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No juegues con el Diablo

«No juegues con el Diablo, no juegues con el diablo, que el Diablo come candela, ah, no juegues con el Diablo, que el diablo come candela y te puede comer…»
—Compay Quinto

Empezaba una típica mañana tropical en Hialeah y una voz musical, abolerada, se filtraba al interior de la casa de doña Luisa Mayombe:
—Doña Luuuchaaa… Luchiiitaaa… le traigo postreee…
La señora Margarita—limeña septuagenaria — se escurría por la puerta trasera de la casa de su vecina con un trozo de pastel de chirimoya. La casa era oscura, pero, a pesar de sus ventanas cerradas, quedaba aun visible debido al rebote de los rayos de sol que se filtraban por los costados de las persianas.
El olor a sancochado, prendido en el aire, guió a Margarita hacia la cocina, donde hervían un pequeño perol y una olla grande.

Margarita, pensando que doña Lucha estaría en el baño, dejó el pastel sobre la mesa, tomó una cuchara y sacó un poco de caldo del perol; lo enfrió con soplidos, lo saboreó y, de puro gusto, se tomó tres cucharadas más. «Esto está sabroso, no creo que Luchita se moleste si le gorreo un poquito» se dijo, sintiéndose furtiva, y decidió tomar un plato hondo para servirse la ración completa.

Como el borde del perol le quedaba un poco alto, se acercó a la olla y —mientras masticaba un pedazo de pellejo que se había pegado a la cuchara— quitó la tapa para servirse, moviendo el burbujeante contenido con un cucharón, con el fin de rescatar alguna presa.
Apenas revolvió los pellejos del caldo, algo la paralizó. Se quedó mirando fijamente el contenido de la olla; un repentino mareo le nubló la vista y un dolor lascerante le atravesó el miocardio. Margarita —confusa, inmóvil, aterrada— llegó a balbucear con dificultad «Pa-a-dre-nues-tro que-estás en los ci-e…» antes de caer al piso desplomada, víctima de un shock.

La tarde anterior a este hecho, me encontraba en los alrededores del cementerio Our Lady of Mercy, de Doral City, cavando una zanja junto con mi amigo Tawís Lombardi Mayombe, desgarbado selvícola peruano de ascendencia italiana, que fungía de albañil y me había llevado como ayudante. La zanja perimetral de un terreno anexo al cementerio, sobre la cual se construiría la base de un muro, se había cavado con una retroexcavadora mecánico-hidráulica, pero la zona por donde cruzaban cables subterráneos y cañerías tenía que cavarse a pico y lampa, por lo delicado de la operación; felizmente el clima no estaba tan caliente, pero, por otro lado, mis lumbares me hacían recordar de vez en cuando que ya no estaba yo para filosofías tan profundas, como cavar, cavar y cavar.

Cuando estábamos casi por terminar la tarea, un hombrecito de rasgos asiáticos, traje pasado de moda, corbata «michi», bastón, y anteojos de científico, se detuvo a observarnos, y, luego de varios minutos, se animó a contactarnos.
Nos explicó, en un broken English exasperante, que requería de nuestros servicios para desenterrar los restos mortales de un enano, cuyo esqueleto le interesaba. Nos dijo que no iba a sernos muy difícil ubicarlo pues nos indicaría el sitio exacto de la fosa común donde fue arrojado su cuerpo dos años atrás (ahí arrojan los cadáveres no reclamados ni por la ciencia) y, una vez excavado dicho lugar, reconoceríamos al enano porque era acondroplásico y especialmente macrocefálico, es decir, tenía la cabeza muy grande, la columna regular y las extremidades pequeñas. Nos daría mil dólares por el trabajo, a cada uno.

Tawís, muy digno sí, se negó de inmediato, haciendo referencia a sus creencias religiosas —dijo ser católico, apostólico y “rumano” (romano)— y tenerle temor al Diablo. El chino le dijo que más temor debería tenerle a Dios porque, según la Biblia, gracias a Él murieron millones de personas, mientras que el Diablo, aparte de esparcir cizaña y hacerle la vida de cuadritos a Job, no mató ni una mosca, «además no se preocupen, la fosa común es el único lugar del cementerio que nadie vigila»añadió.

