los casos antiguos de canibalismo con una fuerte carga ritual, la historia moderna registra múltiples casos de antropofagia por parte de gente considerada civilizada, desde la fundación de la primera colonia anglosajona en Estados Unidos hasta la brutal conquista del Oeste. La vida en este planeta existe gracias al instinto de conservación, notoriamente complementado con el instinto sexual para acelerar la diversidad genética y así la adaptación evolutiva a medios inhóspitos y cambiantes. El instinto de conservación es tan fuerte que es capaz de echar mano a recursos que en otras situaciones serían impensables e imperdonables. Nadie puede asegurar cómo reaccionaría ante una situación extrema y mucho menos cuando esa situación se prolonga por semanas, por meses.
Obviamente que en esta pandemia de COVID 19 no estamos en esa fase de la desesperación. Más bien estamos lejos. Pero vamos en esa dirección y basta un detonante para que las piezas de dominó desaten su energía destructiva. Por varias razones, lo que antes la gente llamaba “normalidad” nos condujo a esta crisis y nos conducirá a otras (el consumismo irracional, el desmembramiento o negligencia de la trama social, de los programas y servicios sociales, desde los médicos hasta las coberturas laborales, asistenciales y de suministro de alimentos, el fanatismo de los líderes mundiales y sus “yo y nosotros primero”, apoyado por furiosas hordas y sectas de frustrados racistas).
Para muestra de este absurdo bastaría anotar que hace pocos días los productores en Estados Unidos estaban arrojando desde camiones cisternas millones de galones de leche en buen estado a las cloacas, mientras miles de personas (de sus propios conciudadanos) a kilómetros de distancia hacían horas de fila para recibir un poco de comida gratis. La lista es extensa. Obviamente que los negocios y la ley de “los beneficios primero” no son buenos coordinando algo que no tiene un beneficio inmediato ni nunca fueron buenos considerando las externalidades de la economía. De hecho, la solidaridad de donar lo que no se puede vender podría afectar negativamente los precios, por lo cual es mejor destruir los alimentos que otros desesperadamente necesitan.
Tal vez con la excepción del salto del virus de un animal a un ser humano, nada del resto es por puro azar. Esta crisis muestra y demuestra que la base principal de la economía no es la economía; que la base de los maravillosos negocios no son los negocios; que la base del éxito de los exitosos no es meramente el éxito de los exitosos; que todas esas cápsulas ideoléxicas son dogmas, fundamentalmente esparcidos desde la cultura, desde la política, desde los medios y desde los poderosos intereses financieros de Estados Unidos, tanto que hasta en otras culturas deben usar las mismas palabras en inglés para expresar correctamente lo que dice el dogma asimilado.
Si el mundo y los países más afectados no vuelven, al menos por un tiempo, a eso que antes se llamaba “normalidad”, esa leve fiebre que no enciende las alarmas, en algún momento (imposible predecir cuándo y dónde) las personas más civilizadas del planeta van a entrar en la fase Andes 72. Esto significa que podemos estar moviéndonos a una serie de estallidos sociales donde hasta el individuo más sensible, racional y civilizado pasa del respeto y la solidaridad social a la desesperada búsqueda de la sobrevivencia individual y familiar.
Ojalá que estemos lejos de ese momento y que las cosas se reviertan antes. También esto es probable. Pero no subestimemos la fuerte posibilidad de un escenario Andes 72. Diez años atrás habíamos escrito que esta posibilidad se daría con el agravamiento de la crisis ecológica y las diferencias sociales. Probablemente la pandemia del Coronavirus haya adelantado esa catastrófica posibilidad. De por sí ya es una catástrofe. El año pasado agregábamos: “los seres humanos somos especialistas en mentirnos y solemos despertar con alguna crisis, como un conductor que se duerme al volante mientras maneja y algo indeseable lo devuelve a la realidad”.
Ahora el mejor escenario consiste en que (1) no lleguemos a ese punto de quiebre y que (2) como sociedad global tengamos la sabiduría de pensar globalmente y no meramente en base a los alegres dogmas que solo ven beneficios financieros a corto plazo. Los dogmas ideológicos que pretenden estar libres de ideología deberán ser revisados con más seriedad y con menos arrogancia de parte de sus creyentes. Como por ejemplo aquella ley sagrada de que “la búsqueda del interés personal conduce al bien común; una mano invisible organiza, equilibra y armoniza los intereses individuales en el bienestar colectivo, alcanzando el óptimo social como un resultado involuntario e ideal de la conducta espontánea de los hombres”.
Por supuesto que todos tenemos intereses personales y suelen ser todos muy diferentes. Por supuesto que todos apreciamos la libertad individual y no toleramos la arbitrariedad de ningún poder estatal o privado que nos limite y nos imponga su fuerza sin más razón que el beneficio y la libertad de esos poderes y su elite beneficiaria. Pero cuando una dimensión humana se convierte en ley, como una secta basa toda su teología en una sola frase bíblica, se convierte en dogma. La actitud que sacraliza el interés personal por sobre todo lo demás (por casualidad, siempre es el interés personal de los más fuertes) es una especie de sublimación civilizada de los instintos más profundos y arcaicos de canibalismo. Así, un dogma adoptado por una mayoría termina llevando a la mayoría, o a todos, a la catástrofe, como las ratas encantadas del flautista de Hamelín.
Para empezar será necesario sacar del poder a todos aquellos jefes de Estado que entienden que un líder es un ganador (como un empresario exitoso que gana destruyendo a la competencia) y no un líder racional, alguien que no desprecia ni la ciencia ni la crítica, que posibilita entendimientos y cambios coordinados en beneficio de la sociedad (global) para beneficio de sus miembros (países, individuos) y no al revés, que es lo que hasta ahora han propuesto y practicado los enardecidos nacionalistas con su mentalidad tribal, los fanáticos de los negocios primero, de la acumulación, del consumo irracional y la destrucción ilimitada como única definición posible de éxito.