Luego de varios ofrecimientos y discusiones, el chino hizo su última oferta: tres mil dólares contra entrega del esqueleto y mil más si estaba entero y limpio. No quiso decirnos quién era él, ni quién era el enano cabezón, ni para qué lo quería; nos dio un número telefónico para llamarlo apenas tuviéramos listo el encargo. Pensé en los varios meses que pasaría sin que mi landlord me toque la puerta de madrugada para exigirme la renta del efficiency, así que convencí a Tawís de aceptar el trato, previo «adela» de mil dólares, y nos encaminamos hacia la fosa común, donde el chino nos indicó, pintando una equis con un spray rojo sobre el césped, el lugar donde deberíamos empezar la excavación.

Mudamos nuestras herramientas y dos lámparas portátiles a la fosa, y esperamos detrás de unos arbustos a que oscureciera. Conforme pasaban los minutos, Tawís se iba arrepintiendo más, contagiándome de paso: «¿Y si el enano no está bautizado y su esqueleto le pertenece al diablo y viene a reclamárnoslo? » me dijo preocupado, «le rezamos una novena, y a ritmo de reguetón para que se vaya más rápido» contesté; Tawís, persignándose tres veces, me dijo molesto: «No, no, compadre, la cosa no es así, nada de burlas, no te juegues con el Diablo cuando estés conmigo y menos en el cementerio…»

Oscureció, y me costó trabajo reconvenir a Tawís—y a mí mismo— para empezar la tarea. Luego de más de dos horas de excavación, subimos al borde de la zanja y empezamos a observar los restos de las osamentas descubiertas. Mientras Tawís, muy concentrado, trataba de separar los huesos con una especie de garrocha (parecía un gondolero remando en los canales de Venecia), yo lo alumbraba con una de las lámparas portátiles.
A los pocos minutos me pareció ver entre los restos una calavera grande y monstruosa; rápidamente agarré el hombro de Tawís para que se detuviera. Tawís, sobresaltado, dio un tremendo alarido, perdiendo el equilibrio y cayendo dentro de la fosa —entre los cadáveres— y dando otro salto para pararse y subir al borde, todo casi en un mismo instante, como el Superagente 86; «¡¡¡IMMMBÉCIL (aahAHZZz) NO TE JUEGUES ASÍ, (aahAHzZZ) CASI ME MATAS DEL SUSTO, ANORMAL, PIRLA, COGLIONE HIJO DE PUTTANA (aahAHzZz)…!!!» me dijo, inspirando con fuerza para recuperar el aliento. Por más explicaciones que le di no quiso regresar al hueco, por lo que tuve que bajar y recuperar yo mismo el esqueleto completo del enano, no sin antes probarle tres posibles juegos de húmeros y fémures —entre los más cercanos— hasta escoger los que me parecieron anatómicamente correctos para completar sus extremidades, (los demás, más delgados, debieron de pertenecer a cadáveres de niños o de pequeños ancianos).

Cuando ya teníamos el esqueleto del enano “armadito” en el césped y habíamos bajado las luces al mínimo para evitar ser detectados, una luz más potente, inesperada, salió de entre los arbustos y, sobre el suelo, a unos pocos metros de nosotros, se dibujó una sombra terrorífica, macabra, de una especie de chivatón o macho cabrío muy grande, con luengas barbas, una sola oreja puntiaguda y sus cachos retorcidos hacia abajo; salvaje, espeluznante…
Le pregunté a Tawís si por esos lares pastaban cabras, borregos o similares caprinos (mentalmente, porque voz, lo que se dice voz, no salió de mi boca). Miré a Tawís de reojo, porque mi cuello se negaba a voltear: Tawís estaba más tieso que caballo de fotógrafo, pero sus rodillas empezaban a flaquear al compás de un twist imaginario, lento, como preparándose para el desplome.
Traté de sobreponerme y sobre todo de controlar mis esfínteres, que ya empezaban a relajarse, pero no me hicieron caso y se abrieron como válvulas mitrales en plena maratón; felizmente no había comido nada después de la última vez que fui al excusado y encima estaba deshidratado por el sol de la primera jornada, así que la cosa no pasó a mayores, pero con Tawís fue diferente: Tawís se cagó (literalmente) y cayó arrodillado al suelo con las palmas de sus manos hacia arriba y los ojos orgásmicos, en éxtasis; parecía estar rezando, aunque sus labios no se movían y su cara estaba más pálida que la de los samurais del teatro No de Okinawa…

—¡¿QUE MERDA VOCÉ ESTÃO FAZENDO LÁ?!, nos gritó una voz amenazante desde la penumbra.
«Un Diablo portugués, o brasileño —me dije, inmóvil—, quizás sea el papá de Pelé o de Ronaldinho, porque esos negros o son hijos del Diablo o son extraterrestres» agregué de puro nervioso a mis pensamientos, como para romper el hielo (el de mi espalda).

—¡¿WHAT THE FUCK ARE YOU DOING THERE…?! repitió la voz tenebrosa, mientras avanzaba hacia nosotros.
«Diosito, si este diablo políglota existe, existes tú también, así que no seas Marlboro y líbrame de él, perdóname todas las bromas y las veces que te he negado y perdona todas nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…» recordé parte de esta oración de mi infancia y la recité mentalmente, total, qué podía perder, ya estaba jodido; repasé en menos de un segundo todos mis pecados y me imaginé sentado en el último anillo del cono invertido del infierno, rostizándome el orto bajo la curiosa mirada de Dante, Virgilio, Judas Iscariote y cuatro paparazzi, de esos que mataron a la princesa Diana.

Una linterna sorda apareció flotando en la oscuridad, al lado del macho cabrío, alumbrando nuestras ridículas humanidades. Bajo el reflejo tenue de nuestras lámparas, se fue dibujando, cada vez más nítida, la imagen de un vigilante negro, vestido de uniforme negro, con guantes negros, bufanda negra y sombrero negro (prácticamente el Hombre invisible); en una mano traía la linterna y con la otra sujetaba su bicicleta de carrera, en cuyo timón retorcido hacia abajo, había colgado su gabán negro, en previsión a una de esas sorprendentes madrugadas frías de Miami. De diablo nada: pura sombra de bicicleta y gabán.

Luego de las explicaciones del caso, la recuperación de Tawís y las amenazas del negro, decidimos sobornarlo con parte de los billetes que nos dio el chino. El negro no aceptó los cien dólares originales (que la policía, que la macumba, que la venganza de los zombis, que no juegues con el Diablo, etc.) así que terminamos dándole —con mucho dolor— los mil dólares completos a cambio de dos horas de ventaja para dejar todo como estaba (incluyendo la lavada de culo de Tawís con agua helada de la manguera y su cambio de pantalones) y empezar la fuga antes de que el brasileiro evaluara la opción de llamar a la policía.
Metimos al enano en una caja de cartón y la subimos al maletero de mi viejo Volvo. Tawís seguía rezando de cuando en cuando y me indicó que fuéramos a Hialeah, a la casa de su madre, quien justo debía estar en Orlando visitando a una hermana, así que tendríamos la casa entera para limpiar los huesos del esqueleto y recuperar, a costas del chino, los mil dólares que le dimos al guardián.

Luego de discutir los posibles métodos para la tarea, desde ácidos y álcalis —que podrían ser rastreados por la policía— lijas, escofinas y hasta los escarabajos necrófagos de la película La Momia, decidimos hacerlo de manera artesanal, más barata, hirviendo los huesos y despellejándolos a mano una vez ablandados los pellejos.
Entramos a la casa por detrás, utilizando una llave que doña Lucha —mamá de Tawís— siempre dejaba enterrada en una maceta exterior y, una vez dentro de la cocina, encontramos un perol que la doña usaba para hervir la ropa blanca. Metimos al enano en el perol y como la cabeza sobresalía, se la arrancamos y la acomodamos en una pastaiola (olla tallarinera italiana), llenamos dichos recipientes con agua y los pusimos sobre los fogones; Tawís les echó un poco de sal rosada del Himalaya a cada recipiente, (según él «pa’ que afloje»). Encendimos los fogones y nos fuimos a la sala de estar a tomar unas Cuzqueñas y a descansar en el sofá, quedándonos profundamente dormidos por el cansancio físico, mental y ‘diabólico’…

Empezaba la típica mañana tropical en Hialeah, cantaban los pájaros, arribaba el camión de la basura, le ladraban los perros, despertaban los vecinos y nosotros ni imaginábamos el desmadre que nos esperaría horas después (que tendríamos que dar muchas explicaciones, llamar a una ambulancia, contactar al chino, entregarle el enano, repartirnos el dinero, llevarle flores a la vieja Margarita al hospital y días después convencerla —a ella y a doña Lucha— de que todo fue una alucinación debida al infarto; prepararnos ‘just in case’ para escapar de la policía, buscar un nuevo trabajo e ir a la iglesia a golpearnos el pecho… entre otras cosas).

Seguíamos dormidos, privados del conocimiento, tanto que no escuchamos a los pájaros, ni al camión de la basura, ni a los perros, ni a los vecinos, y menos aun la melodiosa voz de la inoportuna señora Margarita, cuando entró en la casa canturreando: «Doña Lucha… Luchitaaa… »

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